La doctora Margaret Hassan, una amiga de Iraq
¿Margaret? ¿Margaret Hassan? ¿La que me dijo que pronto, muy pronto, habría «más de una generación perdida» en Iraq? ¿Secuestrada en camino a su trabajo de directora de la organización CARE International en Iraq? ¿Acaso la lista de objetivos de quienes secuestrans es infinita?
Margaret Hassan fue la enemiga de las sanciones de la ONU, es el símbolo de todos los que creen que Iraq -un Iraq libre, no ocupado- tiene futuro, y lo único que puede decirse ahora es que también ella se ha unido a la legión de las no personas, los desaparecidos: aquellos que por su idioma, el color de sus ojos o su nacionalidad se han hundido en el pozo negro iraquí.
El colmo de la desgracia fue escuchar este martes a los diplomáticos que apoyaron aquellas letales sanciones derramar lágrimas de cocodrilo por «Margaret». Tony Blair se apresuró a declarar que Gran Bretaña hará cuanto esté a su alcance para lograr su liberación. «En este momento hay un límite a lo que puedo decirles, pero obviamente haremos cuanto podamos», expresó en Londres, teniendo al lado al secretario general de la ONU, Kofi Annan.
El secuestro, añadió, «muestra contra qué clase de gente luchamos, cuando está dispuesta a secuestrar a alguien así. No sabemos de qué grupo se trata». Pero Tony Blair apoyó por completo las sanciones que Margaret Hassan detestaba.
La conocí cuando The Independent había revelado el uso de municiones de uranio empobrecido por estadunidenses y británicos en la guerra del Golfo en 1991 y la explosión de cánceres y leucemias que afligieron a los niños iraquíes en los años posteriores. Los lectores del diario habían donado US$250 .000 para medicamentos, y CARE, la organización en la cual trabajaba Margaret, se echó a cuestas la tarea de distribuir las vacunas en los hospitales de Iraq.
Margaret y su colega dublinesa Judy Morgan encontraron camiones para transportar estas medicinas vitales por todo Iraq, para tratar de salvar a las pequeñas criaturas en los «pabellones de la muerte». Yo la observé rogarles a los choferes, suplicar en los hospitales, regatear con los magnates del aire acondicionado para entregar vincristina y otros líquidos a los hospitales pediátricos en el calor de octubre.
Es una mujer de ímpetu. Semana tras semana, días tras día, hora tras hora la evidencia de la tragedia humana en escala masiva -un desastre causado por las sanciones de la ONU, que su agrupación poco o nada podía hacer por aliviar- se apilaba en los escritorios de la oficina de CARE, en un derruido inmueble de Bagdad.
Busco en un viejo cuaderno de tapa azul una entrevista con Margaret. Está fechada el cinco de octubre de 1998. Al margen anoté un comentario sobre ella: «no habla a gritos, pero su indignación, susurrada por encima del silbante aire acondicionado de su oficina, sale en una especie de gemido de rabia y frustración, como de alguien cansado de oír grandilocuentes estupideces».
Eran días aciagos. «Es un desastre hecho por el hombre», exclamaba, golpeándose la palma de la mano izquierda con el puño derecho. «Sí, algunas personas se han beneficiado de lo que hacemos. Pero no podemos resolver el problema de Iraq. El país no tiene economía: no podemos remplazarla con fondos de ayuda».
En aquel momento tomó un grueso expediente. «¿Qué utilidad podemos tener aquí?», preguntó. «Si fuera un país del tercer mundo podríamos traer algunas bombas de agua al costo de unos cientos de libras y con ellas salvaríamos miles de vidas. Pero Iraq no era un país del tercer mundo antes de la guerra (de 1991), y no se puede administrar a base de ayuda una sociedad desarrollada. Lo que falla en el sistema de agua potable de Iraq es resultado del daño causado a las plantas purificadoras muy complejas y costosas. Y eso se come cientos de miles de libras en reparaciones… para una sola región del país.
«Los médicos de aquí son excelentes; muchos estudiaron en Europa además de en Iraq, pero a causa de las sanciones no han tenido acceso a una revista médica en ocho años. Y en las ciencias, ¿qué significa eso?»
Margaret sospechaba que los occidentales se habían desentendido en alguna forma de los iraquíes durante los 13 años de sanciones. «No creo que los veamos como personas», me dijo. «Si uno ve una persona que sufre, y tiene un gramo de humanidad, reacciona. Las sanciones son inhumanas y lo que hacemos no puede revertir esa inhumanidad. Son contrarias a la carta orgánica de la ONU, que consagra los derechos del individuo. Es una contradicción, una hipocresía; es el doctor Jekyll y míster Hyde. Quienquiera que vea estas cosas con objetividad debe decirlo».
Recuerdo una tarde, después de que había enviado nuestras medicinas a los bebés con cáncer de Bagdad. Margaret Hassan parecía derrotada. «Esas personas sufren en verdad», dijo. «¿Sabe la gente lo que es para una madre despertar cada mañana sin saber cómo dará de comer a sus hijos? No creo que los occidentales vean a los iraquíes como seres humanos»..
Hoy es el colmo de la ironía que una mujer que tuvo el valor y la decencia de oponerse a las vergonzosas sanciones con las cuales elegimos purgar al pueblo iraquí haya caído en manos de secuestradores en Bagdad. Si alguna vez ha habido un verdadero amigo de Iraq, ése es Margaret Hassan. Valiente, leal y sin cortapisas para decir lo que piensa. Es una heroína. Vergüenza debería darles a sus captores tan sólo dirigir la palabra a tan admirable dama.
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* Publicadao en el diario británicoThe Independent. La traducción pertenece a Jorge Anaya.