LA DROGADEPENDENCIA NO EXISTE

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Antes de la creación universal, cuando toda la materia se concentraba en un solo punto pues aún no se había expandido en el espacio, unos extraños seres cursaban amablemente sus vidas. Hasta que, de pronto, entre ellos, una dama dijo la frase que originó el big bang:

–¡Muchachos, como me gustaría amasarles unos tallarines!

Para complacerla, entonces, hubo que crear el espacio, los campos de trigo, el agua para regarlos, las galaxias, el sol, los animales que darían la carne para la salsa, etc.

Esta historia –resumida de Todo en un punto, cuento de Italo Calvino– armoniza con una idea de Jacques Lacan: “Una cosa no existe sino a partir del momento en que es nombrada por alguien”. Pero, además, viene a coincidir con la semiología del mensaje publicitario (El mundo no es otra cosa que la forma en que ha quedado dicho mediante algún lenguaje) y concuerda, asimismo, con una poesía de Antonio Machado: También la verdad se inventa.

El cuento de Italo Calvino viene a colación de expresiones como drogadependencia (o drogodependencia) y adicción, que atribuyen a las sustancias la responsabilidad de ciertos perjuicios que son propiedad de los humanos. Esto es al menos extraño, porque si bien las drogas fueron consumidas desde la Antigüedad, sólo a finales del Siglo XIX se empezó a referirse a ellas como si fuesen un flagelo o una enfermedad.

Fue recién con el advenimiento de la psicofarmacología moderna, y tal vez por su influencia, que consumir tóxicos fue considerado como una organización psicopatológica autónoma.

Pero, una vez formulada esa noción y tal como pasó con aquella dama y con su deseo de amasar unos tallarines, llegó el momento en que, el diagnóstico “drogadependencia”, no pudo sostenerse por sí mismo. Y entonces se produjo otro big bang: la psiquiatría recurrió al médico generalista y éste convocó a la psicología, y el psicólogo pidió el auxilio de la bioquímica que, a su vez, demandó a la pedagogía y a la justicia, y el alud fue creciendo hasta que, entre todas las disciplinas, convocaron a la policía para que apresara al drogadicto que había adquirido el doble estatuto de enfermo y delincuente.

La hipótesis de este texto, de la cual sólo se brindará un segmento, surge de un extenso trabajo de campo, auspiciado por instituciones diversas (desde hospitales nacionales a la selección juvenil de fútbol de la AFA) y solventado con aportes privados. Y uno de sus propósitos es señalar que, la drogadependencia, es una teoría construida de apuro y que genera diversos daños, entre los cuales deben mencionarse:

1º Organiza su saber alrededor del objeto-sustancia y no del sujeto-persona.
2º Establece una “terapia” que depende de discriminaciones policiales y legales que la carcomen.
3º Centra el daño en el tóxico y de esa manera oculta los múltiples perjuicios que padecen las personas.
4º Propone una categoría psicopatológica a partir del consumo de una sustancia y no se entiende de qué manera, y tan sólo por el apego a una misma droga, las personas serían similares y les correspondería el mismo tratamiento.

5º Supone que a una persona se le puede ordenar que se cure.
6º Realiza tratamientos que heredan lo peor de la psiquiatría: encierros, violencias y drogas contra la droga (metadona, psicofármacos, etc.).
7º Obliga a pensar que, la drogadependencia, es una construcción social, mediática y política y el eje de un discurso legal, sanitario y militar.

Para llegar a sus formulaciones, este trabajo entrevistó extensamente a 130 mujeres y varones en varias ciudades de distintas provincias argentinas, consultando a choferes de micros de larga y media distancia, periodistas, presos en cárceles, pacientes internados por consumo de tóxicos, habitantes de villas miserias, deportistas y alcohólicos en recuperación.

En cuanto a los planteos teóricos, hay que señalar que siguieron el camino trazado por autores como Sylvie Le Poulichet (Las narcosis del deseo, Amorrortu, 1996). Y también por el grupo TyA (Toxicomanía y Alcoholismo) y sus tres ejemplares de Sujeto, goce y modernidad (Atuel). Se recurrió, además, al formidable aporte de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (Drogas, mejor hablar de ciertas cosas, compilado por Patricia Sorokin en 1997).

Alucinaciones cotidianas

Se trata, en principio, de precisar las cualidades del acto llamado “drogadependencia”. Suele decirse, por ejemplo, y es algo más que un eufemismo, que ciertos tóxicos atraen por su condición de alucinatorios. Pero lo cierto es que, más allá de que puedan desencadenarlas, quien produce las alucinaciones es el ser humano. Y no necesita drogas para hacerlo.

Una primera demostración de que la mente humana es experta en crear visiones son los sueños, durante los cuales hasta se puede conversar con personas fallecidas, dato indicador de que lo inconsciente no tiene sobre la muerte el mismo registro que la conciencia.

Sobre los procesos alucinatorios se puede recurrir a un caso extremo que quien escribe tuvo oportunidad de conversar, hace dos años, con algunos de los involucrados.

En 1978, acorralados por seres demoníacos y serpientes con rostros humanos, unos mapuche del Lago Aluminé, en Neuquén, consumaron la Matanza de Lonco Luan. Con ganchos de carnicero y a garrotazos asesinaron a tres niños pequeños y a una mujer. Una vez detenidos, los psiquiatras buscaron en ellos las sustancias que habían causado las alucinaciones. Pero se encontraron con que los nativos, todos fieles pentescostales, deploraban los tóxicos, incluyendo al alcohol y al tabaco.

¿Qué había sucedido con estas personas luego declaradas inimputables? Después de rezar durante varios días, sus propias palabras terminaron actuando como sustancias alucinatorias.

Esto hace presente el hecho de que, en verdad, también la palabra puede actuar como una droga: seduce en la voz del locutor, excita sexualmente cuando se la lee en un novela erótica, y empuja a la violencia y al crimen cuando la pronuncia el tirano.

Este poder de la palabra no debería sorprender. Los psicólogos posteriores a Jean Charcot descubrieron que, las lesiones histéricas (parálisis, cegueras, sorderas selectivas), que sólo se curaban a través de la palabra, se comportaban como si la anatomía y los fluidos químicos corporales no existieran.

Un caso extremo, tanto del poder de la mente sobre lo orgánico como sobre la capacidad humana de producir alucinaciones sin drogas, es la hipocondría. En el curso de esa neurosis el órgano enfermo (que en verdad está sano) es realmente alucinado. Y otro fenómeno apasionante, y casi inverso, es el del “miembro fantasma”, cuando el órgano perdido sigue siendo percibido por la persona, aunque ya no lo tenga.

El doctor Carlos Malvezzi Taboada, director del Instituto Gubel de Hipnosis y Medicina de Buenos Aires, narró de qué manera, a una persona hipnotizada le apoyaron un lápiz en un brazo diciéndole que era un hierro caliente y no sólo gritó, sino que también se le enrojeció la piel.

Hay que recordar, en cuanto a la hipnosis, que Sigmund Freud tuvo que abandonarla porque sus pacientes se hacían adictos a la palabra (basta encender la radio para entender que hay personas que no pueden parar de hablar y otras que necesitan escucharlas para poder dormirse).

La sospecha de que el tóxico no es la sustancia, se corrobora al conversar con los experimentados Alcohólicos Anónimos: hace años que dejaron de tomar, dicen sus integrantes, pero sin embargo siguen siendo alcohólicos. Y esto aporta un dato extraordinario sobre la mente humana: hay personas esclavizadas a sustancias que, en algunos casos, hace 20 ó 30 años que no consumen…

Pero muchos miembros de Al Anon, interrogados a fondo, admiten que lo que en ellos hay del alcohol “no es real, sino una imagen alucinatoria”. Y la frase deja en ridículo algo publicado por el diario más vendido de la Argentina (5.12.04), junto a una “investigación” de la secretaría contra las adicciones y el narcotráfico, donde se dice que “para ser alcohólico es necesario tomar cinco latas de cerveza por día”. ¿Por qué entonces son alcohólicos quienes hace años que no toman?

El objeto droga sólo puede ser precisado en un laboratorio. En el cuerpo humano sufre una metamorfosis que introduce cambios de los significantes y las imágenes. No es extraño, al respecto, que muchos chicos digan que toman un “Roche” (flunitrazepam) para “ponerse pilas” cuando en verdad se trata de un poderoso inductor del sueño.

Abstinencia y sustancias

Carlos Marx, en el Programa de Gotha, habló de algo que fue determinante para el Siglo XX: la satisfacción de las llamadas necesidades básicas. Pero luego de Marx, y sin desmerecer el postulado de que cada persona debe tener lo necesario para vivir, Sigmund Freud agregó lo difícil que es establecer cuáles necesidades son las básicas. Porque hay sádicos que, básicamente, necesitan perjudicar a los otros y masoquistas que se satisfacen al ser perjudicados.

El aporte freudiano vino a indicar la insuficiencia de los conceptos de necesidad y de razón cuando se trata de captar el deseo humano. Porque los seres parlantes exigen satisfacciones que producen una ruptura con todo lo que podría llamarse necesario.

Se podría reflexionar, inclusive, sobre si el fracaso del comunismo no fue paralelo al triunfo de los megamercados planetarios y sus góndolas, cargadas de objetos no siempre necesarios. Pero lo que sí indican esos objetos es que, para el ser humano, lo necesario no se corresponde con lo orgánico, sino con unos datos absolutamente nuevos y desconocidos para el resto de los seres vivos.

“Entre los ser-dicentes (o humanos)”, dice el filósofo argentino Jorge Alemán, “cualquier necesidad está en verdad alterada por los artificios que la estructura del lenguaje ha construido en la emergencia de la subjetividad”.

Lo que llaman “la droga” (¡en singular, como si fuera una sola!), actúa sobre una dimensión del cuerpo que no es la instintiva. Se trata del “cuerpo pulsional” –como lo llama el psicoanálisis–, que está troquelado por el lenguaje y que va “perdiendo carne” y “adquiriendo espíritu” a medida que se inscribe en la cultura.

Se han ejecutado “lavados de sangre” que no dejaban ni un rastro de droga. Y sin embargo, al salir de hemoterapia, los pacientes reclamaban el tóxico, alegando que se lo pedía el cuerpo. La falta de recursos teóricos hizo entonces que, estos somatistas a ultranza, dijeran que a la dependencia corporal se sumaba otra de carácter psicológico.

Ese criterio, aún reinante en los centros de asistencia, no hizo más que ratificar la elementalidad de un pensamiento que plantea una absurda dicotomía, como si el cuerpo y la mente fuesen territorios diferentes.
Si para dar un ejemplo demasiado gráfico sólo se tuviera en cuenta al “cuerpo real”, se podría decir que un beso en la boca no es más que la unión de la entrada de dos tubos digestivos. Pero un beso, para el “cuerpo pulsional”, es tan tan excepcional que, cuando al escritor Máximo Gorki se lo dio una dama, le provocó un desmayo.

Lo que se trata de establecer es que, para los seres humanos, cualquier cosa puede ser una droga. Y ese es el motivo por el cual no se las puede combatir.

Y por eso mismo es imposible combatirlas a todas.

Por otra parte, y para que un objeto provoque dependencia, no es necesario que sea una droga. Aunque no consuman drogas, también son adictos los religiosos fanáticos (alcanza con pensar en la Matanza de Lonco Luan).

Hay personas que dejan de consumir cocaína cuando se vuelven adictas a la biblia, droga que no siempre es menos grave. Y existe también la masturbación que, sin sustancia extracorpórea alguna, suele ser la primera adicción en adquirirse.

Para usar metáforas “retro” podría decirse que la llamada adicción es un espantajo actual que, como el cortaplumas de MacGyver, puede usarse para cualquier cosa. Porque hay adictos al sexo, al trabajo o a la comida. Y cuando algo sirve para explicar todo es, en verdad, porque no explica nada.

Hay personas “adictas” a tóxicos que no son drogas (como el juego, que según la lotería “es perjudicial para la salud”), y otras que lo son a medicamentos que generalmente se usan como drogas (los psicofármacos).

Los que hablan de droga-dependencia y ponen en primer lugar al tóxico y luego a los humanos, gritan que hay que “combatir la droga”, como si para terminar con los suicidios hubiese que atacar a los balcones. En verdad no hacen más que compartir la filosofía del divertido Agente 86: “Todos los malos son de Kaos y todos los buenos de Control”.

La era del tóxico

A principios de los 80, lo más consumido eran el alcohol, el tabaco, las benzodiazepinas (sedantes), las anfetaminas o los medicamentos como Artane o Akineton, sustancias con las cuales el noviciado argentino de la droga ingresaba a las alucinaciones y el hastío.

Pero hoy, a la marihuana y al alcohol (que dejó los lugares cerrados y ya se toma en la calle), y a la resaca mortal de la cocaína, llamada “paco”, se agrega una infinita cantidad de sustancias: en las terminales de trenes o de omnibus los niños consumen pegamentos que permiten eludir la sensación de frío pero acarrean hepatitis tóxica, labios quemados, destrucción muscular y alucinaciones liliputienses (ver pequeñas a personas grandes).

Tampoco se debe obviar al floripondio, que ha cercenado vidas jóvenes y es la bella flor de una enredadera que puede encontrarse en cualquier plaza y hasta en el patio de un colegio secundario, o al cucumelo alucinógeno (bosta del Cebú), o a la mortal dipirona que se vende en cualquier quiosco; o a los tubos de neón que en la Villa 31 de Retiro, con la boca ensangrentada, chupan algunos chicos porque, dicen, tienen “un polvito blanco que produce sensaciones”.

En tanto, la política de nuestro país mira hacia otra parte cuando al consumidor lo matan medicamentos psicoactivos o alcohol, o es un chico destrozado por los inhalantes, pero grita cuando lo que se consume es cocaína o marihuana. Es un comportamiento que ha sido verazmente calificado: los preocupados por la droga en la Argentina suelen ser “avesteros” (mezcla de tero y avestruz, frase del especialista Alberto Calabrese).

El poder que dictamina cuál es nuestro bien aclara que, cuando dice drogas, se refiere a las prohibidas. Pero Fernando Savater, pregunta con razón: “¿No será la misma prohibición lo que las convierte en drogas?”. Y podría agregarse: ¿No será que esa misma prohibición es la que genera la figura del drogadicto y hace que las drogas sean cada día más caras, más deseadas y más adulteradas?

En un sistema de vida que con justicia se llama “sociedad de consumo”, cada vez más gente vive de las drogas, de su venta, de su represión o de su tratamiento. Y tanto es así que, en la encuesta realizada por el autor de este trabajo, muchos entrevistados dijeron que compran las drogas en casas de familia donde las comercializan. La mayoría de los entrevistados están convencidos, además, de que gran parte de las autoridades políticas y policiales del país están involucradas en el tráfico de drogas.

En 1988 el Senado norteamericano (EEUU) declaró la guerra a la droga, porque en ese país los tóxicos constituyen un problema de seguridad externa y de recaudación fiscal. Pero los más duros combates no los libra en el territorio de la demanda (Estados Unidos) sino en el lugar de la oferta (América Latina y el Caribe).

También la Argentina, entonces, ajustó las tuercas en la lucha contra el narcotráfico. Pero a poco de andar, mientras los aviones salían de Ezeiza cargados de drogas que recién se descubrían al llegar a España, aquí las cosas se pusieron mal. Escribió la doctora Nelly Minyersky, especialista en Derecho Civil, en 1991: “Los detenidos por infracción a las leyes relacionadas con las drogas son el 44 por ciento del total y por esta causa aumentó a casi el triple la población carcelaria en los últimos 10 años”.

Y agregó estas cifras al tomar los casos extremos de imputados y evaluarlos por sustancia: la mayoría de los imputados lo estaba por tener menos de un cigarrilo de marihuana (48.21 por ciento) y menos de un gramo de cocaína (62.24 por ciento). (Del libro Drogas, mejor hablar de ciertas cosas).

En los Estados Unidos, además, había un muerto cada 44.643 personas que consumían tóxicos. Mientras en Holanda, donde se reducen los daños repartiendo jeringas en las cárceles y en los centros religiosos, había un muerto cada 357.143 consumidores. Y sin embargo, la Argentina, en cuanto a la prevención, no sólo se agrupaba junto a Estados Unidos sino que hasta repudiaba la experiencia holandesa. ¿No será, también ésa, una forma de droga-dependencia?

Epidemia y Poder

¿Qué es la verdad? Michel Foucalt, para decirlo, recurrió a a la carrera de carros entre Antíloco y Menelao, en el homenaje a Patroclo, en la Iliada. Antíloco llegó antes pero Menelao se quejó de que hizo trampa. Como el juez no dijo nada, el litigio fue entre ellos dos. ¿Cómo establecer la verdad? Menelao pidió a su rival que jurase no haber cometido una falta, poniendo su mano derecha sobre la cabeza de su caballo e invocando a Zeus. Antíloco se negó y admitió así la irregularidad.

La verdad, en este caso, se construyó a partir de una idea (religiosa). Y su poseedor obtuvo el Poder, porque el Poder siempre necesita verdades que lo sostengan.

Lo mismo sucede en salud pública. Las enfermedades son constructos, artificios, maquinarias conceptuales. Y aunque el conocimiento científico avance, el personal médico siempre forma parte de sistemas sociales y comparte sus valores.

En el constructo drogadependencia suceden las mismas aberraciones que en los comienzos de otras crisis. Al principio de la peste negra se decía que no podía provenir de una rata, porque el hombre estaba “por encima de la rata en la mirada de Dios”. Y para las universidades italianas del Siglo XV, la sífilis derivaba de una conjunción de Júpiter y Saturno ocurrida en 1484.

El consumo de tóxicos actual (como los accidentes de tránsito) son el síntoma de una vida en la que el otro no existe (se aprieta “suprimir” y desaparece). Y la obra de una sociedad que, al no reconocer la alternativa de otra sociedad diferente, se considera sin la obligación de probar sus presupuestos.

Uno de los mayores peligros del consumo intravenoso es en la actualidad la transmisión del VIH. Pero las autoridades no lo saben y sólo dicen aquello que sus integrantes creen: “No intercambien las jeringas”. Pero saben o no quieren saber que, quienes se drogan, no las comparten, sino que las dejan (con su sangre) en la misma “cazuela” en la que mezclan las sustancias.

Por otra parte, es la primera vez en la historia en que el paciente, cuando llega a la consulta, cree que todo su mal procede de una droga y trae su propio diagnóstico: “Soy adicto”, dice. Al respecto, el psicoanalista Ernesto Sinatra, señala que “aceptar sin más el nombre con el que alguien se designa es una manera de crear ignorancia y de establecer, entre el que habla y el que escucha, una complicidad para no saber”.

Millones de personas mueren anualmente en el mundo por el consumo de tabaco y los resultados del alcohol son tan graves que, si no fuera indebido priorizar una patología sobre otra, debería haber más preocupación por el alcohol que por la marihuana y la cocaína. Y por otra parte, los genocidios de la historia química, no sólo los consumaron las sustancias prohibidas: la teratología (del griego Teratos que significa monstruo) alcanzó su mayor significación con una droga de venta libre, cuando miles de bebés, en 1961, nacieron deformados por el sedante Talidomida.

Se puede recordar, finalmente, un hecho social. Los ilotas de Esparta eran una categoría entre la libertad y la esclavitud. Se los declaraba independientes si aceptaban absoluta sumisión a Grecia. Y eso sí es de temer: que jóvenes que tienen la libertad como bandera terminen siendo ilotas, esclavizados a una sustancia.

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* Periodista y escritor.

fronteraluis@gmail.com.

En el periódico de psicología argentino El Otro (www.psi-elotro.com.ar), en que se advierte que el artículo fue originalmente publicado en la revista Noticias de Editorial Perfil en setiembre de 2007.

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