La humanidad. – LOS RUINOSOS PILARES DEL PROGESO (II)

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

En 1960 un estudio sobre los aborígenes australianos realizado por McArhur y McCarty empezó a desmentir otro de los mitos progresistas que dice que los avances tecnológicos acarrean necesariamente reducción de horas de trabajo y reducción de esfuerzos físicos.

Haciendo un recuento del tiempo de “trabajo” de dos poblaciones aborígenes llegaron a la conclusión de que estas labores no les quitaban demasiado tiempo: dedicaban en total una media de entre 3 hs 45 min y 5 horas diarias a un conjunto de actividades diversas que abarcaban la caza, la recolección, la preparación de comida, la preparación y reparación de herramientas, y la construcción y reparación de la exigua vivienda.

No necesitaban invertir en todas estas tareas ni la mitad del tiempo que dedicamos nosotros al mero hecho de conseguir dinero (a parte debemos contabilizar todo ese tiempo que gastamos en comprar, arreglar la vivienda, limpiarla, vestirnos de la manera requerida para producir, desplazarnos al lugar de trabajo, etc.). Pudieron constatar también que estas actividades no eran para ellos ni una ardua labor ni nada agobiante.

No las toman “como un trabajo desagradable que haya que completar cuanto antes sea posible, ni tampoco como un mal necesario que deba posponerse tanto como se pueda” (en Sahlins, 1983: 31). Más aún, lo cierto es que no las tomaban como “trabajo” alguno. De hecho, no tenían palabras para diferenciar trabajo de juego, ni para diferenciar el trabajo como una actividad diferenciada en términos de “producción”.

McArthur y McCarty obtuvieron estos datos a partir de una observación de una semana –en el campamento donde se “trabajaba” 5 horas– y dos semanas –en el de las 3hs 45 min.–. Una observación mucho más prolongada y minuciosa fue la efectuada por Richard B. Lee en el desierto del Kalahari. Sus resultados fueron aún más sorprendentes: los bosquimanos dedican a la caza y a la recolección una media diaria de 2 hs y 9min los hombres y 2 hs y 10 min las mujeres. Las tesis que consideraban la vida primitiva como una vida al borde de la subsistencia, aquí, como en el caso australiano, eran negadas, precisamente para las poblaciones que se suponían más acuciadas por la subsistencia: los cazadores-recolectores que viven en zonas desérticas.

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Los bosquimanos “trabajando” poco más de una media de dos horas al día –15 horas semanales– obtenían al día, contabiliza Lee, unas 200 calorías más de las que necesitaban y, al contrario de lo que se pensaba, comían una sorprendente variedad de alimentos. De hecho, no comían muchas especies animales y vegetales de las que aún así consideran comestibles. Y no lo hacían por el hecho de que a su paladar tenían peor gusto. Por último, Richard Lee rechazaba la hipótesis de “al borde de la subsistencia” al percatarse de que cada año se pudrían en el suelo millones de nueces mondongo, que eran su principal fuente de alimento.

Definitivamente, dedicaban mucho menos tiempo que nosotros a labores de subsistencia (ni la tercera parte) por el simple hecho de que no querían, y porque tampoco necesitan, más. No ansiaban la maximización de beneficios. Preferían organizar su vida para el placer, la ritualidad social y para el relax que para la acaparación, siendo contrarios al homo oeconomicus y también contrarios a las formas de autoritarismo despóticas (según Silverbauer nada está peor visto que esto entre los San).

En este sentido parece que no es del todo exagerado decir que la organización de su vida era mucho más racional que la nuestra, a mucho menor “nivel» de “progreso”. Pero esto no sólo ocurre entre los cazadores-recolectores que aún persisten en las tierras desérticas, sino también en las zonas selváticas y los bosques.

Los Hadza viven en un terreno más fecundo. Según Woodburn las gentes de esta tribu parecen mucho más preocupadas por los juegos de azar que por los azares de la caza. Dedicaban alrededor de un par de horas al día para la consecución de alimentos (Woodburn, 1983).

Entre los Mbuti de la selva del Congo, estudiados por Turnbull, la realidad era parecida. Las fiestas entre ellos eran muy numerosas: cuando daban caza a un elefante trasladaban el campamento a donde moría el animal y se pasaban una semana de fiesta continua sin preocupaciones. Cuando había alguna riña o disputa se convocaba el molimo (una fiesta tribal asamblearia para dirimir litigios) y una vez solucionado se realizan fiestas, exhuberantes de comida, que duraban toda la noche. El fin era devolverle la alegría al espíritu de la selva, al grupo también. Cualquier excusa valía para hacer una fiesta. (Turbbull, 1984). La temporada de la miel, que dura un par de meses al año, era ya de por sí una fiesta continua, como también ocurre entre los Semang malayos, que de igual modo gustaban de este manjar que la naturaleza les regala con prodigalidad (Murdock, 1945).

Los bosquimanos vivieron durante siglos rodeados de bantúes que practicaban el pastoreo y la agricultura, pero nunca lo adoptaron. Esto a un progresista del viejo paradigma le podía parecer sorprendente. Richard Lee les preguntó el por qué, los bosquimanos le contestaron con otra pregunta: “¿para qué plantar cuando hay tantas nueces de mondongo en el mundo?” A los bosquimanos la agricultura les parecía algo inútil.

A los Mbuti incluso algo despreciable. Ellos rechazaron por largo tiempo –y aún hoy algunos siguen rechazando– la agricultura y la “civilización”: es demasiado dura, demasiado penosa. El trabajo agrícola es más duro y más aburrido, ¿si hay alimento suficiente para qué iban a querer adoptar estas prácticas?

Un error del viejo paradigma era partir de la base de que la agricultura mejoraba el nivel de vida, mejoraba la alimentación y reducía el tiempo de trabajo. Pero esta hipótesis complaciente con las teorías del progreso también se ha visto desmentida.

Como señala Livi Bacci, se ha podido constatar que con la adopción neolítica de la agricultura el nivel de vida bajó, las horas de trabajo aumentaron y la rentabilidad del mismo disminuyó. La alimentación se hizo más pobre y menos variada. La mortalidad aumentó debido a esta precarización del alimento y las nuevas enfermedades derivadas de la contaminación de la producción sedentaria y las enfermedades provocadas por el contacto estrecho con los animales domesticados.

Aún así, la agricultura sedentaria supuso un aumentó drástico de población, al aumentar la fecundidad y la producción de alimentos. Lo cierto es que en lo único en que la agricultura aventaja a la caza-recolección precisamente es esto: que es capaz de alimentar a más población en un determinado terreno. Tiene otra segunda “ventaja”: permite desarrollar con mucha más facilidad instituciones autoritarias que puedan crear y gestionar ejércitos más efectivos, más grandes y más disciplinados que las pequeñas hordas guerreras de los nómadas cazadores-recolectores.

La agricultura favoreció la aparición del Estado y la guerra, si bien solo allí donde las relaciones de poder se articularon de una manera muy concreta.

Es difícil defender que la adopción de la agricultura con respecto a la vida forrajera haya representado algún progreso, como tampoco representó ningún progreso la constitución de la “civilización” y su formación estatal. Desde sus inicios todo lo que cosechó fueron guerras, saqueos, epidemias, trabajos forzados para levantar templos en honor al déspota. El progreso es un mito complaciente con el estado de las cosas.

Como hemos visto, no es posible hablar de progreso en la adopción de la agricultura, ni en términos de deseo ni de bienestar material. Más aún, ni siquiera podemos hablar de un progreso económico ni comparando las tribus cazadoras-recolectoras con las tribus agrarias, ni siquiera en comparación con las civilizaciones. Como decíamos: “la pobreza es un estado social. Y como tal es un invento de la civilización. Ha crecido con la civilización, a la vez como una envidiosa distinción entre clases y fundamentalmente como una relación de dependencia que puede hacer a los agricultores más susceptibles a las catástrofes naturales que cualquier campamento o poblado de invierno de los esquimales de Alaska” (Sahlins, 1983: 53).

Lo cierto es que, cuando Lee midió el tiempo de trabajo de los bosquimanos del Dobe se hallaban en una fuerte sequía, que había repercutido gravemente entre los bantúes pero había pasado casi desapercibida entre los bosquimanos.

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Hablar de progreso es hablar de una sinrazón, y no sólo en cuanto a lo relativo a categorías nuestras tales como la “economía” o el “trabajo”. En lo referente al arte, ¿podemos decir que existe en él progreso? ¿Kandinsky es mejor que Goya? ¿Está más avanzado o desarrollado Hendrix que Mozart? ¿Joyce que Shakespeare? Cada cual tendrá su opinión y gusto al respecto.

Y, qué decir de la ecología. Con la adopción de la agricultura de tala y quema la deforestación fue inmensa, y con la expansión del industrialismo hemos llegado en un nivel crítico.

Qué decir de la felicidad, ¿somos más felices ante el televisor que un primitivo pintando sus cavernas? ¿Por qué? Tampoco existe progreso en cuanto a la libertad o la igualdad sexual: lo cierto es que las bandas de cazadores-recolectores suelen mostrarse mucho más igualitarias y menos antiautoritarias que las tribus acéfalas, y estas tribus más que las primeras civilizaciones. Ni siquiera con la revolución feminista del siglo XX podemos decir con certeza que haya hoy menos patriarcado que en la sociedad mbuti, !kung o batek, en el caso que el término “patriarcado” pueda ser utilizado para hablar de ellos y no sea necesario realmente utilizar un término distinto.

Solemos entender por progreso la mejoría en relación a nuestros propios valores morales y convicciones. Siempre que se habla de progreso se hace un saqueo hermenéutico del pasado desde la óptica del etnocentrismo, un aplastamiento desde el juicio del presente, pero, como podemos ver, ni siquiera en nuestros propios términos existe un progreso muy claro.

Esto no quiere decir que no haya habido grandes mejoras. Tal vez la más evidente de todas guarde relación con la medicina. En Europa, con la invención de las vacunas y la penicilina –además de las mejoras sanitarias y alimenticias– la esperanza de vida se duplicó con respecto a la de la Edad Media. Vivimos ahora mucho más de lo que podían vivir los cazadores-recolectores sin medicina occidental. Aún así, la esperanza de vida de estos pueblos forrajeros tampoco era tan baja como se preveía.

Según Lee, de los 287 bosquimanos estudiados una significativa proporción de la gente superaba los 60 años de edad (un 10%), y el más anciano tenía entre 82 y 85 años. Una vez superada la niñez era normal vivir hasta los cincuenta y pico años. Aquí también, en relación a la esperanza de vida, el progreso vuelve a verse desmentido: es probable que con la agricultura y la irrupción de la civilización la esperanza de vida disminuyese, al menos hasta la revolución científica.

Claro que esto último también debemos decirlo sin hinchar demasiado el pecho: según el informe del PNUD del 2004 hoy en día en 24 países no se llega a los 50 años de esperanza media de vida y Mozambique, Sierra Leona y Rwanda no llega siquiera a los 40 años, que es más o menos la esperanza de vida medieval europea.

De todas maneras, no se critica aquí que la humanidad no haya conseguido mejoras, lo que se critica es que haya cualquier linealidad para mejor o para peor. Se critica también cualquier aproximación teleológica, incluso el trazo de cualquier línea recta para explicar el devenir humano. Se critica incluso el propio concepto de evolución social. La historia avanza a veces con letargo y con prolongaciones, a veces a machetazos. La visión lineal del progreso, o suave y avanzante del evolucionismo aunque sea multilineal, es del todo inverosímil. La división de la historia por etapas que necesariamente se preceden y se suceden también.

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La historia no avanza sino que se atraganta, huye, corre, deja ir, deja estar.

La principal linealidad que ha trazado el pensamiento académico occidental es precisamente la de Occidente como unidad en progreso. Pero su propia identidad –la de la unidad que se quiere pensar como avanzante– es más que difusa. La evolución de Occidente se pretende definir desde mucho antes de la invención de que nadie pensase el propio concepto y a través de un collage de política griega, derecho estatal romano, religión cristiana, ideología Moderna y derecho natural ilustrado.

Observamos hoy como un pensamiento supremacista en occidente, en virtud a tal interpretación histórica pretende legitimar su supuesta superioridad frente a todo lo que es “ajeno” a él. Una suerte de xenofobia que lleva a autores como Samuel Huntington, ideólogo de Estado al servicio de Bush, a definir lo occidental como lo exactamente opuesto al abominable Islam. Pero, puestos a trazar genealogías, las cosas pueden resultar irónicas. De forma provocadora escribía Perlman:

“Las caravanas mercantiles islámicas son la primera red extensiva de tentáculos de largo alcance desde la derrota a manos de los macedonios del pulpo griego. Los musulmanes, y no los bizantinos, son los sucesores de los antiguos griegos. Y ellos lo sabían. Ellos tradujeron la mayoría de la filosofía, la literatura y la ciencia natural griega al árabe y al persa. Los cristianos occidentales descubrirían más tarde la herencia griega no en Grecia sino en la España musulmana, y tuvieron que aprender árabe para recuperar su herencia.

“Los mercaderes musulmanes, como los griegos, redujeron a las mujeres a esclavas domésticas. Se congregaban en el lugar del mercado. Discutieron todo desde la astronomía tolemaica hasta la filosofía aristotélica. Ellos eran conscientes del conflicto entre el racionalismo calculador exigido por sus tratantes y la piedad demandada por sus dioses (singular en el caso del Islam).

Los griegos movieron sus actividades especulativas fuera del templo, al lugar del mercado; los musulmanes nunca habían tenido semejante templo. Los griegos redujeron sus lugares sagrados a ornamentos con los cuales cubrir sus tentáculos comerciales; Los musulmanes recubrieron su tentáculos con ornamentos prestados de los romanos, los persas, los indios que los habían adquirido de los griegos” (1984: 137).

El mayor problema que tiene la teoría del “choque de civilizaciones” es definir precisamente cuáles son esas civilizaciones, tanto en sus orígenes, como en su genealogía histórica, como en su presente (¿es lo mismo el Islam del burka que el que profesan ciertos grupos de Malí donde las mujeres caminan por las calles con los pechos al aire? ¿Dentro de cincuenta años, cuando muy posiblemente la religión mayoritaria en Francia sea islámica, seguirá siendo Francia occidental?).

Una de las grandes aportaciones de la antropología y la historia ha sido precisamente su contribución a la desmitificación de esa visión que consideraba posible definir “grupos culturalmente aislados”, grupos con su propia deriva. Todo lo humano, mucho antes de la globalización, ya desde la prehistoria, se encuentra en continuo proceso de hibridación y mestizaje.

La historia universal es la de la contaminación mutua; la de la continua supresión sensible de la pureza, que sólo puede existir en la historia en tanto que representación falsificante. En ella los grupos devienen y se metamorfosean, redefiniéndose las fronteras conceptuales y los atributos de las sociedades y de las culturas, sin linealidad alguna, desplazando límites, construyendo y derribando murallas.

La antropología del siglo XX pudo constatar la radicalidad de nuestra impureza: incluso los grupos de cazadores-recolectores más aislados estuvieron siempre dentro de redes de trueque material e intercambio cultural. Y, por supuesto, hoy incluso los forrajeros más apartados están dentro de un sistema mundial capitalístico, con sus flujos de capital y weltanschauung girando en torno y dentro de ellos (Wolf, 1982). Lo “civilizado”, lo “salvaje” y lo “bárbaro” no tiene porque ser interpretado de forma secuencial; puede coexistir.

En este sentido una interesante crítica a esta diferenciación por etapas, al clásico salvajes-bárbaros-civilizados, es el apuntado por Deleuze y Guattari en Mil mesetas. Con respecto a su anterior libro, El Anti Edipo, de su pensamiento en Mil mesetas dirán:

“la historia universal de la contingencia ganaba una mayor variedad. (…) En lugar de seguir, como en Anti Edipo, la sucesión tradicional salvajes-bárbaros-civilizados, nos encontramos ahora frente a todo tipo de formaciones coexistentes: los grupos primitivos, que operan por series, y por evaluaciones «del último”, en un extraño marginalismo; las comunidades despóticas, que constituyen, al contrario, conjuntos sometidos a procesos de centralización (aparatos de Estado); las máquinas de guerra, que no se apoderan de los Estados sin que éstos a su vez se apoderen de la máquina de guerra que no comportaban con anterioridad; los procesos de subjetivización que se ejercen desde los aparatos de Estado y en los guerreros, la convergencia de estos procesos, en el capitalismo y en los Estados correspondientes; la modalidad de una acción revolucionaria; los factores comparados, según cada caso, del territorio, de la tierra y de la desterritorialización”
(Deleuze y Guattari, 2004c: 94).

Subrayan el carácter no lineal de la historia. Hacen hincapié en cómo las tres grandes máquinas sociales, salvaje, despótica y capitalista, se yuxtaponen las unas a las otras, coexisten, pelean, se arañan, se sobrescriben, se atrapan, se entrecruzan los flujos.

La máquina nómada o salvaje cuyo cuerpo social está definido por la alianza y los linajes, es entendida como una combinación de “máquina de guerra” y “espacio liso” en contraposición con el espacio estriado del Estado. La máquina despótica, estriada, estatal, es definida como aquella cuyo cuerpo social está lleno por el significante del désposta-divinidad, que edipiza en la sobrecodificación del “cuerpo lleno del déspota” las alianzas y parentescos.

Por un lado, característico de la máquina nómada o salvaje será la ausencia de estado y la codificación del deseo mediante la inscripción de sí misma en los cuerpos (tatuajes, grafismos, figuras visuales, gestos, tonos sonoros, etc.). A su vez, la «máquina despótica bárbara» estará caracterizada por un espacio fuertemente estriado (un Estado férreo) y un sello imperial, cuyo mensaje está inscrito ya no en los cuerpos sino en la figura del Déspota.

La «máquina capitalista civilizada», muy por el contrario, no necesita codificar, ni en los cuerpos ni en la figura del déspota. Ya no codifica ni sobrecodifica, sino que descodifica en flujos desterritorializados convertidos en axiomática económica; axiomática que siempre permite la incorporación de una axiomática añadida, flujo, capital como límite siempre desplazado.

Así entendidas las tres máquinas sociales, salvaje, bárbara y civilizada, no pueden tener un orden secuencial, sino que coexisten. Una máquina salvaje coexiste con otra capitalística y con cierto cuerpo lleno de déspota. Efectivamente, no todo es capitalista en el capitalismo. Y en el despotismo agrario había mucho de capitalístico, monedas, comercio, plusvalías. Existen máquinas salvajes dentro de estructuras estatales y dentro de la realidad internacional capitalística (todas las que la antropología estudió) y también otras tribus con sus símbolos, ornamentaciones y rituales que marcan líneas de fuga (beatniks, hippies, anarquistas, comparsas carnavalescas, etc.) aún dentro o al lado de los flujos de la axiomática capitalista, tal vez edipizados por la figura despótica de un gobernante populista, etc. Nada de secuencias aquí sino rizomas, mesetas conectadas.

Como señalaban en el Anti Edipo, la historia universal es la de la contingencia y no la de la ineluctabilidad, la del deseo y no la de la necesidad, con cortes y límites pero no continuidad (2004: 145). A la remasticada pregunta de por qué Europa y no China u otros iniciaron el capitalismo, no encontraremos respuesta en razones de determinación tecnológica. No es la técnica lo que faltaba sino el deseo.

Fue la confluencia contingente de determinados flujos lo que construyó lo capitalístico en sistema: “Flujos decodificados. ¿Quién dirá el nombre de ese nuevo deseo? Flujo de propiedades que se venden, flujo de dinero que mana, flujo de producción y de medios de producción que se preparan en la sombra, flujo de trabajadores que se desterritorializan” (2004: 230).

Será preciso el encuentro de todos estos flujos, la contingencia de este encuentro, para que el viejo modelo muera y lo capitalístico emerja como instancia hegemónica. Los propios griegos de la antigüedad conocían las técnicas para producir máquinas de vapor, pero no lo hicieron ni dieron comienzo a una revolución industrial, su economía esclavista y sus filosofías producían distinto deseo. La historia universal es la historia de la contingencia, y sí no que se lo pregunten a Cristóbal Colón.

La historia no es ninguna línea recta que vaya ineluctablemente hacia ningún sitio, como algunos teóricos del cambio social han creído ver. La historia teje y desteje su lienzo como Penélope, avanza y retrocede dependiendo del viento, a venda-balazos, dibuja zig-zags, espirales, yuxtaposiciones. La historia está marcada por el poder y el deseo, encontronazos, desplazamientos distintos, vaivenes, marcas de emergencias que dirá Foucault, es decir, los puntos de entrada en escena de las distintas fuerzas. Es el escenario del combate del poder y el deseo. Tiras y aflojas.

“La humanidad no progresa lentamente, de combate en combate, hasta una reciprocidad universal en la que las reglas sustituirán para siempre a la guerra” (Foucault, 1991: 17) como le gustaría pensar a Kant. De hecho no progresa en absoluto; no en un sentido lineal. Lo único que es cierto, como hemos intentado enunciar, es que la historia del progreso, evolucionista y capitalista, no es un relato verosímil.

Hemos estudiado comparativamente nuestra sociedad y las agrarias con las forrajeras y criticado a través de esta comparación la mitología progresista. Pero podía haberse criticado igualmente otros distintos hitos de la ideología progresista: el industrialismo, sin ir más lejos, no fue en su momento un gran progreso. El dolor que causó su primera irrupción, dolor atroz que se extiende aún en la actualidad, acompañado del imperialismo terminó por forjar a Hitler y Stalin, y dos guerras mundiales, entre otras cosas.

La historia es devenir y no progreso. Nada permanece, todo cambia, pero nada tiene que avanzar por rieles determinados, ni siquiera tiene que avanzar en absoluto. Nada tiene por qué avanzar, nada excepto el Tiempo, al menos tal y como lo hemos imaginado con el calendario y el reloj. Solo su abstracción en tanto que abstracción siempre avanza… Lo demás no. Como distintos grupos africanos, los aborígenes de la actual Suecia hace unos milenios adoptaron la agricultura, la rechazaron más tarde, y después la volvieron a cultivar.

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La historia es nómada; ella vagabundea, ella fuga, ella conquista y escapa.

Hay otro ejemplo más conocido de devenir contrario a la lógica pretendidamente sin retorno del progreso: la historia de la tribu más famosa de todas las habidas y por haber. Como señala Perlman en su contra-historia de la civilización, la historia de esta tribu fue la historia de una continua lucha por escaparse de las garras del Leviatán que los convertía en esclavos y volver a lo salvaje. El nombre del libro que recoge su historia de rechazo a la civilización es conocido por todos: La Biblia.

Sus enemigos fueron las primeras civilizaciones despóticas; la egipcia contra la que se levantó Moisés, y aquella otra que era heredera de la primera civilización sumeria, la “ramera Babilonia”. La adopción de la civilización para esta tribu no significó progreso alguno sino esclavización. Una esclavización a la que en un primer momento –cuentan las escrituras– se entregaron voluntariamente, pero de lo que no debieron tardar mucho en arrepentirse. Su lucha fue una lucha contra lo que aún hoy alguno llamaría “progreso”, una lucha contra el Estado, una lucha contra la civilización.

Las múltiples y variopintas direcciones ulteriores que tomaron quienes se consideraban herederos del legado de esta tribu, que irguieron sus propios leviatanes en Roma y Jerusalén y contribuyeron a edificar otros no menos despóticos, son un ejemplo más de las vueltas que da la historia, de lo paradójico de la misma, que se empeña por no seguir ninguna línea recta, ningún fatalismo, ningún infierno, ningún cielo.

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* Ensayista.

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