Marcelo Colussi
Por muchos motivos el siglo XX ha sido, seguramente, el más movido, prolífico y controversial de la historia. Marcó de forma indeleble el curso general de los acontecimientos de la humanidad con una fuerza imperecedera: para bien o para mal nos hizo asistir al surgimiento de incontables procesos nuevos.
Como la revolución científica-técnica imparable aplicada al mejoramiento de la vida cotidiana, las primeras experiencias socialistas, la universalización de la economía y la cultura (hoy día bautizada como “globalización”), guerras con aplicación de las fuerzas más destructivas que se pudieran concebir, inicio de la conquista espacial, inicio de la liberación femenina, aparición del síndrome de inmunodeficiencia adquirida, sociedades masificadas y apoyadas con fuerza creciente en los medios de comunicación, poderes hegemónicos de escala planetaria. Todo esto fue nuevo en la historia y el siglo pasado es su punto de arranque, punto de inflexión del que probablemente no se retrocederá más.
Cada uno de estos distintos aspectos representa, en sí y por sí mismo, un mundo aparte; cada uno ha corrido suertes diversas, con perspectivas futuras muy disímiles entre sí. De entre todos ellos nos interesa ahora particularizar lo correspondiente al discurso contestatario que trajo el socialismo y la suerte que el mismo tuvo durante todo el siglo.
Al hablar de la historia del socialismo, es decir, de la esperanza genuina en un nuevo mundo de justicia, nos referimos no tanto a su génesis y primeros tanteos en el siglo XIX como cosmovisión como a lo que, ya como propuesta madura, significó en las expectativas que fue abriendo. Sin dudas –nadie podría negar esto– movió a lo mejor de la humanidad, en todo sentido: a aquellos más nobles, abnegados y honestos que vieron en su aparición como teoría y en la primera revolución –la rusa de 1917– el inicio de un paraíso posible, el fin de las injusticias, la puerta de entrada a “la patria de la humanidad”. Movió, igualmente, lo mejor que cada uno de los seres humanos podemos tener: el espíritu de solidaridad, la fraternidad, la generosidad auténtica y desinteresada.
Muchas cosas han marcado el siglo XX, por supuesto; pero el inicio de las experiencias socialistas está entre aquellas que más reacciones produjeron, tanto de aceptación como de rechazo. Lo que allí estaba en juego era mucho más grande que lo que podía abrir cualquier descubrimiento científico o tendencia artística. La profundidad de la transformación anhelada produjo pasiones igualmente intensas. Nadie pudo quedarse impasible ante la magnitud de su propuesta.
En cierta forma podría decirse que todo el siglo se vio atravesado por este fenómeno: las primeras luchas sindicales con vistas a socializar la propiedad, el triunfo de las primeras revoluciones socialistas, la reacción del mundo capitalista ante su aparición, la construcción que se empezó a dar en los países que comenzaron a transitar esos caminos, la guerra fría entre los bloques antagónicos que fueron delineándose y el posterior triunfo del capitalismo sobre su modelo opositor hacia finales del siglo, nada de esto dejó de conmover hondamente a cualquier habitante del planeta. Durante los largos años que duró esta pugna entre bloques, entre cosmovisiones, las ideas generadas por el socialismo empezaron a ser moneda corriente en la cultura popular. Nadie se asombraba por hablar de “explotación”, y tampoco eran crípticos términos de cenáculo para iniciados la “lucha de clases”, el “reparto de la riqueza”, la “toma del poder”, el “imperialismo”.
Hoy día, inicios del siglo XXI, habiendo corrido mucha agua bajo el puente y caídas esas primeras esperanzas, sin modelos alternativos a la vista que sirvan de contrapeso a la hegemonía agobiante del neoliberalismo y de la unipolaridad militar de los Estados Unidos, todo aquel discurso de apenas unas décadas atrás parece haberse esfumado. Pero, en sustancia, nada de lo que esas palabras significaban ha cambiado: sigue la lucha de clases, continúa el desigual reparto de la riqueza, el poder continúa en poquísimas manos, el imperialismo se ha acrecentado.
¿De qué se trata en realidad todo este volcán? Las lecturas pueden ser múltiples, antitéticas incluso, y todavía no puede vaticinarse para dónde se disparará el proceso. Pero definitivamente algo se mueve. Se mueve… ¡Y mucho! Todo lo cual evidencia que los problemas del mundo, los problemas básicos que produce este disparate de civilización en el que vivimos donde importa más una máquina que una vida humana, todo eso tiene como fundamento aquello que el viejo Marx denunciaba con vehemencia 150 años atrás.
En realidad no se trata de “vaticinar” qué pasará con esta ola de protestas que ponen en marcha los pueblos árabes; se trata de apoyarlas como momento importante, privilegiado quizá, en la historia. Apoyar, y si se ve que ello es un paso para la transformación social hacia mayores cuotas de justicia, tomarlo como propio, aunque no se pertenezca concretamente al mundo árabe. En todo caso, esa puede ser una batalla más de una lucha mucho más general, más universal, no sólo de los árabes por supuesto. En ese caso: todos somos árabes, todos estamos en la Plaza Tahrir de El Cairo, todos nos hacemos parte de ese volcán que ha despertado.
Pero además vale la pena tomar esta marea que se inició en el mundo árabe como un recordatorio de que, más allá del fenomenal manejo mediático de distracción que nos confronta con otros problemas, importantes sin duda pero menores en definitiva (la delincuencia cotidiana, las cuotas de corrupción, el “mal gobierno”), la lucha de clases no ha muerto.