La muerte de Allende y la bazofia de los perros

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Entendamos. No se trata de defender la memoria de Salvador Allende, del “Perro” Olivares y demás colaboradores del que fuera Presidente de la República chilena. El caso requiere armar el dibujo, encontrar la huella, descubrir quién arroja la piedra. Y por qué lo hace.

El mensaje del artículo de Mackenzie es claro. En sus palabras:

“Las revelaciones del libro son interesantes, no sólo para los historiadores del fracaso de la aventura de la Unidad Popular en Chile, sino para los nuevos amigos latinoamericanos de Fidel Castro, sobre todo para el presidente Hugo Chávez de Venezuela. Chávez y los otros, por más confiables que puedan ser hoy para La Habana, podrían estar siendo objeto de idénticos y siniestros movimientos de control por parte de los mismos servicios que obraron tan bestialmente contra el presidente de Chile».

Tampoco es menester la defensa de Hugo Chávez. y esos “otros” innominados por el periodista colombiano que escribe en París. Lo cierto, en todo caso, es que Venezuela vive un proceso propio de suerte incierta; si se ataca a Chávez desde la derecha sin duda es porque su conducción no aplasta al movimiento popular, que encuentra en los resquicios que deja la organización del Estado oportunidades para no ceder en reivindicaciones que son, con mucho, anteriores a Chávez.

Sucede que el mandatario bolivariano accede a la dirección de este proceso en un momento histórico caracterizado por el agotamiento del “Estado del latrocinio” que se implementa tras el gobierno de Rómulo Betancourt, a poco de la caída de Marcos Pérez Jiménez. Primero por gestos y oratoria, luego con hechos que repercuten hondamente en la conciencia latinoamericana, Chávez contribuye a que los pueblos abran los ojos y no los quieran volver a cerrar: saben lo que verán al despertar.

Tiempos de incertidumbre

Era una instancia propicia para la rebelión: México se debatía –y se debate– en una sima de ineficacia y corrupción casi inmedible; Argentina continuaba la cuesta abajo de su rodada: la década de Menem había empeñado y descuartizado el país, los tristes y pocos años de De la Rúa fueron una fiesta demasiado íntima y para demasiado pocos, no menos corrupta que durante el gobierno que le antecediera, la sucesión fue un contener la respiración, ver si se podía sacar la cabeza del agua; Chile en pleno giro hacia un lugar sin destino, aplaudido por cada una de las instituciones y cada uno de los personajes que los pueblos –la gente en los vacíos discursos de hogaño– ven como su enemigo; Brasil, el gigante dormido al que Lula Da Silva parecía poder despertar –por lo menos lo ha hecho parpadear: esa historia está por escribirse–. Paraguay y Uruguay parecían haber detenido sus relojes.

Las Guyanas como si no existieran. En el Caribe sólo el gran lagarto verde evita la siesta de ron y turismo y hambre. Las lecciones de Granada y Panamá habían sido duras. Puerto Rico no reclamaba su independencia (contra cualquier prueba de razón mínima, el FBI la despertó con el asesinado de Ojeda).

Los pueblos originarios, por otra parte, se movilizaban articulando objetivos conjuntos por primera vez. Remecían la estructura discriminatoria y clasista de Bolivia, la caricatura de seriedad virreynal peruana, estremecían Ecuador.

Mientras, Colombia continuaba con su republiqueta de unas cuantas familias y algunos pocos más ladrones y narcos en lucha con las guerrillas …Una lucha de medio siglo. Centroamérica, por su parte, ni siquiera restañaba las heridas de la lucha en El Salvador, la hecatombe nicaragüense, la sangría de Guatemala, la futilidad costarricense, que –se denunciaba– convirtió a un número no determinando de padecientes en sus hospitales públicos en conejillos de indias de los “grandes” laboratorios estadounidenses.

Nada se pierde, ni en física ni en historia

Chávez, más allá del pintoresquismo “oraliteratural” heredó algunas de las banderas allendistas y de la Unidad Popular que habían estremecido a América Latina, abandonadas –por eso de la modernidad, globalización y tratados comerciales– por la pos dictadura chilena.

Se trata entonces, para mitigar el inevitable, sanguinario, sangriento y paradójico ocaso del ascenso imperial de que la Casa Blanca y la corte de asesores y plutócratas que la mantienen y aconsejan descubrieron el símbolo que Chávez representa. Duro con él, entonces. Pero Venezuela resiste a las andanadas. Ese mulato, mestizo, feo, “enamorado, parrandero y jugador” resulta porfiado. Tiene petróleo, lo escuchan, sabe negociar.

¡Y ese Fidel que no muere!

Así que además de destruirlo al Chávez, hay que acabar con lo que representa. Se ataca entonces a Salvador Allende. Como en el billar, la bola golpea la banda antes que a su objetivo. Allende, así, resulta un cobarde que quiere rendirse. La Moneda, pronto nos lo dirán, jamás fue bombardeada –o lo habrá sido por Migs cubanos–, el presidente nunca tomó un arma, no hubo ese discurso final. Sencillamente lo mató Castro.

¿La lección? Fidel es un traidor. Sólo el “hermano grande” es confiable.

Demasiado burdo –más burdo que las historias de la Guerra Fría–, pero esperan que sea creído. Al fin y al cabo nosotros –los “latinos”– somos una manga de imbéciles corrompidos o prestos y ganosos de serlo. Y el resto de América del Sur y México una patota de indios borrachos que no piensan.

Que su dios imperial los ampare (a juzgar por lo de Iraq, los tiene abandonados).

En la Internet se reproduce, no pocas veces, el artículo en cuestión de Mackenzie, en el 90 por ciento de los casos en páginas y portales de derecha y ultraderecha. Por eso de que Piel de Leopardo no censura tomamos una versión. La siguiente. Los dioses ya no ciegan al que quieren perder. Le hacen escribir imbecilidades.

LA MANO DE FIDEL CASTRO*

Eduardo Mackenzie, desde París.
Según un libro basado en el testimonio de dos ex agentes secretos cubanos, Salvador Allende fue asesinado por instrucción de La Habana.

Salvador Allende no se suicidó, ni murió bajo las balas de militares golpistas el 11 de septiembre de 1973. Durante el asalto al Palacio de La Moneda, el presidente de Chile fue cobardemente asesinado por uno de los agentes cubanos encargados de su protección. En medio de los bombardeos de la aviación militar, el pánico se apoderó de sus colaboradores y el Presidente, en vista de la desesperada situación, pidió y obtuvo breves ceses de fuego. Al final, estaba decidido a cesar toda resistencia. Allende, muerto de miedo, corría por los pasillos del segundo piso del palacio gritando «¡Hay que rendirse!», asegura un testigo de los hechos.

Pero antes de que pudiera hacerlo, Patricio de la Guardia, el agente de Fidel Castro encargado de la seguridad del mandatario, esperó a que regresara a su escritorio y le disparó una ráfaga de ametralladora. Enseguida, puso sobre el cuerpo de Allende un fusil para hacer creer que había sido ultimado por los atacantes y regresó al primer piso del edificio en llamas donde lo esperaban los otros cubanos. El grupo abandonó La Moneda y se refugió en la Embajada de Cuba, a poca distancia de allí.

Esta historia del fin dramático de Allende, que a su vez contradice las dos versiones encontradas que han hecho carrera “la heroica muerte en combate y el suicidio”, surge de dos ex agentes de organismos secretos de Cuba, muy bien informados sobre el sangriento episodio y hoy exiliados en Europa.

La intervención de Cuba

En un libro recién publicado en París, Cuba Nostra, les secrets d’État de Fidel Castro (Cuba Nostra, los secretos de Estado de Fidel Castro) por Ediciones Plon, el periodista Alain Ammar, especialista en América Latina, analiza y confronta las declaraciones que le dieran Juan Vives y Daniel Alarcón Ramírez, dos ex funcionarios de inteligencia cubanos.

Exilado desde 1979, Vives cuenta que en noviembre de 1973, en un bar del hotel Habana Libre, donde miembros de los organismos de seguridad solían reunirse los sábados para beber cerveza e intercambiar informaciones de todo tipo, escuchó esa escalofriante confesión del mismo Patricio de la Guardia, jefe de las tropas especiales cubanas presentes en La Moneda ese fatídico 11 de septiembre.

Durante años, Vives guardó silencio porque –dice– «era peligroso hacerlo» y porque no había otro responsable cubano en el exilio que pudiera confirmar la versión. Sin embargo, cuando supo que Alarcón Ramírez, alias Benigno, uno de los tres sobrevivientes de la guerrilla del Ché Guevara en Bolivia, también estaba exilado en Europa, la idea de dar a conocer los graves hechos cobró fuerza. Benigno confirma la narración de Vives. Los dos conocieron a Allende y a su familia, los dos vivieron en Chile durante su gobierno, los dos escucharon, en momentos diferentes, la confesión de De la Guardia a su regreso en La Habana.

En el libro se describen con precisión los últimos meses del gobierno de la Unidad Popular y, sobre todo, el avanzado grado de control que Castro había logrado ?mediante espías del servicio cubano de inteligencia, operadores y agentes?, sobre Allende, sus ministros y hasta sus amigos y colaboradores más íntimos. De hecho, la llamada «vía chilena al socialismo» había sido desviada por el castrismo hasta el punto de que en el Gobierno algunos criticaban la injerencia cubana.

Allende no era el hombre que La Habana quería tener en el poder en Santiago. A espaldas suyas, Castro y Piñeiro –su brazo derecho en operaciones de espionaje en Latinoamérica– preparaban para el relevo a Miguel Henríquez, principal dirigente del MIR; Pascal Allende, número dos del MIR, y Beatriz Allende, la hija mayor del Presidente, también del MIR, quien en 1974 moriría en Cuba.

A quemarropa

El control sobre Allende se había agudizado tras el primer intento de golpe militar, el 29 de junio de 1973, más conocido como El Tancazo. Cuando Castro supo que los chilenos que rodeaban al mandatario chileno estaban asustados, le hizo saber a Allende que no podía ni rendirse ni pedir asilo. «Si él debía morir, debía morir como un héroe –recuerda Vives–. Cualquier otra actitud, cobarde y poco valiente, tendría repercusiones graves para la lucha en América Latina». Por eso Castro dio la orden a De la Guardia de “eliminar a Allende si a último momento éste cedía ante el miedo”.

Poco después de los primeros ataques a La Moneda, Allende le dijo a De la Guardia que había que pedir el asilo político ante la embajada de Suecia, y para hacerlo designó a Augusto Olivares, “El Perro”, su consejero de prensa. Olivares fue ultimado por los cubanos antes de enfilar baterías contra el Presidente. Según Vives, “reclutado por la DGI cubana, Olivares transmitía hasta los pensamientos más mínimos de Allende a Piñeiro, quien a su vez informaba a Fidel”.

Y según Benigno, un guardaespaldas chileno, un tal Agustín, fue también fusilado por los cubanos. Semanas después del golpe, De la Guardia le reveló el fin de Agustín, hermano de un amigo suyo que vive aún en Cuba, y le dio un importante detalle adicional sobre esa trágica mañana: antes de ametrallarlo, el agente cubano agarró con fuerza a Allende que quería salir del palacio, lo sentó en el sillón presidencial y le gritó: “¡Un presidente muere en su sitio!».

Esta versión del asesinato se había dado a conocer un día después la muerte de Allende. Varias agencias, entre ellas la AFP, resumieron en cuatro líneas el hecho, y el 13 Le Monde publicó el cable: «Según fuentes de la derecha chilena, el presidente Allende fue matado por su guardia personal en momentos en que pedía cinco minutos de cese al fuego para rendirse a los militares que estaban a punto de entrar al Palacio de La Moneda». Según Ammar, esa hipótesis «fue enterrada de inmediato» porque no convenía «ni a los colaboradores de Allende, ni a la izquierda chilena, ni a sus amigos en el extranjero, ni a los militares ni, sobre todo, a Fidel Castro…».

La confirmación que esa hipótesis acaba de recibir de Vives y Alarcón podría ser reforzada en el futuro por testimonios de otros funcionarios cubanos que hasta ahora han guardado silencio y por documentos que reposan fuera de Cuba (ver recuadro). Las revelaciones del libro son interesantes, no sólo para los historiadores del fracaso de la aventura de la Unidad Popular en Chile, sino para los nuevos amigos latinoamericanos de Fidel Castro, sobre todo para el presidente Hugo Chávez de Venezuela. Chávez y los otros, por más confiables que puedan ser hoy para La Habana, podrían estar siendo objeto de idénticos y siniestros movimientos de control por parte de los mismos servicios que obraron tan bestialmente contra el presidente de Chile.

De Panamá viene un barco…

En el libro de Alain Ammar, los dos ex agentes cubanos que sostienen la versión de que Salvador Allende fue asesinado por instrucción de Fidel Castro, dicen que en un banco de Panamá estaría la prueba reina.

De la Guardia, condenado a 30 años de cárcel durante el proceso contra el general Arnaldo Ochoa Sánchez, y hoy en residencia vigilada, habría depositado en un banco panameño un documento en el que describe, entre otras cosas, el asesinato de Allende por orden de Castro, documento que debería ser revelado tras su muerte. Castro habría tomado en serio esta amenaza y por eso De la Guardia se salvó de ser fusilado, a diferencia de su hermano Tony, quien junto con el general Ochoa y dos otros funcionarios del ministerio del Interior, fue pasado por las armas el 13 de julio de 1989.

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* En la revista bogotana Cambio (www.revistacambio.com/html/mundo/articulos/3980).

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