La muerte de un escritor insurrecto

Adriano Corrales Arias.*

Muchos escriben y escribirán sobre la muerte del escritor portugués José Saramago. Sobran las razones: gran escritor, Premio Nobel, acérrimo enemigo de la doxa, polémico conversador, prolífico novelador y ensayista, lucido fabulador, etc. Pero yo escribo por, además de las ya señaladas, otras razones. Fundamentalmente porque se ha apagado una lúcida voz de la esperanza, de la solidaridad, de la otra humanidad posible.

Saramago, un insurrecto que entendió que la estética sin ética es válida, pero no eficaz. La última palabra la utilizo en el sentido no de la eficiencia capitalista tardo/moderna/colonial, sino en términos de la vigencia de la palabra escrita que pretende generar belleza. Porque la belleza posee un claro y decidido componente de decoro.

“Vivimos una sociedad excluida, fragmentada, que hace que cada día desaparezcan especies animales, vegetales, lenguas y culturas, y si no tomamos precauciones convertiremos muy pronto a la Tierra en un desierto”, decía el escritor en una entrevista realizada por poetas colombianos en Bogotá. He allí la implicitud de su trabajo literario. La denuncia de la ceguera, de la máscara que portamos y que no nos permite ponderar la desgracia que se avecina de continuar por el camino competitivo del capital.

Pero la denuncia, mejor dicho, la advertencia, no funciona en un mundo desgajado por la guerra, la miseria, el narcotráfico y la dolarización de la pobreza. La opulencia de las elites que manejan las transnacionales choca con un mundo donde tres mil millones de personas viven con menos de dos dólares diarios. Y esos tres mil millones, y más, no leen novelas. Lo sabemos. Por eso la responsabilidad del escritor contemporáneo es demasiado compleja.

Iván Karamazov, ese personaje perenne de un escritor también perenne, Dostoyevsky, indicaba que “si no nos salvamos todos yo no quiero salvarme”, en una clara alarma proveniente del cristianismo primitivo más solidario. Allí podría estar resumida la ética de la literatura saramaguiana. Por cierto, un escritor que quiso reivindicar a un Jesús/Cristo humano y solidario, no la imagen sufriente y metafísica en que lo han convertido las religiones. Por ello, aun después de muerto, la iglesia católica continúa difamándolo.

Saramago era ateo y comunista. Un ateo y comunista de nuevo cuño sin perder la tradición de lucha europea, pero que supo combinar el humanismo más cristiano expresado en la esperanza de un mundo otro posible y en la solidaridad como única manera de salir del enorme túnel, mejor dicho, de La Caverna profunda, en que la civilización occidental/capitalista nos ha sumido.

Tal vez a través de esos argumentos su literatura alcanzó las tiradas que paradójicamente alcanzó. Los miles de lectores encontraron en sus narraciones la metáfora del hombre unidireccional perdido en una posmodernidad brutal que, sin embargo, se presenta como un mundo feliz, para recordar a Huxley. Y es que Saramago sabía muy bien que la literatura es, quizás, el único antídoto contra la ceguera interior. Y la única forma que encontró para canalizar, de manera brillante, su insurrección solitaria, tal y como y también lo hizo el poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas.

Por ello extrañaremos su voz y su monitoreo cotidiano desde Lanzarote. Sin embargo los insurrectos perviven en la memoria de las sociedades sedientas de metáforas. Porque la memoria, como él mismo gustaba de señalar, es el dramaturgo que pone en escena nuestras mejores imágenes. Y las suyas, las del insurrecto escritor, permanecerán, por suerte para todos, en sus novelas y en sus poemas. Y en las miles de entrevistas y discursos que nos legó.

*Escritor.

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