La muerte del erotismo

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

No hubiera sido equivocado, en 1985, para el centenario de D . H. Lawrence, llorar un poco sobre la mustia tumba del erotismo -aunque podría hacerse cuando se cumplan, en 2005, 75 años de su muerte-. Tenían que ser puritanos ingleses, rebeldes con causa, quienes se inventaron todo aquel mundo de sugerencias incumplidas, de falsos naturalismos, de sensuales exaltaciones contra el espíritu.

Se comprende. Lo monstruoso de los puritanos no es que repriman, sino que nieguen. Pecar, pecamos todos: los católicos se arrepienten, los puritanos lo niegan. Como si no hubiera existido. Prefieren renunciar a la memoria de su placer antes que admitir su oscura existencia.

Por algo se quejaba el pobre Lawrence que pecar ahora ya no era como antes. Y es que un buen día, en los suaves prados de los backs de Cambridge, descubrieron todo lo natural, como aquella madonina de Botticelli disfrazada de Afrodita, cuatrocientos años antes.

Y comenzó aquella extraña fiesta de su liberación: mujeres que se atrevían a fumar, vestidos deportivos, ideas socialistas, conversaciones sobre el sexo. Pasaron de hablar del tiempo y de tomar té discutir de sexo y a viajar por Italia o por Mexico. Quizás hasta se divirtieron. Pero la verdad es que resulta imposible leer la ridícula Lady Chatterly sin soltar el trapo.

Esas florales nupcias entre John Thomas y Lady Jane. Ese sospechoso culto fálico. Esa manía limitativa de la gloria de la penetración. Ese extraño canto ecológico a un simple y mecánico acto, el viejo juego del metisaca, como medio siglo más tarde diría otro ingles, bien es verdad que católico.

En el fondo, Lawrence siguió siendo terriblemente puritano. Obsesionado por el mal, al que llamó pornografía, habiéndole dado por inventar la absurda distinción entre pornografía y erotismo. Aceptar el sexo, pero sin pornografía. Como quien dice, con voz hueca, libertad sin libertinaje.

¿Sexo sin pornografía? Así les ha ido. Han llegado rápidamente al inevitable hastío. Pero si lo único que medio salva es precisamente la pornografía. ¿Qué otra cosa sino pornografía y de la buena es toda esa parafernalia del pecado, de las confesiones, dichas en la oscuridad, y del arrepentimiento hasta la próxima? Sexo sin pecado es como vino sin alcohol. Un aguchirle que poco o nada apetece. Es lo que suecos y otros nórdicos entienden por erotismo: retozar entre brazos, en aburridísimas competencias gimnásticas, que tienen más de proeza que de placer.

Lo que no quiere decir que el otro extremo sea bueno. El otro extremo es la sucia mentalidad de nuestras religiones semitas que ve sexo en todo. Como aquella señora de una novela de Galdós que no permitía juntos la cuchara y tenedor. Como Freud que escribe varias paginas para probar que cundo dos personas maniobran en la acera para cederse el paso es porque ocultan inconfesables propósitos. sexuales.

El sexo, señores, ni tan calvo ni con dos pelucas. Ni sano ejercicio, como el propuesto por esos lamentables manuales acerca del hombre y la mujer sensuales, ni las obsesiones risibles de puritanos, beatos y analistas de toda laya por ver sexo hasta en la sopa.

El sexo, llámese como se quiera, es como todo en la vida: bueno y malo, depende más de con quién se haga de cómo se haga. Además, lo de menos es hacerlo; lo de más es imaginarlo. Claro que eso jamás lo hubiera aceptado Lawrence: que el sexo sea en definitiva cosa mentale iba contra sus principios irracionales, de enemigo jurado de la mente, de ardoroso exaltador del cuerpo y la vida. Se comprende: vivió y murió tuberculoso y sometido a la férula teutónica de la Richtoffen, que le llevaba siete años y veinte kilos. Pobre Sir John.

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* Escritor y médico argentino.
Artículo anterior, Erotismo y pornografía en: www.pieldeleopardo.com/modules.php?name=News&file=article&sid=368.

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