LA REVOLUCIÓN SE CONSOLIDA

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Por fin, se afirmaba entonces, el país había accedido a la democracia plena. El nuevo gobierno se jactaba de ello y cayó en ridículos excesos publicitarios: los medios de comunicación difundían spots –diseñados desde las instancias de la administración pública– en los que se canturreaba; “¡Gracias, Vicente Fox, por la democracia!”

Lo anterior constituye sólo una referencia con el fin de equipararla al momento en que Francisco I. Madero echó a Porfirio Díaz del poder en 1911. Con sus debidas diferencias: la llegada de Madero a la presidencia fue preludio de una tragedia (que al final le segó la vida), en tanto que la de Fox el de una comedia bufa.

Por su condición de clase, Madero no supo más que conformarse con echar al anciano dictador y con el espejismo de la democracia; pero cerró los ojos a los problemas torales –que ya hemos mencionado en capítulos precedentes– y, como se dice por ahí, “en el pecado llevó la penitencia”.

Anteriormente señalamos siete puntos que resultaba necesario resolver para transformar el país. Tales tareas fueron las que correspondería a la Revolución Mexicana llevar a cabo. No sin vaivenes: entre avances y retrocesos; pero exitosa.

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Sin embargo, hoy existen corrientes de pensamiento (es un eufemismo) que tratan de devaluar los logros de aquélla. Son las mismas mentes inmovilistas a las que nos referimos al comentar el periodo juarista; mentes ancladas en un pasado cuya simiente, seca, insisten en abonar en el presente.

Mentalidad criolla educada (también es un eufemismo) en un idealismo ramplón, en un catolicismo convenenciero que cultiva los ritos y desecha el trasfondo cristiano; en la misericordiosa costumbre del limosnero (en rigor lo es quien la da, no quien la recibe); en la dádiva, a través de los patronatos, como medio de “solucionar” la pobreza; en la creencia de que la verdadera fuente de riqueza se encuentra en la concentración de la tierra en pocas manos; en que la forma “justa” de apropiación de aquélla es la renta; en que hay gente inmensamente rica e inmensamente pobre porque así hizo Dios al mundo.

Mentalidad criolla –que describimos en el apartado de la Colonia– que la Revolución se afanó en destruir; pero que hoy, con los gobiernos de 25 años a la fecha, está resurgiendo.

Volvamos al aspecto narrativo.

México, aún habiendo perdido la mitad de su territorio a manos de Estados Unidos, cuenta con un territorio extenso con una diversidad de culturas, formas de desarrollo, origen y costumbres de sus pobladores. Fue por ello que al derrocamiento de la dictadura porfirista y la posterior caída del nuevo régimen maderista la revolución tomó diversos rumbos: existían varios intereses. Y multitud de asuntos pendientes, entre ellos el de más peso por su importancia –dada la dimensión de la población que dependía de esa rama económica– y el luengo tiempo de espera por la solución: el reparto de la tierra. Pero, además, la construcción de un México situado en el solar del presente. Inventarlo, porque el viejo liberalismo, el del siglo anterior, ya no daba soluciones.

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En 1914, Victoriano Huerta abandonó el país. Venustiano Carranza (izq.) se convirtió en el primer jefe de la revolución; en ese carácter dispuso lo que Madero no hizo: destruyó el aparato militar porfirista e hizo ver que sólo unidas las diversas facciones asegurarían el triunfo definitivo de las fuerzas renovadoras sobre los escombros del viejo régimen. Se instituyó un nuevo congreso, en el cual tampoco participaban los emisarios del porfirismo, con miras a la creación de una nueva constitución.

El Rey Viejo, como lo nombra el escritor mexicano Fernando Benítez en obra homónima, pretendía asirse del poder político, a lo que las convenciones de la Ciudad de México y de Aguascalientes se opusieron nombrando un gobierno de la República en el cual Carranza no figuraba.

Luego de un corto periodo, vaivén entre luchas y calma chicha, el Barón de Cuatro Ciénegas fue elegido presidente y durante su periodo se promulgó la nueva constitución (1917). Una ley fundamental que regulaba la tenencia de la tierra y la entregaba en manos de quien la trabajaba, que depositaba en manos de la nación las riquezas del subsuelo, que protegía los derechos de los trabajadores fabriles y mineros, que retiraba fueros a la milicia y al clero, y ponía en manos del Estado la educación, entre otras muchas demandas sociales –para su tiempo– visionarias, pues legislaba sobre temas que correspondían a una sociedad cuyo status México aún no alcanzaba en el terreno de lo concreto.

Sin embargo Carranza comenzó a dar visos de no querer abandonar el poder o dejar en éste a un personero, lo que acarreó nuevas disputas entre los hombres de la revolución; los afines y los no afines. Ante ello, huyó de la capital con destino a Veracruz, pero en el trayecto se enteró que el gobernador de ese estado no lo apoyaría, por lo que interrumpió el viaje y sufrió una celada en la que perdió la vida a manos de antiguos correligionarios.

El siempre insurrecto Zapata, líder de la revolución agrarista suriana, había muerto años antes víctima de engaño fraguado por el general carrancista Pablo González.

Llega el año de 1920. Al nuevo hombre fuerte y genio militar de la revolución, Álvaro Obregón (imagen apertura de la nota.), correspondió llevar a efecto las tareas para consolidar la revolución desde la presidencia de la República: convertir al Estado mexicano no en un vigilante del proceso social, sino ser su promotor. Supo atraer a los depositarios del zapatismo y a los líderes laborales (lo que a la larga sería uno de los lastres del movimiento obrero).

fotoPara el siguiente periodo, que inició en 1924, es electo presidente Plutarco Elías Calles (der.), a quien corresponde enfrentar el intento del clero por doblegar al poder político: La llamada Guerra Cristera. Ésta no es sino la respuesta de las tiaras y las sotanas ante un movimiento social que a fin de cuentas le hizo comprender que los poderes económico y político perdidos desde la Reforma juarista no les serían regresados; la nueva constitución consignaba que la educación debía ser impartida desde el Estado y debería ser laica y gratuita; había más: el viejo diferendo por el Patronato: Calles sugirió la instauración de una iglesia alejada de Roma. La clerecía azuzó a la masa católica que se levantó en armas al grito “¡Viva Cristo Rey!” contra el gobierno.

(Cabe señalar que unas de las últimas beatificaciones y canonizaciones que Juan Pablo II otorgó en el ocaso de su vida estuvieron dirigidas hacia personajes –¿acaso instigadores?–, clérigos y seglares, cercanos a la insurrección).

Los cristeros fueron derrotados militarmente; pero su influencia ideológica –el sinarquismo, una especie de fascismo autóctono- se mantuvo vigente, hasta muy bien entrado el siglo pasado, arropada por asociaciones de tipo religioso pero de carácter violento: enemigos a muerte del laicismo y el ateísmo, y anticomunistas furibundos que actuaban desde lo clandestino contra todo movimiento social, campesino, laboral y estudiantil; contra todo lo que pudiera amenazar el statu quo, que consideran voluntad divina.

Hoy uno de los grupos que recibieron tal legado –el Yunque– forma una de las corrientes del PAN, el partido de quien ejerce la primera magistratura en México: Felipe Calderón.

Obregón pretendió reelegirse y lo logró; pero no alcanzó a tomar posesión: un complot de beatos segó su vida.

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A partir de entonces Plutarco Elías Calles se convirtió en el “Jefe Máximo”; continuó ejerciendo el poder real poniendo y quitando presidentes a su conveniencia amparado en la creación de un partido político que aglutinaba a los diversos sectores económicos que actuaban en la sociedad mexicana: el Partido Nacional Revolucionario (PNR). Así, se pretendía dar fin a las largas disputas que dominaban el escenario nacional desde la guerra de independencia. Se institucionalizaba la revolución para acabar con más de cien años de luchas intestinas (1810 – 1929).

El partido abrazaba a los sectores campesino, obrero y organizaciones que dio en llamárseles “populares” (pequeños comerciantes, profesionistas y otros). Además, se conformaba bajo un cariz unificador, pues daba alojo a los diversos grupos revolucionarios otrora en pugnas militares, políticas e ideológicas (con excepción del clero). Ello parecería una medida acertada, y en su momento lo fue; pero he aquí la otra cara de la moneda: entronó a una elite de liderzuelos emanados de las oscuras masas que repentinamente se vieron dueños de un poder inmenso; igual que a la vieja usanza.

En muchos sitios de este escrito hemos aseverado que origen y herencia son destino, no sólo en lo individual sino en lo social; la institución del cacicazgo anidó en el nuevo partido y en la nueva vida nacional para incubar nuevas formas de corrupción y tráfico de influencias. Y, sin embargo, ahí convivieron con lo más avanzado del pensamiento y acción de los grandes hombres que la revolución engendró.

También dijimos que los tres grandes pilares que sostenían las instancias de poder en la Colonia fueron el jurídico, el militar y el clerical. Ninguno de los jefes revolucionarios estaba comprometido –y mucho menos pertenecía– a tales dominios. Todos fueron civiles; pero, como mencionamos al principio de este capítulo, representaban distintos intereses y partían de grupos sociales (clases) distintas.

La Revolución Mexicana contenía varias revoluciones porque sus promotores y actores tenían orígenes e ideales diversos.

Madero, Carranza, Obregón y Calles provenían del norte del país; una zona donde la ganadería y agricultura eran prósperas; el cultivo del algodón estaba de alguna manera inserto en el proceso económico de EEUU, al igual que la minería, que en algunos casos le pertenecía a la potencia vecina.

Madero representaba al terrateniente, más o menos educado, cansado de un gobierno dictatorial; su visión no iba más allá de la instauración de un gobierno “democrático” (tal como su descendencia –con membresía en el PAN– lo hizo en el año 2000, con la derrota electoral del PRI).

Carranza, hombre de posición económica desahogada, gobernador de su natal Coahuila ya en el ocaso porfirista; quizá el hombre que tenía más claro el camino que debía seguir la lucha: una revolución burguesa, como necesidad, desde el punto de vista histórico y filosófico.

Obregón y Calles. El primero, de ascendencia irlandesa e ingeniero; el segundo, maestro de escuela. Ambos representaban a la revolución que requerían las clases medias emergentes. El primero con un talento empírico en tácticas militares. El segundo, en políticas.

La revolución de los depauperados y de los desheredados de la tierra partió de dos sitios: del norte, Francisco Villa, antiguo salteador; y del sur –una de las zonas que aún mantiene los niveles de vida más bajos y más altos de explotación en la geografía mexicana– Emiliano Zapata, ranchero y caballerango de personajes del porfirismo, quien estuvo asesorado por profesores e intelectuales forjados en el anarco sindicalismo, y ligado íntimamente a los peones acasillados de las haciendas.

Todas esas vertientes y otros poderes fácticos, económicos y militares ávidos de poder, mismo que ya para entonces era difícil tomarlo con las armas, conformaron el PNR.

Nos falta mencionar al hombre que vino a consolidar la Revolución Mexicana el final de la cuarta década del siglo pasado -en los albores de la segunda gran guerra entre las grandes potencias capitalistas que repercutió en todo el mundo–: Lázaro Cárdenas del Río.

Pero ello será materia de la siguiente entrega.

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* Escritor, periodista, cantautor, músico y creador de íconos a partir de la fotografía.
El capítulo anterior de este ensayo y enlace al texto que lo antecede, se encuentran aquí.

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