La tragedia americana (a propósito de El país de la canela)

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Roberto Hernández Montoya*

Uno de los ejercicios más difíciles es evitar sentir rabia ante la barbarie. ¿Cómo ser científico ante el exterminio de decenas de millones de seres humanos en tan pocos años? ¿Cómo ser imparcial ante la demolición en pocas horas de la ciudad Cusco que, según las descripciones, desbordaba caudalosamente el calificativo de maravillosa?

Descendemos de Guaicaipuro y de los que mataron a Guaicaipuro. Es duro descender de una tragedia. Pero peor que la tragedia es ignorar la tragedia. Hay que asumirla de frente, dialécticamente, con la tenaz franqueza con que debemos asumir la muerte o la dolencia. Disimular la tragedia es correr el riesgo de repetirla como comedia, como enseñó Karl Marx.

Pero asumir la tragedia no nos autoriza a buscar culpables donde no están. Una vez un mexicano reclamó a don Ramón del Valle Inclán que los abuelos de este habían asesinado a Montezuma. Don Ramón le respondió:

—Han de haber sido los suyos, porque los míos se han quedado en Galicia.

No debemos comportarnos como el tonto aquel del chiste, que agredió a un español apenas se enteró de la tragedia. Porque no es cuestión de nacionalidad, ni todo alemán es nazi ni todo judío sionista. Pero, con todo el respeto, no me parece recomendable pensar como Jorge Luis Borges, que la tragedia de América es igual a la que enfrentó a romanos y cartagineses. Primero porque no guarda proporciones, al menos en cantidad de gente sacrificada, aunque sí en cuanto a destrucción de una nación. En segundo lugar porque el proceso aún no ha terminado. Solo ha tomado otras formas, golpes de Estado, invasiones, exterminio de la más grande biodiversidad del planeta, latifundio —mediático y del otro—, sicariato, paramilitares, bases imperiales y otros trastornos de homo demens, como Edgar Morin nos llama a los humanos. Son otras formas para el mismo fin. ¿Cuál fin?

He aquí un buen punto de partida para serenarnos y enfocar la tragedia por su flanco tal vez más inteligible. No solo fue que simplemente unos forajidos asaltaron un continente y destruyeron sus civilizaciones. Eso ocurrió, claro. Pero ¿por qué? Nos interesan, pues, por igual, los motivos y los resultados.

Una vez, conversando sobre este tema recurrente en la Plaza España de Santo Domingo, caí en cuenta súbita de que lo que hoy llamamos globalización nació precisamente en ese mero lugar, tal vez en la mesa misma en que me hallaba conversando amablemente. Allí precisamente, donde comienza la acción de El país de la canela, la novela que hoy premiamos con tanto placer y tanto honor.

El marxismo habla de acumulación originaria, primitiva o primigenia ( ursprüngliche Akkumulation ), cuando los medios de producción quedaron en manos de una minoría estructurada, con conciencia de sí misma. Así lo describió Marx en el capítulo 31 de El capital :

El descubrimiento de oro y plata en América, la extirpación, esclavización y tapiamiento en minas de la población indígena de ese continente, los comienzos de la conquista y saqueo de la India y la conversión del África en un coto para la cacería comercial de pieles negras, caracterizan la aurora de la producción capitalista. Esos procesos idílicos son los momentos principales de la acumulación primigenia.

Esta minoría desarrolló una ideología formidable, basada en el propio Adam Smith, que Marx resume así en el capítulo 24 de El capital :

Esta acumulación originaria desempeña en economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana y con ello el pecado se posesionó del género humano. Se nos explica su origen contándolo como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos había, por un lado, una élite diligente, y por el otro una pandilla de vagos y holgazanes. Ocurrió así que los primeros acumularon riqueza y los últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa (que aún hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender salvo sus propios personas) y la riqueza de unos pocos, que crece continuamente aunque sus poseedores hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo.

* Presidente del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg). Discurso en ocasión de la entrega del XVI Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos a William Ospina por su novela El país de la canela .

 

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