Las torres, el fuego

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La memoria engaña como el sendero por la noche. El paisaje cambia. La única presencia insoslayable es la del invierno. Lo que permanece ya no existe. El castigo ajeno será culpa. El remedio duerme en la enfermedad. La laguna azul desolada.

«No hay pérdida de fauna», dicen. Cuentan las hectáreas quemadas.

Tenía ocho años. A las nubes -muy blancas- las hilaba y deshilachaba el viento. El viento.

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El aire olía a libertad (años después me contarían de los anarquistas de la Patagonia). Calamina llamaban -acaso las llamen todavía- a las arrugas de los caminos de tierra, pocos, que permitían aventurarse por Última Esperanza. «Es como el fin del mundo», dijo el visitante.

-No -dijo mi padre- es el principio.

Su Chrysler del 36 o del 39 -ocho cilindros en línea, azul- ronronea la ruta. Vamos a ver las Torres del Paine.

En Magallanes todo se aferra a la vida, como si la hubiera creado o sobreviviese luego de un cataclismo. Por eso las estrellas se ven tan cerca, tan luminosas. Insinúan que puede haber algo al otro lado del silencio, tal vez en el vino blanco.

Se trata apenas de recuperar la infancia. La memoria es un asunto de infancia: de frutillas silvestres, calafates morados, liebres, gatos monteses, cóndores -que se ven hacia el norte del cielo-, paisanos cansinos.

La memoria salva la frontera entre los que vivimos -aunque lejos-, los que se quedaron a la sombra de los cipreses en Punta Arenas y la que no sabemos dónde está.

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Las Torres. Las miraba en 1951 mientras Mac Cloud pacienzudo me enseñaba cómo entenderme con la yegua Ligera más allá de Bories: un hombre, por más que sea un niño, debe amansar su propio caballo. Y el viento.

Al caminar se hunde el suelo. Tembladeral que no preocupa a los árboles que envejecen desde hace siglos un poco más allá. Ni a las pocas arañas hastiadas de humedad. En algunos troncos podridos medran orugas blancas. No muy lejos un zorro anda de caza. El niño comienza la escritura de su primera ficción.

fotoLas bandurrias aprestan el viaje: graznan en pleno vuelo. Paponia era el bar frente a la plaza de Natales. Paponia. Las camionetas preferían el color verde. O el rojo. A partir de mayo se buscan las cadenas: nunca se sabe cuándo llegará la nieve. Los vecinos pican leña.

17 años después de haber visto las Torres hice el amor con una mujer bajo el cielo patagónico, urgencia total más allá del frío y las buenas costumbres. Luego el exilio. Y el regreso a tropezones -pero no a Magallanes, no todavía- para constatar que el olvido no existe. El incendio agitó la memoria. Debo haber tocado alguno de los árboles que se quemaron.

Pero es inútil. Quien debe escribir sobre el desastre del Paine es Hugo Vera Miranda.

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