Los beneficios del pecado

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

fotoNo es lo mismo pecar en latín que hacerlo en griego: para el griego, segunda lengua del Nuevo Testamento, pecar equivalía a estar en falta, carecer de algo, de forma tal que el pecador era un ser incompleto al que le faltara una parte quizás la mas importante de su ser. Mientras que en el latín de la Iglesia, pecar es tanto como tropezar, dar un traspiés, trastabillar, con lo que el pecador pasa a ser un vacilante, alguien de incierto paso, hombre que perdió el camino.

Como fuere, los pecados tienen la extraordinaria virtud de multiplicarse como los peces y los panes. Para eso están las celosas religiones encargadas de prohibir y -a partir de la noción de tabú- trazar la raya que separe a los justos de pecadores. Entonces sobrevienen los decálogos, los mandamientos, las tablas de la ley, toda la acumulación de preceptos cuyo incumplimiento acarrea la caída en el abominable pecado.

Por ello, las religiones fueron las primeras ordenadoras del humano tránsito: por aquí puedes caminar, esto otro es dirección prohibida. Y lo mas importante: la raíz del pecado, el inicio de todo, el pecado original, del que todos y todo deriva. Aun disputan los teólogos de este mundo judeo-cristiano, tan aficionado a hablar de pecados, si el primer traspiés lo fue por ignorancia, por desobediencia o por mera curiosidad.

Ni tampoco fue el primero, que antes unos seres extraordinarios, compañeros de Dios, habían pecado por ambición en una suerte de anticipo golpista por apoderarse del celestial poder. No sólo fallaron por pecadores, sino por la resistencia de los obsecuentes leales al poder constituido que nunca faltan; de allí nacen los ángeles caídos o demonios. Es igual: ganara quien ganase, siempre el otro, el perdedor, habría inaugurado la larga serie de pecadores. Que ni empieza ni termina con Adán, pues en nuestros días son otros los ángeles terribles que cometen el pecado de la desmesura de igualarse al Creador.

«Los físicos han conocido el pecado» -advirtió Oppenheimer al momento de crear la bomba atómica- «y trátase de un conocimiento del que ya no pueden prescindir». Tan enorme es su pecado que bien pueden sobrepasar al mismo Dios: si éste necesitó seis días para crear el mundo, los hombres pudieran destruirlo en cuestión de horas. De modo que hay pecados y pecados.

Pareciera, sin embargo, que las iglesias cristianas prestaran mayor atención a los pecados del cuerpo que a los de la mente. Sus obsesiones con los pecados corporales son harto conocidas y mucho han contribuido al levantamiento de una moral sexual estrecha y agónica. A las iglesias siempre le preocuparon mas los pecados de la carne, que los crímenes y asesinatos.

fotoLa comparación con otras religiones permite averiguar que no todas las morales son de igual cariz y porte. Para el Islam o para el Taoísmo chino, el sexo no solo es una obligación salutífera de los cuerpos normales, sino un camino de salvación hacia la anhelada inmortalidad. «La carne como alfombra del rezo». No parece que a los orientales les haya ido peor (ni mejor, tampoco) con una moral tan enfrentada a la pacatería occidental.

Es muy posible que quien mejor resumiera el sentido de pecado corporal fuera un poeta, por aquello tan lógico de Lord Byron: «el placer es un pecado y, en ocasiones, el pecado es un placer». Ahí justamente reside la sabiduría de esas religiones, tan castas cuan prohibitorias.

Gracias a que ciertos actos son pecado, aun puede el hombre demorarse en ellos y dejan de ser una aburridísima gimnasia, sin mayores variaciones del viejo juego del «mete-y-saca». Es el viejo cuento inglés de aquel marido que sorprende «en el acto», como suele decirse, a su esposa con su mejor amigo -de él-, y solo se le ocurre extrañarse compasivo: «Pero, John, ¿como puedes hacerlo si tú no estás obligado como yo?».

Bendito pecado, que suple la fuerza de las obligaciones. ¿Acaso no sabe mucho mejor la carne en Cuaresma o el cochino en Ramadán o en Yom Kippur? En general, ¿qué sería de esta pobre y miserable civilización (es un decir) sin el pecado?. Los días se alegran, las tardes resplandecen, las noches se soportan y la humanidad sigue existiendo sólo porque el pecado continúa impulsando al hombre a cometer actos fastidiosos, desabridos y carentes de sentido. La prueba: reflexiónese un instante en la triste existencia de esos señores alejados, por una u otra razón del pecado: apagados, grises, hundidos en la melancolía cuando no en la más vacía desesperación.

No viven porque no pecan; como quien dice: no se levantan ni caminan por no tropezar y caer más a menudo.

Claro que tampoco hay que pasarse de la raya a la hora de cantar las excelencias del pecado: todo depende de cuál y, sobre todo, de con quién. Lo segundo es indiscernible por caer en la indeterminada categoría del gusto, pero lo primero, la tipificación de los pecados, siempre permite introducir una valoración por mínima que sea. Por ejemplo la de Wilde, lo suficientemente generosa como para sólo quedarse con una imperdonable falta: «No hay otro pecado que el de la estupidez». Por desgracia tan abundante, tan abundante…

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* Médico, escritor. El artículo anterior del autor puede encontrarse en: www.pieldeleopardo.com/modules.php?name=News&file=article&sid=450.

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