Los jesuitas. – SU LEGADO EN AMÉRICA DEL SUR

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Algunos de los escasos turistas que se deciden a cruzar por tierra la frontera paraguaya, a la altura de la ciudad ribereña de Encarnación, lo hacen siguiendo el rastro de los antiguos asentamientos jesuíticos dispersos en este país, más completos, desconocidos e interesantes que los que se levantan justo al otro lado de la frontera.

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Preciso es reconocer que la gran mayoría de interesados por esta mítica república de carácter cristiano se conforman con un vistazo a la misión de San Ignacio Miní, que la orden levantara en el departamento argentino de Misiones, fronterizo con Paraguay. Sólo los más interesados continúan su periplo hasta alcanzar la sierra cordobesa a la altura de Alta Gracia donde se conserva perfectamente otra reducción.

La utopía construida poco a poco por los jesuitas en América del Sur a partir de 1.554 se levantó en un unificado Reino Jesuítico del Paraguay, país que en su día ocupaba extensas zonas del actual sur de Brasil, este de Bolivia y norte de Argentina. En aquellas extensas y feraces latitudes, definidas por su ondulada tierra roja, su pasto verde salpicado de palmeras y su cielo azul, del que todas las tardes cuelgan las blancas y esponjosas nubes de tormenta, se puso en marcha un experimento social que fue interpretado, por unos, como un dechado de perfección y sabiduría políticas, y por otros, como uno de los ejemplos más acabados de explotación del hombre por el hombre.

Este emplazamiento limitado al este por el Atlántico y por los caudalosos ríos Paraná, Paraguay y Uruguay, no fue el primero de los escogidos para levantar una nueva sociedad de etnia guaraní y directrices jesuíticas. Los anteriores, ubicados más al norte, fueron salvajemente destruidos por las bandas de cazadores de esclavos portugueses conocidos como paulistas, bandeirantes y mamelucos. A su vez su tráfico siniestro se enmarcaba dentro de las tensiones territoriales entre las dos coronas ibéricas.

Leyendas de tesoros enterrados

Al día de hoy muy poco de todo esto puede rastrearse entre las ruinas de las reducciones declaradas, en su conjunto, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Sin duda, las más visitadas son las de San Ignacio, en la vertiente argentina del Paraná, que reciben, según las propias fuentes encargadas de su mantenimiento, unas quince mil visitas mensuales. A menudo incluidas en un circuito que abarca las cercanas cataratas de Iguazú, los visitantes, protegidos del sol por sombreros, vídeo cámara en una mano y botella de agua en la otra, deambulan por entre los gruesos pilares de piedra rojiza, mientras atienden las explicaciones de un guía que dota de sentido a la acumulación de piedras.

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Entre las explicaciones más demandadas por los visitantes figuran aquellas que tienen que ver con el origen de las fabulosas riquezas que se atribuían a la orden que fue capaz de levantar entre aquellos pastizales selváticos, catedrales, bibliotecas, casas de indios, talleres, fraguas y hasta prisiones. La leyenda continua viva hasta hoy y en las proximidades de las ruinas son numerosos los vecinos que han excavado los pozos, explorado las cuevas y que han dedicado una vida a buscar los supuestos tesoros que todavía, en su imaginación febril, esperarían ser descubiertos.

La verdad es más prosaica. El primer contacto de los jesuitas con la raza guaraní se documenta en el actual Brasil en 1.549. A partir de este año la influencia de los padres entre los naturales del país se incrementaría exponencialmente. Al contrario que otras reducciones distribuidas a lo largo de América del Sur las que se establecieron en esta zona ribereña de los caudalosos Paraná y Paraguay prosperaron. La explicación más común destaca que los naturales del país, que fueron previamente sojuzgados con brutalidad por las encomiendas colonizadoras, acogieron como una liberación las enseñanzas y la disciplina de la Compañía.

Eficaces en su labor de evangelización los jesuitas compilaron textos y utilizaron el idioma guaraní en sus prédicas. Lingüistas de excepción recopilaron con prontitud diccionarios y potenciaron, en aras de la eficacia, el uso de la rama más extendida del idioma guaraní. Algunos autores, Leopoldo Lugones entre ellos, sostienen que los jesuitas habían comprendido que la restauración teocrática era ya imposible en Europa. Tampoco parecía factible que los desembarcos de la orden en las costas de India, China o Japón lograran imponer sus tesis en países con sociedades estructuradas y con religiones jerárquicas ya establecidas desde hacía siglos.

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Estas tierras de América del sur, con su escasa y nómada ocupación del terreno, con su riqueza yerbatera (la cosecha de la popular hierba mate, una infusión introducida en sus orígenes entre los indígenas como sustituto del alcohol, es casi exclusiva de esta zona del mundo) eran el terreno apropiado para poner en marcha una utopía social bajo el prisma jesuítico.

Música y armas

Desde los inicios de su expansión los padres contaron con el favor de la corona española que eximió de tributos a los territorios de la “provincia espiritual”. El gran poder de persuasión desplegado por los jesuitas entre los indígenas tuvo como motor la seducción y como herramientas las golosinas, las pinturas y sobre todo la música. En todas las reducciones se han encontrado vestigios, en ocasiones cincelados en relieves, que hablan de la importancia otorgada al sonido de las violas, las arpas, los armonios y las flautas, y de la gran sensibilidad y asombro que los naturales del país mostraron hacia sus acordes.

Las armas de fuego y el hierro, en forma de anzuelos para pescar, de hachas o de arados, fue también un poderoso instrumento que suscitó primero asombro y, más tarde, bien administrado su tiempo por los sacerdotes, la adhesión de los indígenas.

En el apogeo de su poder en las reducciones, los jesuitas fueron hombres de su tiempo, y el barroco, con sus preferencias por los efectos teatrales y su gusto por la tramoya, la escenificación, los juegos de luces y sombras, fueron técnicas exitosas y recurrentes utilizadas para cautivar la atención de los indígenas. La escultura y el relieve fueron también usados en idéntico sentido.

En las iglesias de la chiquitanía boliviana, con sus tejados a dos aguas que recuerdan el origen suizo del jesuita que las proyectó, se guardan estatuas articuladas de madera a las que se cambiaba de indumentaria y se variaba en su postura para ingenuo asombro de los concurrentes.

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Economía planificada

Todos los estudiosos coinciden en que una estricta economía planificada prevalecía en las reducciones. Los yerbales, las plantaciones de algodón, las dehesas, la cría de ganado y los talleres de transformación de materias primas eran comunes. El monopolio jesuítico era absoluto ya que el dinero no tenía aquí cabida.

Los comerciantes tampoco podían entrar con libertad en los territorios controlados por la orden, quien se reservaba el derecho exclusivo de exportación de los productos que en ella se producían y elaboraban. De ahí la importancia concedida por los padres a la navegación fluvial por el Paraná y a la posesión de un puerto, en este caso Porto Alegre en el sur de Brasil, para la salida y entrada de mercancías.

En todos los aspectos de la vida cotidiana se revelaba una disciplina monástica, a la preservación de la cual contribuyó poderosamente el aislamiento de las reducciones. En cada establecimiento, al margen de idas, venidas y visitas, vivían permanentemente dos jesuitas. El vestido utilizado todo el año era liviano y confeccionado en algodón. Los indígenas iban, conforme a sus costumbres, descalzos. La comida, casi exclusivamente vegetal, con un fundamento de maíz preparado y mandioca.

Hay quien ha visto en aquella sociedad igualitaria, sin ricos ni pobres, aislada de influencias exteriores y que se comunicaba casi exclusivamente en guaraní, un experimento social premonitorio del comunismo. Otros estudiosos han primado una visión en la que cobraba peso la férrea organización jesuítica sustentada en el trabajo y la pobreza de los indígenas, encuadrados, sin ellos sospecharlo en una imperio teocrático en el que todos eran pobres excepto los verdaderos amos.

Aunque las interpretaciones históricas son muchas y algunas tienen diferencias sólo de matiz, todas reconocen que los jesuitas allí destacados predicaron con el ejemplo. De los más de doscientos que fueron destinados a esta provincia espiritual, 39 fueron asesinados. La sobriedad y la castidad fueron la norma. Su espíritu estudioso no se relajó con el contacto de la cercana selva y el talento estuvo presente en la mayor parte de los proyectos acometidos. Anteojos, relojes astronómicos, cuadrantes solares e imprentas no fueron instrumentos extraños en las reducciones.

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Sus ubicaciones fueron privilegiadas, generalmente sobre una meseta despejada, por cuestiones de salubridad y vigilancia. Todas tenían la misma disposición completando un vasto rectángulo en el que tenían cabida los almacenes comunes, la escuela, el cabildo, la armería, la prisión, las casas de los indígenas y las de los padres.

La sobriedad y la funcionalidad eran la norma en las construcciones. El lujo y la pompa estaban reservados para la iglesia con unas medidas que alcanzaron los 74 metros de largo y los 27 de ancho en Trinidad (Paraguay). El escritor Leopoldo Lugones recoge en su libro El Imperio Jesuítico que en 1817, una vez que las reducciones habían sido abandonadas, y con seguridad ya asaltadas, el general brasileño Chagas envió a Porto Alegre un botín en ornamentos que alcanzó los ochocientos kilos de plata después de esquilmar las reducciones que se ubicaban en la margen izquierda del Uruguay.

Las que, a día de hoy, se conservan en mejor estado pertenecen al departamento selvático de la chiquitanía boliviana. Después de su restauración han vuelto a celebrarse en su interior oficios religiosos. Al contrario que sus homólogas de Paraguay y Argentina levantadas en sólidos sillares, éstas fueron construidas en adobe y madera. Su humildad las salvó. Las grandes y trabajadas piedras de San Ignacio Miní, Trinidad o Jesús, atrajeron a campesinos y colonos que las extrajeron para utilizarlas en la construcción de sus propias casas y granjas.

Esos mudos testimonios, cada vez más anónimos, al margen de las reducciones, es todo lo que queda en el campo paraguayo de aquel singular experimento social. En las aldeas que las rodean nadie sabe nada ni parece interesarse por las ruinas de piedra roja que parecen surgir de la nada recortándose contra el horizonte. A pesar de su declaración como Patrimonio de la Humanidad los robos de lo poco que queda por expoliar son frecuentes. Rosetones y flores esculpidos en piedra, angelotes, en su día policromos, que tañen instrumentos, estatuas de piedra decapitadas, forman parte de un tráfico más o menos consentido por las autoridades paraguayas.

El poder de evocación sigue siendo, a pesar de todo, muy importante. No responde a ninguna exageración el que en uno de los muros que forman la iglesia de Trinidad un anónimo viajero grabara a punta de navaja “Liber Fridman, pintor y andariego dedica este sencillo homenaje a Juan B. Prímoli, arquitecto, maravilloso constructor de este templo. 17-10-1942”

No fue el único seducido por la visión de las ruinas paraguayas. El urbanista Lucio Costa diseñó la Brasilia más moderna inspirándose en el modelo de las reducciones.

Abandono

Un día de 1.767 Carlos III, por medio de su ministro ilustrado Aranda, dictó un decreto de expulsión de los jesuitas que se extendía sobre las posesiones americanas. fotoUn oficial a caballo y un pelotón de soldados dieron a conocer la orden en todas las reducciones jesuíticas.

Contra las muy factibles posibilidades de resistencia venció la “santa obediencia”. El legado jesuítico fue primero abandonado, después expoliado durante la guerra de la Triple Alianza y finalmente tragado por la selva.

Los jesuitas iniciaron un largo exilio que conoció el destierro y la prisión como capítulos de una larga e inacabada novela. Los guaraníes sometidos, alejados de sus costumbres ancestrales y privados de la conexión con una realidad que no era la suya propia, conocieron la muerte y la miseria casi inmediatamente. El imperio jesuítico abrió las puertas a los bárbaros sin disparar un tiro de arcabuz.

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* Periodista y viajero.
sol2001@euskalnet.net.

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