LOS »NIÑOS DE LA URSS»: EXILIO DE IDA Y VUELTA

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

El año 1937 es el punto de partida de una dramática gesta colectiva llena de historias individuales diferentes. Los puertos de Santurtzi, Gijón, Valencia y Barcelona vieron partir huyendo del avance franquista y, con destino la URSS, a un total de 2.895 niños, de edades comprendidas entre los tres y los quince años.

fotoLa mayor parte de los niños vascos que buscaron refugio en la URSS eran nacidos en Bizkaia –1.085, el 80,2%–. El resto procedía de Gipuzkoa, de los cuales 188 eran de Donosti y poco más de una decena habían nacido en Araba. Terminada la Segunda Guerra Mundial la mayoría se estableció en grandes urbes o cerca de ellas, con preferencia Moscú y Leningrado, aunque no faltaron los que fueron destinados a los Urales o más allá, en Siberia, a pueblos de colonización o a zonas mineras de la costa oriental (Magadán).

Buena parte de aquellos exiliados se ganaron la vida trabajando en fábricas o como especialistas. Gracias a las facilidades otorgadas, en un primer momento, por el gobierno soviético el cuarenta por ciento de ellos pudo culminar estudios superiores. La mayor parte de las carreras escogidas tenían relación con disciplinas técnicas y científicas.

Pese a todo no todos los niños refugiados en la URSS tuvieron similares trayectorias profesionales ni tampoco gozaron de las mismas oportunidades. Estar afiliado al Partido y tener buenas relaciones con la ortodoxia local eran, entre otras, condiciones imprescindibles para el normal desenvolvimiento de la vida diaria.

Entre el colectivo de niños exiliados fueron comunes los matrimonios así como una imagen idealizada del suelo patrio y un deseo de conservar la lengua propia. La añoranza de regresar a casa formó parte importante de los sentimientos compartidos. La primera oportunidad para la repatriación llegó a finales de los cincuenta, veinte años más tarde del desembarco en tierras soviéticas.

Para los que decidieron retornar, la decisión de hacerlo les obligó a agachar la cabeza ante la sociedad y el gobierno franquistas. Recluidos en barrios específicos, como el de San Miguel en Basauri o San Ignacio en Bilbao, la mayoría fueron controlados por la policía del régimen franquista que veía en ellos potenciales agitadores llegados desde el averno bolchevique.

Esa primera vuelta fue aún más dura para las mujeres. En este grupo algunas habían logrado en Rusia una calificación profesional importante. La España de los cincuenta negaba el acceso al mercado de trabajo a estas mujeres, que debían adaptarse al papel abnegado de esposas y madres, tan distinto del activo papel profesional que habían jugado hasta entonces.

Las inadaptaciones fueron frecuentes. Alguno de los que regresaron en esa primera oportunidad volvería a marchar a la URSS ante la imposibilidad de someterse a las condiciones de vida ofrecidas por la España de Franco.

La partida

Casimiro García Cortázar y Pilar García formaron parte del primer grupo de repatriados. Para los dos el nombre La Habana estará asociado en su memoria al buque que los evacuó desde el puerto de Santurtzi en junio de 1937. La confusión de la partida, la ignorancia del futuro inmediato, la emoción de una despedida apenas intuida en su trascendencia, eran sentimientos comunes. Han transcurrido más de sesenta años desde aquel momento histórico pero la voz de Pilar vuelve a quebrarse al recordar la partida.

Pilar subió al buque acompañada de su hermana; Casimiro, con ocho años recién cumplidos, iba solo. Su madre le había despedido momentos antes, en el andén del tren eléctrico que se dirigía hasta el muelle.

Sus historias personales se hicieron colectivas al subir al Habana, un buque de pasajeros en el que fueron acomodados junto a un pasaje multitudinario formado en su inmensa mayoría por niños en su misma condición. Lo peor de la travesía estaba aun por venir. En la costa francesa fueron transbordados al Sontai, un buque de carga chino, el cual –tras superar una fuerte marejada– los condujo a su destino, Leningrado.

Los rostros de Pilar y Casimiro se relajan al recordar el buen trato recibido a partir de entonces.

“Lo primero que hicimos fue pasar por la ducha, una vez desparasitados y limpios nos quitaron la ropa que llevábamos y nos vistieron de marineros a todos por igual” recuerda Casimiro.

Ambos recuerdan el paso por las Casas de Niños con afecto. La comida y el trato eran buenos y a todos se les dio la oportunidad de formarse y de estudiar. Durante la Segunda Guerra Mundial, huyendo del avance alemán, fueron evacuados a los Urales. Cuando finalizó la contienda volvieron a ser trasladados a Moscú, donde los dos trabajaron como especialistas en una fábrica de las afueras de la capital.

“Durante la posguerra la vivienda era muy escasa, sobre todo en Moscú. Encontrar un sitio mínimo donde vivir, al margen de los barracones de las fábricas era casi imposible”.

La fábrica de cojinetes en la que estaban destinados fue el escenario del trabajo y también del noviazgo de ambos. En 1949 Casimiro, natural del pueblo alavés de Murua, y Pilar, nacida en la localidad vizcaína de San Salvador del Valle, se casan en Moscú. Poco después el matrimonio se traslada a Minsk, capital de Bielorrusia, siguiendo a la factoría que les daba empleo.

En 1956 –veinte años después de la llegada– se produce la primera repatriación. La dictadura franquista y el gobierno soviético permiten la vuelta de un barco. Un pasaje de más de trescientos “niños de la guerra” zarpa del puerto de Odessa, en la orilla soviética del Mar Negro, y desembarca en Valencia. Entre ellos estaban Casimiro y Pilar.

“En la URSS estábamos contentos pero sentíamos añoranza de la tierra y de la familia, a pesar de que apenas podíamos recordarlos”.

La vuelta no fue un camino de rosas. El muelle de Valencia, en el que desembarcaron, estaba acordonado por la policía. La mayor parte de los desembarcados eran asturianos o vascos por lo que, con rapidez expeditiva, fueron conducidos a los autobuses que los acercaron a su destino. Casimiro y Pilar recuerdan que la tensión no se aflojó hasta que dejaron muy atrás la costa.

La España franquista utilizó publicitariamente a los retornados pero, al mismo tiempo, los sometió a un férreo marcaje. Casimiro y Pilar fueron obligados a bautizar a su hija y, además, volverse a casar, ésta vez por la Iglesia, para que el régimen los considerase ciudadanos integrados.

En los años siguientes ambos tendrían que declarar repetidas veces ante la policía. En ocasiones los interrogadores eran “rusos blancos”, interesados en conocer de primera mano los pormenores de la fábrica en la que trabajó el matrimonio, las propiedades de los materiales que manejaban y su tecnología.

Colapso de la URSS

La caída del régimen soviético en la URSS sumió a sus habitantes en un destino inseguro. Prestaciones estatales que hasta entonces eran indiscutidas, como el sistema de pensiones, la salud o la seguridad, comenzaron a verse cuestionadas. El intento de golpe de estado contra Gorbachov sumió al país en un mar de preguntas de incierta respuesta. Algunos de aquellos niños de la guerra, ahora ya ancianos, consideraron que la vuelta a sus lugares de origen bien pudiera ser la última oportunidad de pasar una vejez sin sobresaltos.

A finales de los noventa regresaría otro contingente buscando, por enésima vez en sus vidas, la huida del infortunio que les había perseguido desde casi su nacimiento.

El 12 de noviembre de 2005 se representó en el Teatro Principal de Gasteiz el ballet Don Quijote. El bailarín Igor Yebra y el ballet nacional de Lituania adaptaron la obra de Cervantes para los asistentes al Teatro Principal de la capital alavesa. Entre el público se encontraba Gerardo Viana, uno de los niños de la URSS, quien en tiempos dirigiera las Escuelas Estatales de Coreografía de las tres Repúblicas del Báltico. Las casualidades no acababan allí: los padres de Igor Yebra recibieron clase de Gerardo Viana, en el teatro Arriaga de Bilbao, con motivo de la estancia del maestro en la capital bilbaína.

Gerardo Viana, nació en Ortuella en 1925. Como otros tantos niños embarcó el 12 de junio de 1937 en el puerto de Santurtzi. Su memoria fotográfica le hace recordar con precisión numerosos detalles de aquella singladura a bordo del “Habana”, con rumbo a Leningrado. La dureza de la separación, los llantos de niños y padres en el muelle, el transbordo posterior en la costa francesa a un mercante chino apenas acondicionado para un pasaje masivo e infantil, la incertidumbre sufrida en aquella negra sentina entre los mareos y lamentos del resto de niños, permanecen vivos en su recuerdo.

El desembarco en Leningrado puso fin al agónico viaje. Como la mayor parte de los niños exiliados recuerda con cierta nostalgia los años transcurridos en la URSS entre 1937 y 1941.

“Al llegar fuimos alojados en Obninsk y más tarde en Planernaya. A partir de 1939 nos trasladaron a la “Casa de niños número 12” en Moscú y nos colmaron de atenciones. Casi todos los que allí estábamos éramos vascos”.

En aquella casa-palacio todo era suntuoso, los salones relucientes, los techos pintados y las paredes de espejos ofrecían un ambiente lujoso y desconocido para los niños exiliados. Gerardo Viana recibió aquí la noticia de que su padre, Crescencio, había sido fusilado el cuatro de diciembre de 1939 por un pelotón franquista.

Prácticamente todos los testimonios son unánimes a la hora de considerar esos años como los mejores de toda la estancia en la URSS. El alimento era bueno y abundante, maestros y cuidadores eran afables y cuidadosos y los años transcurridos entre el final de la Guerra Civil española y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial se deslizaron para casi todos con una suavidad matizada por la nostalgia de un hogar lejano y de una familia de la que apenas recibían noticia alguna. Quizás este trato explique la buena reputación que entre la mayor parte de aquellos “niños” tenga, actualmente, la figura de Stalin.

“El líder soviético nos recibió personalmente en el Kremlin. Bajo su mandato se nos acogió y pudimos formarnos y estudiar una carrera, cosas todas impensables para nosotros en la España de aquel entonces”.
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La invasión alemana de 1941 puso a la URSS en estado de emergencia y cortó de raíz la apacible forma de vida de los niños republicanos, ya por aquel entonces convertidos en jóvenes. Algunos tenían ya edad de ser movilizados y lucharon en el frente soviético, otros fueron incorporados a la industria pesada y de armamento. Los más jóvenes fueron evacuados a las repúblicas soviéticas de Asia Central huyendo del frente en condiciones muy difíciles. El hambre, el frío y las enfermedades causaban más bajas en aquel entonces que los ataques directos de los alemanes.

“Tuve que abandonar mis estudios de ballet clásico. Me destinaron a una Escuela de Peritaje de Aviación lejos de Moscú. No tardé en fugarme de allí. Añoraba mis estudios y la vida que llevábamos en la capital rusa. Pronto comprendí que mi carrera como bailarín había quedado, quizás, definitivamente pospuesta. La invasión alemana había trastocado todos los planes colectivos y también los destinos individuales”.

Aquellos años estuvieron llenos de épicas personales; de muerte, guerra, soledad y miedo. La vida de Gerardo Viana no fue una excepción:

“Fui detenido por espía aunque afortunadamente todo pudo aclararse sin consecuencias. Recuerdo el hambre, la suciedad y el tremendo frío de aquella época, la sopa de ortiga vieja era todo nuestro sustento. En plena guerra y volviendo de ofrecer una representación teatral el camión en el que nos dirigíamos a un aeródromo fue alcanzado por una bomba alemana. Todos los ocupantes resultaron muertos. Sólo sobrevivimos, con heridas muy graves, mi compañera de reparto y yo”.

Terminada la guerra Gerardo es trasladado a Bielorrusia donde trabajó durante 17 años como maestro educador en orfanatos. La mayoría de aquellos niños habían sido liberados de los campos de concentración nazis.

Gerardo Viana regresa a Euskadi en junio de 1957. Los escenarios de Bilbao y Barakaldo son testigo de sus exitosos montajes y coreografías. Al año siguiente decide volver a la URSS con el fin de regresar de nuevo a Euskadi, esta vez acompañado de toda su familia. Sin embargo las autoridades les impiden, inesperadamente, la salida y deben permanecer en la Unión Soviética.

Gerardo mantuvo vivo con el paso de los años su devoción por la danza y el ballet clásicos. En Leningrado obtendría las licenciaturas de Director Artístico de Coros y Profesor Coreógrafo.

“El Teatro Kirov de Leningrado y el Bolshoi de Moscú programaron mis coreografías con llenos absolutos de público y gran éxito de crítica”. Gerardo Viana realizó giras por toda la Unión Soviética, Mongolia y Europa. En una de estas giras, el dos de mayo de 1978, en la República de Turkmenia, el coche en el que viajaba sufrió un accidente.

“Fue mi gran desgracia. Quedé parapléjico, pero no me di por vencido. En 1990 en el teatro de ópera de Riga monté el ballet Gernika haciendo realidad el sueño de mi vida”.

En 1991 Gerardo Viana y su familia regresan definitivamente a Euskadi, estableciéndose, con la ayuda del gobierno vasco, en Gasteiz. La exigua pensión recibida después de una vida de trabajo en la URSS, una casa de difícil habitabilidad y una creciente sensación de inseguridad, fueron las causas últimas de su retorno. A su regreso el ministerio de Cultura le concedió la Medalla al Mérito de las Bellas Artes.

La segunda generación

Entre los que regresaron a Euskadi en estos últimos años ocupan un lugar destacado los hijos y los nietos de aquellos primeros niños de la guerra. Hombres y mujeres nacidos en la URSS, con el ruso como primera lengua y crecidos entre los estertores de un régimen y en un país que se desmoronaba a marchas forzadas. La vuelta a la tierra de sus padres comportó también gran cantidad de incógnitas y temores.

Elena Olano Mijailova reúne en su persona buena parte de las contradicciones vitales que caracterizan a los hijos de los niños de la guerra. Vive en Gasteiz desde 1991, año en que llegara a Euskadi acompañando a su padre, el Arturo Olano Ereña, y a su madre Victoria Mijailova Nikolaeva. Elena Olano nació en San Petersburgo en 1957, cuando esta ciudad se llamaba Leningrado.
De su padre, nacido en Sondika y trasladado a Rusia en 1937, guarda un vívido recuerdo.

“Mi padre era un líder. Cuando estalló la guerra mundial tenía 18 años pero no le permitieron alistarse en el ejército soviético. En su lugar se le encargó organizar la evacuación de otros niños hacia las repúblicas asiáticas”.

Los trenes de evacuación paraban en cada ciudad esperando poder encontrar cobijo pero el caos y la marea de refugiados era tan grande que todo estaba ocupado. Huyendo del frente el tren en el que viajaba Arturo Olano y otros cientos de refugiados llegó hasta Samarkanda en la república de Uzbekistán.

“Samarcanda fue clave en la vida de mi padre, ya que allí estuvo a punto de morir de tuberculosis y porque conoció a Victoria Mijailova, mi madre, entonces poco más que una niña y que había llegado hasta Uzbekistán después de haber sobrevivido al cerco de Leningrado por los alemanes”.

Después de la guerra Arturo Olano completó los estudios de ingeniería naval, especializándose en el diseño de cascos para buques rompehielos. Durante los años cincuenta el gobierno soviético, aprovechando un programa de intercambio técnico, traslada a Arturo Olano y a su familia a Cuba.

“Guardo muy gratos recuerdos de aquella época. El contraste con la luz y el clima rusos y el disfrute de la playa me hicieron creer que vivíamos en algo parecido al paraíso”.

Después de dos años en la isla caribeña y cuando Elena Olano tenía 11 toda la familia es trasladada de nuevo a Leningrado.

“Fue quizás en aquel tiempo cuando comencé a darme cuenta, al principio de forma difusa, de que algo superior a la determinación de mis padres, la todopoderosa burocracia soviética, ordenaba nuestras vidas”.

Arturo Olano por razón de su especialización profesional era requerido en distintos puntos de la vasta geografía soviética. La mayor parte del tiempo estaba ausente del hogar familiar, una casa-tipo de la era Kruschev construida en las afueras de Leningrado. En sus 33 metros cuadrados se distribuían el matrimonio, los dos hijos y la madre de su esposa. El ingeniero vasco-soviético era un socialista convencido, pero distaba mucho de ser un fanático del régimen. En la intimidad del hogar expresaba sus dudas hacia actitudes oficiales que no comprendía.

“A punto de recibir la jubilación mi padre fue destinado a Finlandia. Allí dirigió un programa de intercambio de tecnologías con destino a los buques rompehielos. Durante los años que duró aquel intercambio mi padre, ya mayor, fue sometido, en la práctica, a un arresto domiciliario. Debido a la naturaleza estratégica de sus conocimientos fue objeto de una estrecha vigilancia por parte de las autoridades soviéticas. Aquella forma de vida de casa al trabajo y sin poder mantener relación alguna, lejos de su familia, siempre controlado, disgustó mucho a mi padre y le produjo un grave quebranto de la salud”.

La jubilación de Arturo Olano coincide con las convulsiones que llevaron a la caída del régimen soviético. La perestroika de Gorbachov y las ilusiones de una mayor apertura sucumben ante la debacle económica, las pensiones apenas permiten la supervivencia y la familia Olano-Mijailova decide regresar a aquella Euskadi de la que Arturo Olano saliera embarcado para una breve temporada que, en realidad, se prolongó 54 años.

Si la salida desde el puerto de Santurtzi, más de medio siglo antes, fue una aventura colectiva, el regreso fue un acontecimiento anónimo, salpicado de esperanzas y temores.

En la actualidad el nieto de Arturo Olano conserva el ruso que aprendiera en sus primeros años de vida, habla en castellano con su familia y estudia en euskera en su colegio. Quizás la tercera generación de lo que se llamó niños de la guerra logre conjurar los fantasmas del pasado alcanzando la estabilidad y el refugio que de forma infructuosa buscaron sus padres y abuelos desde aquel fatídico 18 de julio de 1936, pistoletazo de salida de una inmensa tragedia colectiva que se llamó Guerra Civil Española.

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* Periodista vasco-español.
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La crónica fue publicada por Zazpika, magazine del diario gipuzkoano Gara y adaptada al castellano para Piel de Leopardo por Costoya.
Zazpika no se publica en versión digital; Gara sí, en euskera, castellano, francés e inglés

(www.gara.net).

Se utilizó como imagen de apertura de esta crónica la portada del libro Los niños republicanos en la guerra de España de Eduardo Pons, editado por Oberon, 2004.

Addenda

El caso de los niños españoles devela que a más de medio siglo de los hechos, las heridas en el tejido social de ese país no han terminado de cicatrizar.

Aunque las dictaduras de la segunda mitad del siglo XX en América de Sur representaron –comparativamente– un impacto menor en las sociedades que las padecieron, no son menos importantes sus traumas y consecuencias.

Algo en lo que deben meditar aquellos que apuestan a cerrar heridas a cualquier precio o dejar atrás el pasado con cínica liviandad.

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1 comentario
  1. Fernando Anuncibay Arredondo dice

    Llevo una temporada indagando sobre un familiar vasco, evacuado desde Santurce a la URSS de entonces. En un viaje desde Venezuela, donde resido, a España, acudi con este familiar a visitr a la abuela nuestra que vivía en el Valle de Guriezo, Santander. Este familiar iba acompañado de sus hijos, un varón y una hembra nacidos en Rusia. No hablaban el español, Sí el padre. Estando en Guriezo,hablando con la abuela en la puerta de la casa, apració una pareja de la Guardia Civil en su acostumbrada ronda de vigilancia. El muchacho, de unos catorce años, comenzó a gritar dsaforadamente, lleno de pavor, gritando: POLICE,,,tuvimos que llevarlo a buen resguardo. Esto como anédocta. Estoy interesado en conocer el nombre de este familiar de apellido ARREDOND. Si alguien me puede ayudar, pls. Fernando Anuncibay Arredondo. anuncibay_fernando@hotmail.com

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