Los pujos del cambio

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Wilson Tapia Villalobos*

La elección de Barack Obama como presidente de los Estados Unidos desató la euforia en Occidente. Y como estamos acostumbrados a creer que el mundo somos nosotros, pues la barackmanía representó el cambio, el anuncio de la nueva era o de la buena nueva, según los ojos se obnubilen con inclinaciones políticas o religiosas.

Con el correr de los días, ha vuelto algo de equilibrio. El cambio que impone la nueva realidad no tiene una sola vertiente. Tampoco va acompañado necesariamente de un signo positivo. Y, de cualquier modo, no tiene nada de objetivo. Depende de cómo vea el observador el mundo que lo rodea. De cómo esté dispuesto a enfrentar los desafíos. Quizás si lo único concreto es que el presente impone nuevas miradas. Los seres humanos quieren otros marcos de referencia. Hay agotamiento con lo ya vivido y con lo que significa la existencia hoy.

En todos los confines –y cada día– hay muestras de lo que digo. Para los iraníes, el cambio significa más gobierno de Mahmud Ahmadinejad. Y, claro, para el gobierno de Wáshington, es la representación de lo retardatario, como lo dijo Joe Biden, el vicepresidente de Barack Obama. No se puede negar que Ahmadinejad es un musulmán conservador. Pero en las elecciones del 12 de junio habría alcanzado la no despreciable cifra de 62,63%, de los casi 28 millones de electores.

Ahmadinejad no es lo nuevo que los Estados Unidos quisiera en la zona. El presidente iraní desea que el cambio se haga patente llevando a su país a convertirse en una potencia nuclear. Cuestión que quienes pertenecen a tan exclusivo club rechazan de plano. Allí no desean ninguna variación. Es más, cualquier alteración la ven como un peligro para el planeta.

En el sector aledaño nuestro, también el famoso cambio da para todo. Al gobierno peruano le parece una aberración que los indígenas bolivianos quieran el cambio que significa que uno de los suyos los gobierne. Y por ello, el presidente Alan García y su administración no reservan epítetos condenatorios para el presidente de Bolivia, Evo Morales. Recientemente, Morales fue acusado de agente desestabilizador por condenar la masacre que indígenas de la amazonia peruana. Se trata de miembros de etnias primigenias que se oponen a que el territorio sea explotado por transnacionales de la madera. Para Alan García, un acuerdo en tal sentido es el cambio. Para los indígenas, defender lo que antes se desforestaba sin control y ahora se sobreexplotaría, es el cambio.

En Chile, las caras del cambio son variadas. Hay desde aquellas que quieren rescatar a la izquierda clásica, hasta las nuevas que intentan mostrar cuan añeja está nuestra política. Para un número que hasta ahora ha sido creciente, el cambio lo personifica Marco Henríquez Ominami. Aunque su génesis es la misma de cualquier político tradicional chileno. Hasta hace unos días fue militante del Partido Socialista, igual que su padre adoptivo, el senador Carlos Ominami. La novedad es su lenguaje, la tersura de sus treinta y tantos y la osadía de perder lo que muchos políticos consideran el éxito: un sillón parlamentario.

Pocos piensan que Henríquez vaya a ser el próximo presidente de Chile. Si los vaticinios resultan errados y llega a La Moneda, representaría un cambio. Pero no sería el primero en estos últimos 20 años de gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia. La actual mandataria, Michelle Bachelet, no contaba con el beneplácito de las cúpulas partidarias. Y si hoy goza del respaldo de un 75,9% de sus compatriotas, no se lo debe a los partidos de la coalición. Es obra y gracia de la postura que adoptó en áreas tan sensibles como la previsión, la infancia, el tema de género o la manera en que enfrenta la crisis.

Los ejemplos que vemos a diario parecen demostrar que el cambio nunca se hace realidad como la oferta que trae algún iluminado con larga trayectoria en lo establecido, en lo políticamente correcto. La virtualidad puede hacerlo surgir como creíble, pero la gente lo detecta. Y es ésta la que determina quien será agente evolutivo. Cierto, pueden haber grandes traiciones. La historia está llena de ellas. Pero son más las veces en que quien ha llegado al poder encarnando el cambio, lo ha hecho o ha muerto –política, metafórica o realmente– en el intento. Y quien descubrió donde estaba el cambio fue el olfato ciudadano.

Otro dato curioso. No por mucho hablar de cambio, éste se realiza. Cada proceso tiene su ritmo. Si ahora escuchamos tanto canto de sirena es porque la palabra cambio vende. Es posible que Chile esté más cerca de optar por más de lo mismo –que por el grado de adhesión que concita Bachelet, la gente no considera malo– que embarcarse en mutaciones desopilantes. Entre otras cosas, porque el padrón electoral representa más fielmente a los grises chilenos viejos que a los coloridos ciudadanos nuevos.

Y, más importante aún, porque tal vez aún no aparece el líder que se haga merecedor de asumir la responsabilidad del cambio.

* Periodista.
La caricatura que abre este artículo es de Guillo (www.guillo.cl).

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