Luis Bacigalupo: El golpe militar en Chile fue punto de inflexión en la conciencia política de mi generación

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Escritor, editor, coordinador de talleres de escritura, Luis Bacigalupo se retrotrae en diálogo con nosotros a sus primerísimos años de formación y de influencias, así como se explaya respecto de ese subgénero literario, la comedia, que “ha tendido a pintar a los hombres peores de lo que son”.

— En el diseño de la portada de tu segundo poemario (Ediciones La Escuela Baldía) se advierte a un pibe (con blanco delantal) que mira al centro de la cámara y que perfectamente podrías ser vos. ¿Empezamos por el pibe que fuiste y desde allí la seguimos?

 Efectivamente, ese pibe soy yo en una clásica foto escolar con pupitre —1° inferior, 1965— “intervenido”, gráficamente, por Laura Dubrovsky.Ese pibe hasta los cinco años vivió en el barrio de Palermo, Gorriti entre Francisco Acuña de Figueroa y Medrano, en una casa que aún permanece intacta, al menos en su fachada. De ese tiempo conservo vivos recuerdos vinculados a esa casa de importantes dimensiones: vestíbulo, patio, terraza, un profundo comedor desde donde se descendía, a través de una puerta trampa, a un sótano en el que se arrumbaban trastos de todo tipo.

Al fondo había un jardín con canteros y faroles de pie dignos de plaza. Alineados a lo largo del jardín con sus rosales, jazmines del cabo y una descomunal Santa Rita de flores violáceas, había una serie de cuartos, que debieron de haber sido oficinas del aserradero, “Bacigalupo e Hijos”, que había pertenecido a mi abuelo, colindante con el fondo de la casa y con entrada por Medrano.

Hacia los primeros años de la década del cincuenta, el aserradero bajó definitivamente sus persianas. Más allá del jardín se accedía, a través de unos escalones, a un terreno apenas más elevado. Allí había una higuera, a cuyo pie solía ir con mi hermana, mi madre y un buen cesto de mimbre a recoger higos maduros. En este terreno además se conservaban unos corrales donde mi abuelo había criado gallinas y conejos que, como a él, no llegué a conocer. Cuando nací, ya mi abuela paterna vivía, junto a nosotros, en estado de postración, consciente y serena, anciana y uruguaya.

La veo a la abuela María Capra en su cama, al cuidado de la mujer que la asistía en todo cuanto su edad y salud demandaban. En la parte delantera de la casa vivía mi tía María, la hermana de mi padre, con su hijo Jorge. Mi primo era considerablemente mayor que yo, muy carismático y me tenía mucho cariño. Además, como si ello fuera poco, era ilusionista.

A mis cuatro o cinco años no podía estar menos que fascinado con mi primo Jorge, que bien, por su edad, podía haber sido mi tío. Era un auténtico mago: presencia, actitud, estilo y todos los requisitos y equipamiento que un mago que se precie debía tener.

Esos primeros años de mi vida quedaron entonces impregnados por el encantamiento de los grandes espacios (con sus rincones, muebles y objetos de todo tipo: antiguos y contemporáneos, en uso o arrumbados en el sótano o los cuartos lindantes con el jardín) y los trucos más increíbles que un niño pueda imaginar: era en verdad maravilloso tener un mago en la familia y más aún, en la propia casa.

Luego llegaría la mudanza a Mar del Plata. Mi padre amaba Mar del Plata. Alguna vez vi una foto de él en La Rambla: tendría dos o tres años de edad. 1909, supongo. Cuando nací, él ya contaba cincuenta y uno, de ahí que, al igual que Jorge, casi todos mis primos paternos fueran mucho más grandes que yo. Esa marca de un padre que bien podría haber sido mi abuelo estuvo presente en la última etapa de mi infancia y en especial a lo largo de mi adolescencia de un modo negativo y hasta controversial.

En Mar del Plata vivimos por el término de seis años. Seis años representaban, desde la percepción del niño que era, toda una eternidad, una bella eternidad considerando mi feliz paso por aquella infancia marplatense. Vivíamos en un barrio humilde de clase media, a unas pocas cuadras de la estación de ferrocarril, entre las avenidas Luro y Libertad, en la calle Deán Funes. Enseguida me hice de muchos amigos.

Nuestros juegos por lo común tenían lugar en la calle, en las veredas o algún baldío. No estoy diciendo nada nuevo. Pertenezco a una generación para quienes la calle lejos estaba de constituirse en una zona de riesgo ni mucho menos, era más bien un espacio de encuentro, juego y libertad a la vista de buenos vecinos no siempre afables a la hora de responder a algún pelotazo accidental propinado a sus puertas o ventanas.

Por esos años hice mis primeras lecturas, libros de la colección “Robin Hood”: “La isla del tesoro”, “Corazón”, “Pinocho”, “Los viajes de Gulliver”, “David Copperfield”, “La cabaña del tío Tom”, “Robinson Crusoe” y algo también deSalgari… Tengo un libro que guardo con especial cariño: “Los cuentos de Navidad” de Dickens, un pequeño ejemplar que me obsequiara mi maestra de segundo grado, “la señorita” Savorido.

La Escuela N° 5, Gral. José de San Martín, estaba a cuatro cuadras de casa. Llevo esas cuadras como fotografiadas, paso a paso, en mi memoria. Uno no se olvida de esas cosas, son registros indelebles: las aulas, los patios, las maestras, sus rígidos rodetes, el oropel de sus prendedores en la solapa almidonada del delantal, los pupitres con los compañeritos, y esas compañeritas de las que uno creyó haberse enamorado o se enamoró de una manera acaso solipsista… los globos terráqueos, los planisferios, los útiles (tanto útiles como inútiles), el simulcop, el vasito plegable, el olor del cuero de los portafolios con fuelle, el de la tinta, el de la goma de borrar…

Hay caras de compañeritos que se nos quedaron grabadas para siempre con la nitidez algo decolorada de esas figuritas de jugadores de fútbol que allá, promediando los sesenta, supimos gastar. O las estampitas de los próceres de nuestra patria. Son rostros como estampados en el corazón, porque es allí, en el corazón de la infancia, donde esos menudos próceres que nos acompañaron, compartiendo aprendizajes, ritos e iniciaciones, libraron su gesta.

— A mi percepción, Luis, destaca “esa marca de un padre…”

 Él era un gran lector, y un lector memorioso. Pero, además, atributo que yo siempre admiré, un gran conversador (iba a decir “conservador”, cosa que también fue, aunque, creo, más para mal que para bien. Esta característica del orden de las costumbres, la moral y las ideas acrecentó la ya de por sí gran brecha generacional que nos separaba y contribuyó, así lo pienso, a que su vida no le resultara fácil, viviendo su adaptación a los acelerados cambios de una época ya convulsionada en una tensión poco feliz).

Había dos autores, prolíficos ambos, cuyas obras por años (por lo menos guardo esa impresión) estuvo leyendo incansablemente. En mi adolescencia heredé las lecturas de Anatole France, no así las de Emilio Salgari, a quien ya había leído de chico. Por supuesto que, entonces, sucumbí a la fascinación de un libro como “La isla de los pingüinos”, aunque a esa edad el contexto histórico y político no me resultaba demasiado claro.

Sin embargo, algo había allí, más allá o más acá de mi comprensión, que se me revelaba bajo la forma de una emoción, una emoción distinta, suscitada por la escritura, su poder expresivo, la elegancia de un estilo como el de France, su erudición, su fina ironía. Aquella magia que en mi infancia detentaba mi primo Jorge ahora había transmutado a la literatura.

Con los años, entre los cuadernos de mi padre escritos con una caligrafía y prolijidad asombrosas, descubrí poemas que le pertenecían, remedos modernistas, rubendarianos, y también breves relatos de menor interés esbozados en su juventud. Conservo además otros cuadernos en los que compiló material de diversos saberes para un proyecto, pergeñado a los veintiún años, de “Manual para la educación del pueblo”, o algo así.

El suyo era un espíritu metódico que, lamentablemente, no heredé, como así tampoco su ya mencionada memoria, esa figura del lector memorioso que hace de su conversación un jardín florido de citas, literarias y literales. En algún sentido, tanto por sus lecturas como por sus hábitos y pensamientos, debió de comulgar con las ideas de la filosofía helenista, y en particular con los estoicos. En 1954 editó un libro, “Diario recordatorio”, de efemérides, conmemoraciones y gestas históricas.

Durante aquella infancia marplatense empezó a despertar en mí la afición por el arte. Tenía alguna condición natural tanto para el dibujo como para la pintura, por lo que, prescindiendo de estudios en esas materias, persistí en esta pasión de novato (así lo vivía, apasionada y novatamente) hasta muy entrada mi adolescencia. A poco de iniciar mi sexto grado regresamos a Buenos Aires instalándonos en una casa de altos en la esquina de las avenidas Córdoba y Medrano.

A tres cuadras, en una escuela de la calle Pringles, prosigo mi primaria, donde retomo, una vez gestionado el pase, mi sexto grado. Lejos de hacerme sentir un forastero, mis nuevos compañeritos de grado me honraron, por el contrario, eligiéndome el mejor compañero del año. Me obsequiaron un libro para la ocasión con sus firmas: “La vuelta al mundo en 80 días”.

Año después, en séptimo, me tocó la medalla por mi “supuesta” aplicación. Nunca creí demasiado en eso de los premios. En general, nunca los perseguí. Y las pocas veces que lo hice, ya en el terreno de la escritura, la fortuna no quiso que los alcanzara. Pero en aquellos momentos sí tuve la suerte de aterrizar en una escuela de almas generosas.

Hoy me resulta tan risueño y tierno lo que acabo de contar… pero también, el hacerlo, como una suerte de profanación. La remisión voluntaria a la infancia desde un presente lo bastante alejado de ella, comporta una intromisión en un estado del ser y la existencia suspendido en el asombro, la inocencia, la simple verdad de vivir y nada más, la profanación de un tiempo aplazado, que ya no es. Algo hay del pasado, del espíritu de la infancia que pareciera verse vulnerado en estas injerencias de la memoria.

  Mi paso por la secundaria tuvo lugar en el Colegio Nacional N° 3, Mariano Moreno. Durante este período se produjo un gran cambio en mí (la pubertad, por definición, es flujo de cambios de todo tipo). Por entonces yo seguía pintando, pero había perfeccionado mi estilo a fuerza de persistir en ese quehacer que consumía horas de un día, más allá del dedicado al estudio, acaso lo bastante ocioso. Esta certidumbre no tenía sino sentido para el puro placer de ese ego perfeccionista que todos cultivamos y sólo se ve satisfecho ante cada instancia más o menos superadora.

Ya que no pasaba siquiera por mi cabeza nada semejante a hacer de la pintura una profesión, pero ni tan siquiera un hobby (según entonces se decía) con el cual proyectarme como un aficionado sin otra ambición que la obtención de placer, el puro placer de entregarse a la práctica o ejercicio del arte por el hecho mismo de hacerlo.

Solía dedicarle horas bajo un estado mental casi extático. En esos momentos, si mi madre me llamaba para que fuera a comer, y yo me encontraba inmerso en uno de esos trances creativos, compenetrado en conseguir por ejemplo un color o dar con la perfección de una línea, lo más probable era que no llegara a escuchar su llamado, el que reiteraba una y otra vez, hasta que al oírla le decía que ya estaba yendo, y renovaba la promesa más y más (ella, su llamado), siempre difiriéndola, hasta que al fin ella terminaba por entender lo inútil de su insistencia.

Con Jorge Ariel Madrazo

Mejor comer más tarde a tener que romper el hechizo de ese momento único, y sumamente concentrado, del goce y la afirmación del espíritu en el acto de crear, afirmación de la que uno nunca llega a ser consciente del todo. Ambos, mi madre y yo, debíamos de compartir implícitamente esta idea.

— Etapa tan compleja en nuestro país.

 Por esos primeros años del bachiller se empieza a despertar en mí cierta inquietud por la política. Durante los años ‘72 y ‘73 la política tenía en la vida cotidiana de todos

Con Laura Dubrovsky

los argentinos una presencia contundente, decididamente protagónica. Se hacía notar, ver, oír, sentir en todo, era un fenómeno insoslayable, cultural incluso, epocal. Y su expresión más trágica, la violencia, la violencia política (vista a la distancia quizás algo patética) flotaba a diario en el aire que respirábamos.

 

En mi primer año (1972) participé de la toma de mi colegio. Hubo mucho de aventura en esa participación. Era toda una feliz aventura semejante a un campamento para un chico de 13 o 14 años contar con las instalaciones de un colegio como el Moreno a su total disposición y la del conjunto de sus compañeros: sin profesores, preceptores ni director, sin autoridad de ningún orden que nos vigilara.

Con María Chapp

Estuve dos o tres días dentro del colegio como si se tratara de defender una fortaleza (el último bastión) de la amenaza, algo afantasmada algo exagerada, de la derecha más recalcitrante que ya empezaba a dejar de pasar inadvertida. Luego vino el ‘73 y con el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende perpetrado por el dictador Gral. Augusto Pinochet, empecé a tener algunas ideas algo más claras acerca de lo que estaba ocurriendo en mi país y Latinoamérica.

El golpe militar en Chile fue un punto de inflexión en la conciencia política de mi

Con Silvana Franzetti

generación y, por supuesto, de la que nos precedía. La intervención de Nixon y Kissinger a través de la CIA y la Embajada de los Estados Unidos en ese golpe genocida consolidó la conciencia antimperialista de toda una generación a lo largo del continente.

Absorbíamos la cultura (¿una contra-cultura?) como esponjas, pero “esponjas críticas”, valga la figura. El rock en general, y, particularmente, el nacional: Vox Dei, Sui Generis, Aquelarre, Pescado Rabioso, Color Humano, Alma y Vida, Crucis; pero también las más variadas expresiones del rock inglés (¿una contra-dicción?) como Deep Purple, Led Zeppelin, Black Sabbath.

Con Susana Szwarc

Hasta apuestas más elaboradas como lo que luego se dio en llamar rock sinfónico: Emerson Lake and Palmer, Jethro Tull, Génesis, Yes, Premiata Forneria Marconi, Focus, Van der graff generator, King Crimson, Mahavishnu Orchestra o genios inclasificables como Frank Zappa.

Ocios y negocios se agolpan: Parque Rivadavia, compra de libros usados, canje de discos y afiches de las revistas “Pelo” o “Pop”, “El Expreso Imaginario”, “Periscopio”, los Hare Krishna, el Auditorio Kraft de la calle Florida, donde tocaban grupos de música nada convencionales como Supermoco, una banda mezcla de rock pesado y música aleatoria formada a principios de los setenta por Mica Reidel.

Y las primeras películas de cine de autor, de cine de arte. Tendría quince años cuando escribo mis primeros poemas y algunos textos en prosa de supuesta reflexión sobre grandes temas empequeñecidos por el carácter demasiado general del tratamiento. Mi poesía en cambio tenía una clara tendencia al lirismo, aunque algunos poemas se insinuaban pretensiosamente existencialistas.

Con Eduardo Silveyra, Claudia Masin, Graciela Perosio y Susana Cella

En una de aquellas dominicales incursiones al Parque Rivadavia, compré un librito de Jean-Paul Sartre, editado bajo el sello Sur: “El existencialismo es un humanismo”. La lectura apasionada de aquel esmirriado volumen sacudió el anodino orden de mis pocas ideas sobre todo y nada.

Quizás fue el primer texto que me invitó a reflexionar sobre cuestiones como la libertad, la responsabilidad y el acto de elegir al que nos empuja la existencia. Ya había empezado a interesarme por algunos simbolistas franceses: Paul Verlaine, fundamentalmente, algo de Charles Baudelaire y menos de Stéphane Mallarmé, cuyos textos me ofrecían resistencia. Hermann Hesse ya había entrado en mi biblioteca.

Tengo presente la lectura de un libro de relatos de Mika Waltari, el autor de “Sinuhé el egipcio”, novela que leí algo

Con Miguel Mbumbele, Susana Cella, Eduardo Silveyra,, Jorge Hardmeier y Emiliano Dario

más tarde y cuya historia disfruté como pocas. Era la historia, pero ante todo la magistral prosa de Waltari: no hay historias buenas per se, sino buenas narraciones. Todos recordamos el film homónimo de Michael Curtiz, con Victor Mature y Gene Tierney.

Estaría en tercero o cuarto año cuando leo por primera vez a Julio Cortázar. Esta misma apasionada perplejidad, esta extrañeza indescriptible se reiteraría luego con Boris Vian y la saga de Ubú, de Alfred Jarry, y su Doctor Faustroll, también, más toda su “patafísica”. Ya había leído a Guillaume Apollinaire: “Alcoholes”, “Caligramas”y algunos textos en prosa como “El poeta asesinado”, “El Heresiarca y Cía” y “Las once mil vergas”. Y “Los cantos de Maldoror”, por supuesto.

Con Roberto Ferro y Alberto Laiseca

Lautréamont debió de haber sido el paso obligado al surrealismo, a la fascinación del surrealismo. Era un lector ávido de la prosa ensayística, imaginativamente loca pero formalmente exquisita e inexpugnablemente racional, de André Bretón. Dadá fue un deslumbramiento, o un alumbramiento.

Creo que leía lo que todo el mundo, por vocación, edad y compulsión a una escritura como medio de experimentación formal. La escritura como laboratorio también podía entenderse como fin. A la primera fascinación por las vanguardias históricas siguió mi necesidad de estudiarlas tanto en sus postulados como en sus obras.

Con su madre

Fue una etapa para mi natural y necesaria, pero tan pasajera como esas febriles anginas que tanto padecimos (y disfrutamos) de niños.

Por esos años conocí a un poeta, en realidad era un poeta que mi padre llegó a conocer en Mar del Plata. 1970, hacía poco habíamos regresado a Buenos Aires. Fue una larga temporada de vacaciones en la que habíamos alquilado una casita en San Patricio, entre Playa Serena y Barranca de los Lobos.

La razón de esto había sido (en orden inverso, supongo) vacacionar y poner a la venta unos lotes que mi padre tenía en la zona. Recuerdo hacia fin de la temporada el silbido del viento (la casita que alquilábamos estaba a menos de una cuadra de la playa, cuando todavía había poquísimas casas por allí); veo incluso un cardal agitándose bajo esos vientos silbadores entre la ruta 11, lindante a la costa, y la ventana de esa casa pequeña tipo chalecito.

Allí muy cerca, en Playa Serena, mi padre había conocido a Pedro Godoy, un poeta nacido en Bolívar hacia fines del siglo XIX, que por entonces vivía de las monedas de los turistas, al amparo de una carpa, a cambio de cuidarles sus autos. Hasta su fallecimiento, en 1986, Pedro Godoy no abandonó esa forma de vida.

Al parecer era la vida que había elegido vivir… Bajábamos, con mi padre, a través de los médanos a esas playas entonces lo bastante inhóspitas incluso durante el mes de enero. Había para mí en esos parajes silenciosos, en los que el rumor del mar y el aullido del viento eran hijos necesarios del silencio, el misterio de lo salvaje, de lo “aún salvaje”, de la soledad vinculada a la intuición de la belleza y la libertad, el recogimiento y la expansión.

Como decía, mi padre conoció al poeta en este entorno. Imagino que debió de experimentar alguna empatía con ese hombre profundamente místico, hermano a su vez de todos los hombres, anarquista, humilde en el real sentido del término y cristiano, conforme San Francisco lo fue.

En síntesis, un espíritu atado a nada esencialmente material sino al cielo y al mar que eran su casa y su horizonte. “Leía a San Juan de la Cruz (escribió Carlos Penelas) y exaltaba la vida libre y el surrealismo, mientras decía sus poemas frente al mar, frente a las olas, en la playa, solo y múltiple…”“…un día, en los años 70 (recuerda Penelas), me propuso hacer la toma de un banco con varios poetas para que la gente no viviera alienada. Debíamos entrar al grito de ‘¡Este banco está tomado! ¡Deberán escuchar poemas!’”

Guardo el poemario “Milonga de los caminos”, que Godoy le obsequiara a mi padre, quien a su vez le entregó a Godoy, en aquella oportunidad, un ejemplar de su “Diario recordatorio”.

Quizás uno de los primeros libros de poemas que despertaron en mí la secreta convicción de que la poesía iría a acompañarme por el resto de mi vida, y, me atrevería a decir, que ejercieron influencia en mi manera de pensar y articular el lugar de la lengua, el trabajo con ella, en mi propia producción. “Aerosúplica marina”, uno de los extensos poemas del libro, es una fiesta épico lírica del lenguaje en su espesor fónico e intensa desmesura, que se anticipa a las experiencias neobarrocas más osadas de los 80.

El mar, como tópico, es otra de las influencias que percibo, en un libro como “Madagascar” al menos, del poema de Godoy. Aunque el mar, como expresión de inmensidad, tensión entre lo eterno y lo perecedero, ya estaba muy presente en el paisaje de mi infancia: el infinito flotaba allí, en ese paisaje como así también en las caminatas junto a mi padre por aquellas playas desnudas, desoladas, cuando el verano y sus ruidos ya habían quedado atrás.

Al cabo de mi último año en el Moreno, en 1976, ya contaba con un corpus de poemas con algunas ganas de darse a conocer públicamente. Junto a Andrés Vidal, un querido amigo, compañero de estudios y también poeta nos disponemos a dar forma a un libro, el que incluso había llegado a la instancia de la composición y armado. Allí, en esa instancia quedó.

Quizás habíamos entendido la conveniencia de no avanzar más allá de esos primeros pasos; no obstante, la elección del material y el armado del libro había tenido para nosotros un valor en sí. “Otoño y otras palabras”, era el título. Su sola mención me sonroja, y también me enternece.

Resultado de imagen para luis bacigalupo — Definió así a “la comedia” Martin Opitz von Borerfeld (1597-1639): “Mala gente y malas cosas, reuniones de borrachos, de jugadores, las estafas y engaños, los criados descarados, los caballeros matones, las intrigas, la indiscreción juvenil, la ancianidad tacaña, la alcahuetería, y todo lo que a esto se parece, como ocurre a diario entre gente común.” ¿Qué te promueve recorrer estas líneas?

 Dos milenios antes de Martin Opitz, en los apogeos de la Antigua Comedia Ática, Aristófanes ya había definido en sus obras los caracteres universales del género. Poco después Aristóteles en su “Poética” apunta, entre otras de las distinciones entre tragedia y comedia, “que esta quiere imitar a personas peores que las de ahora, y aquella en cambio a mejores”.Resultado de imagen para luis bacigalupo

A partir de este elemental concepto clásico las cosas no han cambiado demasiado, es decir, la comedia, a lo largo de los siglos, ha tendido a pintar a los hombres peores de lo que son.

Hacia el renacimiento, y con orígenes en el medioevo, la Commedia dell’Arte, quizás la expresión más popular de teatro de la que se haya tenido conocimiento, muestra, en una de sus temáticas típicas, el antagonismo entre el campesino (palurdo) y el hombre de ciudad (pícaro). Aquí vemos a la burguesía ridiculizando al labriego, al tosco infeliz de una clase en vías de extinción.

Con Daniel Calmels y Héctor Freire

La Commedia dell’Arte hace su aporte al drama con su pintoresca galería de rufianes y pícaros tan entrañables como Arlequín, Colombina, Brighella, Pierrot, Polichinel, cuyos lugares en la escala de valores éticos o morales no difieren de los que ocupan los caracteres que más tarde describiría Opitz.

La comedia, como se sabe, tuvo origen en los primitivos cultos a la fertilidad, en honor del dios Dioniso. El carnaval quizás sea lo más parecido a aquellas antiguas fiestas rituales que hayamos conocido. En ellas se daba rienda suelta a todo desenfreno regado por abundante vino.

En el marco de esos festejos populares tenía lugar la comedia, una representación para la diversión y la risa en la que todo sujeto, cuanto más distinguido mejor: político, filósofo, aristócrata o poeta, terminaba siendo objeto de burla. En oposición a la tragedia la comedia representaba historias con final feliz. Era un género derivado del ditirambo y estaba asociado a los dramas satíricos y al mimo.

Desde aquellos orígenes dionisíaco-aristofánicos el héroe (antihéroe) de la comedia ha estado signado por estos caracteres que bien describe Opitz (poeta alemán laureado por el emperador Fernando II de Habsburgo), y cuyos vicios deben finalmente recibir el castigo aleccionador del ridículo.

Esta concepción didáctica y correctiva para estos transgresores de la ley del aristócrata (cercana al héroe trágico) muestra el profundo sentido político que tiene la comedia. Sus personajes, propensos a alterar el orden moral a través del cual el hombre y toda una comunidad pueden ejercer control y vigilancia de sí mismos bajo el patrón de un puñado de virtudes, reciben oportunamente la humillación de la condena estigmatizante encarnada en la burla pública.

Con Marcelo Di Marco

Reivindico la comedia como el lugar de la risa, la parodia, el carnaval, el cuerpo, la procacidad, el chiste, la réplica, el retruécano, la transgresión, la política, lo popular, lo vulgar, lo sensual, lo festivo, lo comunitario, lo vital, el exabrupto, la sexualidad, lo grueso y grosero. En definitiva, pienso la comedia como el drama de la gente común, la forma en que la gente común representa en la vida, en el teatro de la vida, el sentido trágico de su existencia, que es también político, en tanto pertenencia de clase o social.

Ficha

Luis Bacigalupo nació el 5 de octubre de 1958 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, la Argentina. Cursó la Carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires. Coordina talleres de escritura. Es director de la editorial El Jardín de las Delicias. Dirigió la revista de literatura y el sello editorial de poesía “La Papirola”. Textos suyos han sido incluidos en antologías —“70 poetas argentinos, 1970-1994”, compilador: Antonio Aliberti, 1994, “El textonauta”, compiladoras: Graciela Komerovsky y Noemí Pendzik, 1994, etc.—, como así también en publicaciones periódicas del país y de España, Venezuela, Perú, Estados Unidos y Uruguay. Publicó entre 1987 y 2014 los poemarios “Trogloditas”, “Yo escribía un poemita”, “El relumbrón de la claraboya”, “Madagascar”, “Las purpurinas”, “El océano”, “Elíptica del espíritu” y “Mixtión”. En 2000, a través de Ediciones Simurg, aparece su novela “Los excomulgados”, precedida por su relato “La deuda”.

 

*Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Luis Bacigalupo y Rolando Revagliatti.

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