MACONDO

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Muchos años después, frente al Mar Mediterráneo, una mujer había de recordar aquella tarde en que empezó la guerra. Alepo no tenía veinte casas de barro y caña brava como Macondo. Era una ciudad grande. La sangre se precipitaba por las calles ante el asombro de muchos que no encontraban respuestas.

Ahora, en esta balsa que se mueve en el mar como el zapato de un niño que ayer esperaba llegar a un sueño, todas las preguntas empiezan con un por qué. La balsa y el zapato no son inventos de Melquíades. Flotan a pesar de que hay un imán escondido en el fondo del mar. El imán atrae a los seres humanos.

La guerra no es un imán pero al igual que las cosas en Macondo también tiene vida propia. Muerte propia. Cuando a alguno se le ocurrió despertar el ánima escondida, un imán atrajo armas, bombardeos, escombros, sangre en el agua diáfana. La guerra era tan reciente que parecía no tener nombre.

Todos saben que vino de afuera, pero ya no importa su nombre. Tampoco importa si José Arcadio encontró finalmente el oro o alguna armaduras del siglo XV. Solo importan los miles de nombres en el mar, las balsas y los zapatos a la deriva. ¿Importan? No importan.

El mundo es como un huevo prehistórico en el cual no importan las balsas y los zapatos, y mucho menos los nombres, o sea las vidas. Ustedes amigos, amigas, enemigos, enemigas, que miran el huevo por los noticieros de televisión sin pensar en los nombres, tampoco se salvarán del pelotón de fusilamiento de la culpa, con dioses o sin ellos, con juicio final o sin el… en Macondo y en cualquier lugar…

Kintto Lucas

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