Marx e Internet
Ramón Ruffín*
En un retruécano histórico, la apropiación de la plusvalía generada por una parte del proletariado (los autores, artistas, escritores, intérpretes…) se está perpetrando no sólo -como enseñó Marx- por parte del capitalista, que también y sobre todo.Por primera vez la apropiación se está llevando a cabo además por parte, o al menos con la imprescindible colaboración, de muchos otros proletarios, clases ociosas y burguesía mínima. Una ganancia irrisoria, mezquina, la obtenida sin embargo por estas masas populares, como relata la siguiente historia.
Un día, una tribu de innúmeros internautas ibéricos -no sabemos quiénes son, ni cuántos- salió del submundo y se sublevó. De la noche a la mañana, y como esos personajes que paseaban a luz del día en La Torre de los Siete Jorobados de Neville, sin convocar asamblea, referéndum o plebiscito alguno, surgieron también sus representantes en la tierra: las asociaciones de internautas.
Los internautas de la tribu y sus flamantes representantes se quejaban dolorosamente porque barruntaban que otra tribu (cómicos, músicos, actores, directores, escritores y gentes de similar ralea, además de sus odiosas sociedades de gestión de derechos de autor) quería alejarlos de la tierra de jauja. Mientras tanto, los dueños de los caminos que llevaban a esas tierras, los operadores de Internet, se ponían las botas cobrando peaje a todo el que pasaba por allí.
Al grito de prohibido prohibir y de otros similares (parecía que las tribus de pornógrafos o de pederastas fueran a gritar también su viva el amor libre, pero no pasó), los internautas y sus representantes amenazaron con no volver a votar y cosas así si el gratis total para las descargas de productos culturales producidos por otros (archivos los llamaban, para disimular) se iba al garete.
Curiosamente, los internautas enfadados no protestaban, en su mayoría, porque los banqueros, por ejemplo, les cobraran múltiples peajes por mover sus propios ahorros de un sitio a otro a través de Internet; ni siquiera se quejaban de la innúmera legión de cánones, royalties y derechos incluidos en el precio de todos los cachivaches tecnológicos necesarios para las descargas e intercambios de archivos (por los chips de un ordenador se pagan derechos, a pesar de ser meras copias de un original, como las canciones, etc.).
En eso eran tan claros como incoherentes: no a la propiedad artística, pero la propiedad industrial o comercial, o tantas otras, podían seguir tranquilas. Pues, y lo llegaron a decir en voz alta algunos de sus representantes, la propiedad artística o intelectual era "otra cosa", aunque también se llame propiedad -significando esto lo que significa en los sistemas capitalistas de libre mercado-.
Lo que, al parecer, unía a los protestones era sólo la exigenciade cultura y entretenimiento gratis. La protesta y el deseo, por cierto, no eran nuevos sino en su escala: ya había ocurrido, antes de que Internet casi acabara con ellos, con el top-manta y las fotocopias, por ejemplo; y con la renuencia a pagar cosa alguna por muchos de los que se servían de los productos culturales de otros en bodas, banquetes, comuniones, teles, radios, etc.
Por su parte, las operadoras, prometiendo descargas infinitas de productos culturales -productos que tampoco producían ellas ni sobre los que tenían derecho alguno (les llamaban contenidos, para disimular)- a cambio de una cantidad fija (tarifa plana, también para disimular), las operadoras, decíamos, mantenían sus ventas y beneficios en malas épocas, y se convertían en un cártel de oligopolistas, un trío o cuarteto de hecho. Como no podían ser menos, montaron también su asociación, que se presentó de largo para poder opinar sobre cómo había que manejar un cotarro tan lucrativo. Sólo faltaba por aparecer en este mundo de las descargas "libres" otro participante en el negocio, el rey de las búsquedas en Internet, que venía tomado carrerilla desde hacía tiempo y que se abalanzó ya directamente y sin tapujos sobre el monopolio.
El monopolio es el mercado ideal del capitalista de pro y tecnológicamente dotado, la situación en la que decide, sin contar con competidores ni consumidores, lo que quiere vender, o a qué precio. Y sobre todo, decidirá, en este caso, las tarifas de publicidad que pagarán los que quieran que su anuncio se vea cuando un internauta busque, por ejemplo, algunos de los libros de la biblioteca de babel construida por Google, cómo no, con el ladrillo del gratis total -o casi (Google Books, por 44 euros a cada autor y la promesa de un futuro de abundancias ha almacenado ya, sin haber pedido permiso antes, siete millones de libros; EL PAÍS del 17 de mayo de 2009).
Sin embargo, parece que finalmente Google no estará del todo solo en el negocio de la publicidad: Microsoft y Yahoo! pretenden, aliándose recientemente entre sí contra el más fuerte, que el asunto quede en cosa de dos, es decir, en un duopolio.
Se pueden sumar mentalmente todas las prebendas previsibles de los oligopolistas, duopolistas o monopolista, conseguidas, como deben, persiguiendo la ganancia máxima en estos mercados tan especiales. Y, sobre todo, el traslado que los anunciantes harán al precio de sus productos de las tarifas de publicidad pagadas. Pues, por lo que se sabe en este campo, es incierto que las repercusiones en los precios para pagar la publicidad compensen posibles beneficios para el consumidor (que vendrían hipotéticamente de una mayor información sobre los productos, por ejemplo).
En definitiva, la cifra que directa o indirectamente estarían pagando los internautas del gratis total convierte en una cantidad de risa los cánones digitales que ahora mueven sus iras. ¿A qué se debe esta anomalía española, este comportamiento de nuestra tribu de internautas, flor y espejo de la piratería andante? ¿Qué parte son del total de usuarios de Internet? ¿Por qué la inquina hacia los creadores y sus auxiliares en la gestión de sus derechos? ¿Será envidia de lo que creen una vida fácil y regalada del creador, que no se siente hacia el banquero? ¿O quizás la pésima gestión de su propia imagen por parte de los gestores de los derechos de autor?
En un sistema económico en el que la ONCE, pongamos por caso, gasta fortunas en políticas de imagen, es un error de libro no hacerlo, pues otros se encargarán de crear la -mala- imagen de uno, y además se perderá la ocasión de estar a bien con los medios contratantes de los espacios publicitarios.
Difícil responder. Para averiguarlo hay que investigar, preguntar dentro y fuera de Internet para tener una idea de cuánto nos equivocamos si tomamos como verdaderos los resultados de la hipotética encuesta. Porque en Internet no hay censo, no hay DNI más allá del nombre y dirección del paisano al que una operadora le pasa mensualmente la factura del ADSL. Precisamente, son sólo las operadoras las que saben todos esos datos, y pueden saber además lo que quienquiera que sea descargó o hizo a través de sus líneas el último verano o en cualquier momento. Un futuro prometedor en el mundo de la publicidad se esconde, como para Google, Yahoo! y Microsoft, en sus manos.
La abuela de Proust se acercó a un teléfono, un invento fuera de su época y de su vida, sólo por amor hacia su nieto, para hablar con él, que lo cuenta entrañablemente en su En busca del tiempo perdido. La abuela del que esto escribe, si viviera, se acercaría también a Internet y entraría las veces que pudiera en este artículo para defenderlo con sus votos en esas "estadísticas" virtuales que tanto gustan, aun sin entender nada de lo que en el artículo se cuenta; tan sólo para contradecir las previsiblemente numerosas visitas virtuales que lo pondrán a caldo. Pero ¿quiénes lo harán y por qué en cada caso?
* Profesor de Comercialización e Investigación de Mercados de la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia). Artículo publicado en "Bitácora" de Montevideo.