México. – ENTRE EL »CRIOLLAJE» Y UN CURA PROCESADO EN EL EXTERIOR

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Recapitulando:

Mientras que, apenas, algo más de veinte años antes una revolución en Francia había posibilitado la asunción de la clase emergente (la burguesía) como contrapeso y hasta en detrimento del clero y de la nobleza feudal, en México tenía lugar el triunfo de lo anacrónico.

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Los españoles residentes en México, los criollos y el clero, (señores del dinero, del comercio y terratenientes) afianzaban su predominio en el acto de independencia otorgando –otorgándose– tres garantías básicas como miembros de una nueva nación:

1. Unión de todos los mexicanos; con lo que se debe entender, dado la abrupta polarización social, la de españoles europeos y americanos.

2. Religión católica como religión de estado, quedando prohibido el ejercicio de cualquier otra; de esta forma se aseguraba su poder político y sus propiedades.

3. Independencia; lo que les permitiría liberarse del control que España ejercía sobre sus actividades mercantiles, financieras, etc. Les significaba desprenderse de la dependencia económica y abatir el monopolio de la metrópoli.

Y cada garantía quedó simbolizada en los colores de la enseña nacional.

Poco más adelante, cuando un afán chovinista disfrazado de “reclamo popular” encabezado por el criollaje en contra de los borbonistas (en su mayoría españoles avecindados que demandaban que México fuera gobernado por Fernando VII, rey que abdicaba y era reinstaurado una y otra vez en España por esos años) pide a Iturbide asumir el Imperio Mexicano y éste “acepta”, se erige una ridícula corte pletórica de lujos y blasones fabricados para gobernar a un pueblo miserable, harapiento, descalzo, hambriento e ignorante.

Entonces, la bandera nacional da cabida a un águila coronada, símbolo de la aristocracia mexicana; y su sitio no puede ser más emblemático: en la franja blanca, que representa a la religión católica. Nobleza y clero hermanados. Por aquí no transcurre el tiempo.

He aquí el juramento de Agustín I:

“Agustín, por la Divina Providencia, y por nombramiento del Congreso de representantes de la Nación, Emperador de México, juro por Dios y los Santos Evangelios que defenderé y conservaré la religión Católica, Apostólica y Romana, sin permitir otra alguna en el Imperio; que guardaré y haré guardar la constitución que formare dicho congreso, y entre tanto la española en la parte que está vigente y asimismo las leyes, órdenes y decretos…”

El discurso denota el orden de prioridades; tal era el poder de la Iglesia en México al nacer como nación independiente mientras que en otros lares la correlación de fuerzas se desplazaba hacia el dominio de la civilidad y del laicismo.

El pasado levanta sus murallas imperiales contra los pertinaces arietes del presente. La Idea se atrinchera contra la materialidad. A fin de cuentas, y echando mano de términos filosóficos, se intenta detener lo necesario con el endeble argumento de lo contingente.

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Y tal el sino que marca la historia de la otrora Nueva España.

Las inercias de este enfrentamiento retumban en las paredes del México de hoy merced a que la contradicción original de clase entre criollos (monárquicos y poseedores de riquezas) y mestizos (republicanos y sin patrimonio) –con los indígenas como silenciosos espectadores o utilizados por ambos bandos como “carne de cañón”– no ha sido resuelta.

Contradicción de clase marcada por una infame carga de discriminación racial: el hombre blanco en oposición al moreno –llamado, despectivamente, prieto– y, ambos, que se sitúan en un plano superior a “la indiada”; situación que prevalece hasta nuestros días.

Contradicción –antagónica- que empapa la historia de México desde las postrimerías de la Colonia hasta el presente; literalmente, hasta el día de hoy; y ha ocurrido así porque, en el transcurrir de algo más de dos siglos, sólo se han invertido las polaridades en periodos bien definidos: uno en el siglo XIX, otro en el sigo XX (momentos que habremos de tocar en su oportunidad) y otro que se consolida en el año 2000 con el ascenso al poder del Partido Acción Nacional (PAN) –partido de derecha, conservador y católico– que logra la continuidad en el año 2006 a partir de un proceso electoral plagado de irregularidades

(intervención del presidente entonces en funciones –a quien, por cierto, hoy la oposición pide enjuiciar por enriquecimiento ilícito–, del empresariado parasitario y presunción de fraude electoral)

para cerrar el camino al candidato de la izquierda, a quien previamente se había desaforado como Jefe de Gobierno –símil de alcalde– de la capital de la República mediante la manipulación de un asunto nimio: haber expropiado un terreno para abrir una vía de acceso, una calle, a un hospital.

El gobierno del actual presidente panista elegido por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación dado que las urnas no lo legitimaron, pues el Instituto Federal Electoral y el mismo Tribunal declinaron hacer una revisión exhaustiva –voto por voto– del proceso, saca a los militares de sus cuarteles para otorgarles funciones policiales, trata de criminalizar la disidencia, cubre una nueva cuota de presos políticos e incurre en violaciones a los derechos humanos (bien documentadas por organismos internacionales), a la vez que ignora las recomendaciones de Amnistía Internacional.

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Un gobierno que pretende vender al mejor postor la industria petrolera (patrimonio nacional merced al cual la economía –a partir de la expropiación de manos extranjeras en 1938– tornó al país de agrario a industrial; esto es, arribó al capitalismo como modo de producción dominante; un capitalismo que en pocos años se evidenciaría sui generis: un capitalismo monopolista de Estado, “la preparación más completa antes del socialismo” –Lenin dixit–; pero de ello hablaremos más adelante).

Un gobierno, además, que incrementa el gasto corriente federal (la nómina de los barones de la alta burocracia panista) mientras que los salarios de los trabajadores quedan por debajo de los índices de inflación y se encarecen los satisfactores alimentarios básicos.

Por otra parte, hoy el alto clero católico (el que viste de púrpura, y a cuyo representante máximo hoy se le sigue juicio en Estados Unidos por presunto encubrimiento a un sacerdote pederasta) levanta la voz exigiendo “libertad religiosa efectiva”.

¿Qué significa eso? En México no se persigue a quien profesa esa, ni ninguna otra fe: aproximadamente el 80% de la población es católica. Lo que pretende la alta jerarquía eclesiástica, sus abogados y prestanombres, es participar en política y que la educación oficial –actualmente, laica y gratuita, gracias a largas y sangrientas luchas desde 1857– contemple la enseñanza y práctica del catecismo.

El criollaje, con toda su avidez de privilegios mundanos y mojigatería seudo cristiana, está de vuelta.

Habrá quien insinúe que hablar de criollos y mestizos no corresponde a la realidad actual. En tal caso, tendríamos que insistir en que origen es devenir. O abusando de las repeticiones: herencia es destino.

Alguien podría aducir que en tantos años transcurridos la mezcolanza racial se ha diversificado. En tal supuesto, tendríamos que creer que –como en el cuento de La Cenicienta– los príncipes desposan a las plebeyas; o que los sastrecillos valientes, aunque pobres, se casan y viven eternamente felices con miembros de la realeza; o dar por cierta toda esa cursilería ramplona que se representa en las telenovelas (o teleteatros) en que los señoritos se enamoran perdida y apasionadamente de la servidumbre y forman hogares en donde reina la rubia dicha con ojos azules.

Pero todo ello no se apega a lo que ocurre en el mundo de lo concreto, es fantasía. Y, a riesgo de ser reiterativo (lo que, a mi juicio, no sobra), no he estado hablando de razas, sino de clases sociales desde su perspectiva histórica.

Regresemos al punto en el cual nos habíamos quedado antes del enfoque de la contradicción de clase –que consideramos antagónica– en el México de hoy.

Consiéntaseme, por tanto, una digresión a propósito de lo necesario y lo contingente.

¿Qué significa contingente?

Para algunos filósofos que afirman basarse en Aristóteles, que el ser de las cosas que percibimos mediante la experiencia, aunque existan, bien podrían no existir; no es necesaria su existencia (como se dice comúnmente: el mundo no se perdería de gran cosa; juicio que traería implícito un primer error: el mundo también podría ser –y de hecho lo es, para esa forma de pensamiento– contingente).

Pero la innumerable suma de existencias contingentes supondría la de un ser necesario que les diera origen y forma (sentido, finalidad: “telos”); un ser inmarcesible, fuera del tiempo y del espacio –categorías, indiscutiblemente, aristotélicas– despojado de materialidad que aquellos filósofos interpretan como la Idea suprema: Dios. Tal teoría, que en primera instancia se antojaría más cercana a Platón que a Aristóteles, constituye para ellos la prueba irrefutable de la existencia de Dios.

Sin embargo, como dice Marx, no hace falta más que voltearla y ponerla de pié para hallar en ella la semilla de racionalidad.

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El hecho de que este autor esté aquí, sentado ante la computadora –escribiendo para usted, estimado lector– obedece a una necesidad: nuestra existencia, tanto la suya como la mía, no surge de la nada ni del platoniano «topos uranos»; es resultado de largos procesos históricos que se pierden en el tiempo y en el espacio en ambos sentidos –nuestra ascendencia, que de acuerdo con Darwin se extiende hasta lo infrahumano (hasta la animalidad), y nuestra descendencia–; procesos que, por fuerza, también están regidos por la necesidad de lo concreto.

Y… “Lo concreto es concreto –volviendo a Marx– porque es la síntesis de muchas determinaciones, es decir, unidad de lo diverso”.

¿Dónde cabe, entonces, lo contingente de la existencia de cada uno de nosotros, de las cosas y, aun, del mundo?, que, como sabemos, también es resultado de procesos, todavía hoy inconmensurables, de desarrollo del universo.

En la próxima entrega iniciaremos con el periodo post independentista. Hasta entonces.

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* Escritor, periodista, cantautor, músico y creador de íconos a partir de la fotografía.

El capítulo anterior de este ensayo, mayor información sobre el autor y enlaces a los textos que lo anteceden, se encuentran aquí.

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