México, la Independencia. – EL ALBA OSCURA Y EL DESASTRE POR VENIR

2.183

Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Podríamos resumir el periodo independentista de México (1810-1821) como el resultado del traslado de las contradicciones habidas en España entre los poderes establecidos; de un lado, las reformas borbónicas de Carlos III (ocurridas hacía menos de cincuenta años antes), y del otro, la nobleza y el clero.

Carlos III fue el reformista del Despotismo Ilustrado: redujo los poderes de la nobleza, pero como la burguesía de Cádiz no se había desarrollado (ya habíamos señalado que muchos comerciantes sólo hacían de intermediarios a favor de intereses de la burguesía inglesa, que se encontraba en un estadio más alto), no pudo evitar –además murió un año antes de la revolución francesa– que España volviera a sumergirse bajo las olas del pasado. La nobleza y el clero no recibieron con agrado las reformas de aquél y provocaron un motín –“Motín de Esquilache”–, habiéndose achacado su autoría a los jesuitas, muy poderosos económicamente, razón por la que se les expulsó de España y decomisaron sus propiedades.

Muerto el rey, su heredero Carlos IV (que lo sucedió de 1788 a 1808) dio un nuevo viraje hacia el conservadurismo ante el temor de la posible influencia de la revolución francesa. Disolvió las cortes (congreso) y devolvió algunos privilegios a la nobleza y el clero. Sin embargo, a la llegada invasora de Napoleón Bonaparte, fue obligado a dimitir. Su ministro universal, Manuel Godoy, favorito de militar francés, toma el poder y amortiza los bienes de la iglesia.

Un levantamiento popular apresa a Godoy y devuelve el poder a Carlos, quien abdica a favor de su hijo Fernando. Napoleón presiona a Fernando, quien regresa el poder a su padre solo para éste que se lo dé a José, hermano de Napoleón, quien reina de 1808 a 1813. Las Cortes de Cádiz, en 1812 (a las que fueron invitados delegados mexicanos), reconocieron a Fernando (no obstante haber luchado contra su propio padre, por lo que recibió el apelativo de “Rey Felón”), como parte del encono contra Napoleón quien fue derrotado en Rusia en 1813. Carlos permaneció preso de Napoleón hasta 1814, cuando se verifica la derrota final de Napoleón Así que regresa Fernando VII, quien, para no perder el poder, mantuvo a su padre desterrado.

[En estas condiciones fue que se abrió el resquicio para el primer intento independentista en 1810 en la Nueva España; el de los marginados, cuando el padre Hidalgo grita: “¡Vamos a coger gachupines!”].

Sin embargo, regresa Fernando y repudia las cortes, vuelve al absolutismo, persigue a los liberales (1814-1820), lo cual se refleja de idéntica manera en las colonias. Una serie de sublevaciones lo hizo jurar la constitución al llegar el trienio liberal (1820-1823), fechas entre las cuales se consuma la independencia mexicana, lo cual no es casual, como ya dijimos: México resulta ser el último reducto de los privilegios que la nobleza y el clero españoles han perdido en Europa. Privilegios, posesiones y poder político que pretenden eternizar en las tierras americanas. No obstante, ironías de la historia, serán sus hijos legítimos (los criollos) quienes saquen el mejor partido con lo cual empieza la larga disputa de éstos con los otros hijos –los desheredados, los bastardos: los mestizos– por la herencia largamente esperada.

Un rápido resumen,
desde la promulgación de la independencia
al fin del efímero primer Imperio

El designado último virrey de la Nueva España, O’Donojú, pacta con Iturbide el Tratado de Córdoba (24 de agosto de 1821), por el cual se reconoce la independencia de México. Los principales artículos indican:

– Esta América se reconocerá por nación soberana e independiente y se llamará en lo sucesivo Imperio Mexicano.

– El gobierno será monárquico constitucional moderado. Y será llamado a gobernar Fernando VII; si no aceptara, sus hijos Carlos, Francisco de Paula y Carlos Luis (en ese orden) o quien designase, en última instancia, el Congreso.

– Habrá una Junta Provisional Gubernativa, la que nombraría una regencia.

Así, el Ejército Trigarante entra en la Ciudad de México el 27 de septiembre y al día siguiente se redacta el Acta de Independencia. Se nombra una regencia de la que O’Donojú e Iturbide forman parte; la presidencia se encarga a éste último.

El primero muere el 8 de octubre y lo sustituye el obispo de Puebla, quien a su vez es sustituido por el doctor Miguel Guridi y Alcocer miembro, también, del clero.

Se instituyen cinco capitanías y sus responsables militares, uno de ellos es Vicente Guerrero. Iturbide es nombrado Generalísimo de Mar y Tierra, con un sueldo de 120 mil pesos anuales; con un capital personal de 1 millón de pesos, un terreno de 20 leguas en Texas y es nombrado Alteza Serenísima.

Se instituyen tres partidos.

– Borbonista. Que pretendía que un príncipe de la Casa Real de España gobernara a la nueva nación.

– Republicano.- Que quería que en todo acto de gobierno se privilegiara a la Nación.

– Iturbidista.- Deseaba que se ungiera al caudillo como emperador.

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Iturbide sostenía que en la junta había traidores. El tres de febrero de 1822, los republicanos responden haciendo que el congreso expulse a los iturbidistas y los sustituye con el Conde Heras, Nicolás Bravo y por el doctor Guridi y Alcocer; así, Iturbide queda enfrentado a la mayoría de los legisladores y a otros miembros de la Regencia.

En mayo de 1822, las Cortes de España desconocen el tratado de Córdoba. Republicanos y Borbonistas se hacen a la tarea de despojar a Iturbide del mando del ejército; pero el 18 de mayo, en la Plaza del Salto del Agua, muy cercana al corazón de la capital, el Regimiento de Caballería No 1 de San Hipólito, con un incondicional de aquél a la cabeza, dirige una manifestación cuya demanda es que Iturbide sea declarado emperador.

Al día siguiente, el mariscal de campo Anastasio Bustamante y el brigadier Joaquín Parres presentan la propuesta al Congreso y Valentín Gómez Farías, con otros 46 diputados, aduce que si las Cortes de España se niegan a reconocer Tratado de Córdoba (y por ende la Independencia) el siguiente paso es (de acuerdo al Artículo 2o del Tratado) cumplir con el Artículo 3o, nombrar Emperador a Iturbide, lo que –como dijimos– sucedió.

Mantener una corte tan lujosa (cuatro millones de pesos) produjo una bancarrota sin precedente; así que se acuñó moneda en demasía y se aplicó un impuesto de cuatro reales por cada individuo de entre 14 y 60 años, hombres y mujeres por igual. Los diputados que habías sido apresados fueron recobrando su libertad y se creó un frente común de republicanos y borbonistas contra Iturbide.

Los mexicanos atacaban el castillo de San Juan de Ulúa, en las costas del Golfo de México (último bastión español). El general Echávarri lo rechazó; pero habiéndose dado cuenta de que el general Antonio López de Santa Anna se beneficiaba de su puesto y de su influencia mediante los que cometía toda clase de abusos y corruptelas, lo puso en evidencia ante Iturbide. Éste, viaja a Veracruz y le pide a Santa Anna que regrese a México; pero el general no lo hace y convence a Echávarri de aliársele en insurrección y exigir, mediante el Plan de Casa Mata, la restitución del Congreso (1o de febrero de 1823). El 19 de marzo Agustín I abdica, pues el ejército está en su contra.

El 31 de marzo entrega el poder a un nuevo ejecutivo compuesto por Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y Pedro Celestino Negrete, y parte al destierro.

Ahora veamos la Independencia desde otro punto

Al final de la Colonia –refiere Lucas Alemán, connotado intelectual de filiación conservadora y administrador de los bienes del Marquesado del Valle de Oaxaca que perteneció a los herederos de Hernán Cortés, mismos a que, a partir de la cuarta generación, radicaron en el extranjero– el clero poseía el 50% de la riqueza (entre tierras y bienes) de México. No más ni menos que la mitad de la riqueza en un país donde la gran mayoría de habitantes, como ya hemos dicho, vivía en la pobreza más degradante –“…una masa de léperos semidesnudos sin oficio ni beneficio”, según narran las crónicas de entonces-; y, por añadidura, en la ignorancia: 98% de la población era analfabeta.

El arzobispo, del cual eran sabidas sus ligas y simpatías con los realistas, tan sólo esperó a oficiar el Tedéum en honor de Iturbide y partió para España, pero sin renunciar a su cargo. Varios de los obispos tomaron la misma senda; por añadidura, al fin y al cabo gerontocracia, otros más murieron en los primeros años del México independiente.

La situación en la jerarquía católica se llenó de indefiniciones. Como España no reconocía a la nueva nación, el Vaticano tampoco, por lo que el nombramiento del arzobispo y nuevos obispos se vio frenado. Y más allá del aspecto organizacional religioso, una crisis en sí, trajo consigo un problema que alcanzó al propio Estado y que en los años siguientes definiría el rumbo histórico del país: ¿qué sucedería con el Real Patronato Indiano?

El Patronato, o derecho de investidura, es la facultad otorgada a un benefactor que le da derecho de nombrar a quiénes corresponde ocupar las posiciones eclesiásticas en las iglesias a las que ha proveído de tierras, edificios y rentas. Tal atribución fue concedida por el papa Alejandro VI (de la familia Borgia) a la corona de Castilla, a la que se le otorgó administrar los bienes e ingresos de la iglesia en las tierras americanas bajo su jurisdicción. Su sucesor, el papa Julio II, afirmó el derecho de la corona española en la bula de 1508.

Al momento de la independencia, el Patronato comprendía una amplia serie de prerrogativas: administración de bienes, diezmos, investiduras, lo referente a obras piadosas, claustros, colegios y hospitales. Así que la junta de gobierno –en 1821, al caer el poder virreinal– reclamó para sí el control del Patronato. Reflexionaba: si era una gracia que había sido concedida a la Corona, en el México independiente, ahora debía corresponder al gobierno. Del otro lado, la alta jerarquía católica se opuso a tal razonamiento con otro: si había sido concedido a los reyes católicos y estos lo habían cedido a su real descendencia, con la Independencia cesaba la prerrogativa, se extinguía, y correspondía –en esa virtud– recaer en el arzobispado mexicano.

A la caída de Iturbide, en 1823, primer triunfo del mestizaje liberal republicano advenido gobierno, el Congreso planteó la factibilidad de solicitar a Roma su intercesión en el conflicto. Se enfrentaron las posiciones de los diputados Mier –que defendía la postura del gobierno– y Guridi y Alcocer –desde las convicciones de la curia diocesana– (ambos clérigos). El primero rechazó la injerencia de Roma en asuntos que competían a la soberanía mexicana.

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Así, de un bando: ¿cómo iba a concebirse que la iglesia mexicana continuara dentro del ámbito del catolicismo sin establecer relaciones con el Vaticano?; hubo quien esgrimiera la necesidad de crear una Iglesia nacional.

Y del otro: ¿cómo podría ser posible que “la nación más devota y misericordiosa del orbe” (como proclamó el criollaje, ansioso de reconocimiento, durante la Colonia) se acercara –en esa virtud– a una situación cismática de rompimiento con la Santa Sede?

En tanto, para no entrar en conflicto con España que –recuérdese– no había reconocido la independencia de México, el papa ni siquiera recibía a los dignatarios de la iglesia mexicana.

En los congresos estatales se dirimía la controversia con la misma divergencia de opiniones. Y con ello, se delineaban las inmediatas pugnas entre centralistas y federalistas: golpes de Estado, arribo al dominio político de un personaje tan pintoresco como nefasto –el ya mencionado Antonio López de Santa Anna– que una mañana se despertaba siendo centralista y otra federalista; otra, anticlerical y, a la siguiente, defensor de la iglesia; otras más –entre fiestas, resacas y peleas de gallos–, combatía insurrecciones, las planeaba él mismo; una noche actuaba como defensor de la soberanía nacional y, las posteriores, como traidor. Un verdadero adalid de la “chicanada”.

Mientras los mexicanos debatían asuntos de índole religiosa (en sí, económica) como cuestiones de Estado (como si El Corso nunca hubiera puesto pie sobre la faz de la Tierra), las colonias anglosajonas –ávidas de tierras para el cultivo de algodón para su industria textil, cultura desarrollada desde donde provenían– se iban apoderando, subrepticiamente, de Tejas (Texas) gracias a acuerdos que les daban derechos de colonización que databan desde los últimos tiempos de la Colonia y revalidados por el gobierno independiente bajo criterios que en el México de hoy vuelven a sonar conocidos: modernización, atracción de inversiones extranjeras para el desarrollo, adquisición de nueva tecnología y otras que se resumen en una sola: entrega de los bienes nacionales a las grandes potencias y que llevan, irremediablemente, a la pérdida de la soberanía (Ver mapa territorial de 1824 arriba a la der.).

Después de unos años de luchas intestinas (en las cuales el clero fue algo más que un simple espectador), asonadas, regreso y fusilamiento de Iturbide y asesinato de Guerrero (quien llegó a la presidencia en 1829 y, en el cargo, rechazó la “oferta” estadounidense de vender Tejas), Santa Anna se convierte en el hombre fuerte de México.

Arriba a la presidencia en 1833 y en 1836 deja el poder para combatir la insurrección tejana, a la que derrota con lujo de crueldad en el Álamo. Al poco, en San Jacinto, es derrotado y hecho prisionero, por lo que, para salvar la vida, pacta una independencia que no es reconocida por el congreso mexicano y, en cambio, sí por los norteamericanos, quienes liberan al caudillo.

En México subsiste la anarquía: la cuestión del Patronato, las luchas intestinas, la bancarrota del gobierno (menos de una década antes, se había expulsado a los españoles, quienes eran dueños de grandes capitales), las deudas con el extranjero… Por todo ello, no estaban en condiciones de armar a un ejército para recuperar los territorios. El clero era el único sector que contaba con dinero y riquezas; pero no mostraba ninguna intención de contribuir a la causa.

Por ello adquiere relevancia la cuestión del Patronato y las reformas –similares a las aplicadas por Godoy en España al momento de la invasión napoleónica– que llevó a cabo el vicepresidente Valentín Gómez Farías cuando el presidente Santa Anna se retiraba de su puesto. Tales reformas eran derogadas por el presidente, a su regreso, para congraciarse con el clero.

Valentín Gómez Farías y Santa Anna conformaron varias veces una dupla de gobierno con intereses totalmente diversos. El primero formaba parte del criollaje ilustrado que toma partido por la causa liberal del mestizaje. Santa Anna se servía de criollos, mestizos y clero sólo para sus propios intereses: el poder desde el oportunismo y la “chicanada” que reparte beneficios entre sus incondicionales.

Parece ser que esta es la escuela sobre la que se ha cimentado el sistema político mexicano desde entonces a nuestros días.

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* Escritor, periodista, cantautor, músico y creador de íconos a partir de la fotografía.

El capítulo anterior de este ensayo, mayor información sobre el autor y enlaces a los textos que lo anteceden, se encuentran aquí.

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