México, la pérdida. – ACASO LA TIERRA DEL FUTURO, ACASO LA CEGUERA…

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Se afirma que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetir los mismos errores. Ante la contundencia de tal sentencia cabría preguntarse: ¿no sería peor ignorarla?; y, aun, ¿no reparar en ella?

Durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, ya lo hemos comentado, el Estado mexicano se dio a la tarea de pegarse a la cola de los Estados Unidos a la vez que se alejaba del resto de Latinoamérica.

Se pretexta una necesidad de carácter económico ante el reordenamiento global. Sin embargo cualquiera que se precie de tener cuatro dedos de frente, deduciría que es mejor aliarse con socios con las mismas capacidades y potencialidades que con dispares. Las coincidencias, no sin particularidades que evidencian mínimas diferencias, se encuentran con los países hermanos de Centro y Suramérica; tenemos un origen y transcurrir histórico común. Este tipo de sociedades auguran un beneficio bilateral en tanto conglomerado.

A ningún dueño de tendajón familiar se le ocurriría entablar una sociedad comercial con un Walmart. A los políticos y directores de las finanzas de México, desde hace 25 años, sí (y por ello se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte); por ignorar la historia o, peor, por no reparar en ella: por despreciarla. Estas sociedades sólo aportan beneficios a los sectores pudientes de los firmantes, y al país en tanto conglomerado, más fuerte.

Se aduce, de forma maniquea, que México forma parte de América del Norte, igual que Canadá y Estados Unidos y por tanto su destino se encuentra junto a estos países. Absurdo: la circunstancia geográfica que deriva de coloniajes, invasiones y guerras, nada puede contra cuestiones históricas de origen y devenir más o menos común. Ello es la manifestación de un problema: el querer ser derivado de la negación del ser. Un problema que se traslada al ámbito de lo ontológico. Un problema de identidad. Mejor dicho: uno de búsqueda de identidad.

No abonaremos al crédito de quienes se han perdido en la búsqueda de la salida de un laberinto de la soledad ni en el empeño de descifrar la “identidad del mexicano” México es un país multinacional (y aún más: hay uno que vive en el pasado, otro, en el presente y otro más en el futuro; hay, pues, muchos Méxicos); cualquier intento de hacerlo sería ocioso si lo desprendemos de sus características de clase.

Así pues, ese afán de aliarse y congraciarse –a cualquier precio– con las potencias extranjeras proviene de la circunstancia histórica que ya habíamos mencionado: el hijo de españoles despojado de su esencia europea y privado de sus derechos en la tierra donde nació; el criollo que, merced a la Independencia, le arrebata a sus padres la riqueza y tiene que luchar contra su medio hermano, el mestizo, por conservarla. Y en tal virtud crece, desnacionalizado, buscando identificarse con poderes extranjeros.

A esta actitud se le ha dado el nombre de “malinchismo”, en recuerdo de la Malinche, noble indígena que sirvió de intérprete (junto con Jerónimo de Aguilar) y acompañante de Hernán Cortés (también concubina y madre del primer Martín Cortés, apodado “El Mestizo”) en sus andanzas que culminaron con la conquista de la Gran Tenochtitlán; sin embargo habría que hacer notar que ella formaba parte de un pueblo sojuzgado por los mexicas, por lo que su unión con el capitán español no fue gratuita.

Y esa actitud, en México, adquiere carta de naturalización durante el segundo tercio del siglo XIX.

“Pobre México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”

Entre las postrimerías del siglo XVIII y los inicios del XIX la burguesía francesa se hizo de un lugar preponderante como fuerza política, mientras que en Inglaterra se producían notables avances tecnológicos que fueron llamados “La Revolución Industrial”. Las 13 colonias angloamericanas (Estados Unidos) ya habían conseguido independizarse y también habían conseguido, de origen, crecer –a fin y al cabo hijos de la potencia más desarrollada en sentido capitalista– industrialmente.

Napoleón Bonaparte, en guerra con Inglaterra, vendió la Luisiana a los norteamericanos. La Florida, rescatada por España de manos de los ingleses, fue “cedida” en 1819, bajo presión, a los Estados Unidos a condición de conservar las fronteras hacia el occidente (esto es: México, dos años antes de la consumación de la independencia). Así, el territorio original de Estados Unidos se duplicó; pero el país creció como si se tratara de dos: los estados originales, ya lo hemos dicho, estaban marcados por la industrialización, en tanto que los nuevos estados estaban en manos de aristócratas terratenientes; lo que no es casual, pues su desarrollo económico estaba más identificado por el modo de producción novohispano.

Mientras, un México atorado en el pasado, además de sus problemas internos tenía que enfrentar –o fingía enfrentar, pues no contaba con recursos físicos ni financieros necesarios– el expansionismo norteamericano, francés e inglés (estos dos últimos bajo pretexto de viejas deudas) y las pretensiones españolas de reconquista.

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Santa Anna detiene en Tampico la última invasión española. Pierde una pierna en una batalla contra una primera invasión francesa que reclamaba resarcir los daños a un pastelero francés durante una revuelta (seis años antes); el conflicto se resuelve por mediación de los ingleses sin ganancia para ninguna de las partes. Derrota y después es derrotado por los texanos insurrectos y regresa, no sin antes ordenar la retirada de las fuerzas mexicanas de Texas, gracias a la intervención del presidente norteamericano como primer paso para la posterior anexión, de la que de momento no puede expresar su júbilo en virtud del compromiso adquirido en la firma de cesión de la Florida. Pero la aceptación de la independencia por parte del general mexicano, aun con la vicepresidencia de la nueva república texana en manos de Lorenzo de Zavala (quien fue vicepresidente de México en el periodo de Vicente Guerrero), es un buen principio.

Regresa como triunfador y en contra de la voluntad de los liberales restituye y aumenta el poder del clero. No hay decisión de gobierno en que no intervenga la opinión de los señores de sotana y crucifijo, lo que en el corto plazo unifica la animadversión hacia “Su Alteza Serenísima” y el clero desde posiciones diversas: el criollaje ilustrado y el mestizaje de distintos signos e ideologías, y hasta el sin ideología. Entre los viejos insurgentes advenidos de la masonería yorkina y las nuevas generaciones de políticos y pensadores educados en la Ilustración y el liberalismo político y económico: el laissez-faire, laissez-pasé, aunque el capitalismo aún tendría que esperar muchísimos años para instaurarse, puesto que ni siquiera se había dado el fenómeno de acumulación originaria del capital.

Ésta, para los Estados Unidos –debido al crecimiento territorial y ante la necesidad de unificar el modo de producción para privilegiar el capitalismo– sería una condición impostergable para el desarrollo de la economía norteamericana, según lo veremos después; de ahí la urgencia en concluir el proceso de expansión (para infortunio de México) y la resolución de la cuestión nacional –lo que ocurrirá posteriormente mediante la Guerra de Secesión– entre el norte industrializado y el sur dominado por la aristocracia terrateniente y esclavista.

Aquí se demuestra, para desdoro de quienes quieren creer que México puede hoy compartir destinos con Estados Unidos, la incompatibilidad de intereses e historia. Mientras que las trece colonias angloamericanas se independizaron para montarse en el futuro industrializado, México lo hizo para perpetuar los privilegios de la aristocracia y el clero, terratenientes con características de tipo señorial y cuasi feudal.

Estados Unidos se anexa Texas ante la protesta de México que insiste en la intermediación de otras potencias. No se llega a acuerdos y ante la negativa mexicana de aceptar la anexión, puesto que jamás reconoció la independencia, la potencia del norte declara la guerra a México; una guerra que el ofendido no está en posibilidad de llevar a cabo y que tarda en manifestarse en estado de guerra, lo que hace finalmente –dos meses después– más por dignidad que por otra razón y forzado por la invasión de su suelo desde tres frentes: hacia Nuevo México y la Alta California, desde Texas hacia el centro de la República, y desde el Golfo de México –Veracruz– hacia la capital, también.

Y una vez más, la defensa es encabezada por Santa Anna, quien es nuevamente presidente. ¿Cómo puede ser posible? Porque los desnacionalizados sueñan –como hoy– con alianzas “estratégicas” con los poderosos a cualquier precio. Sus corruptos incondicionales y el clero lo apoyan.

Analice el lector lo siguiente: en enero de 1847, el vicepresidente Valentín Gómez Farías emite una ley que anuncia una incautación y venta de bienes de la Iglesia para reunir fondos para la defensa nacional, mismos que estima en 15 millones de pesos. Santa Anna abandona el frente de batalla (en el norte, donde se encuentra en posición de infligir una derrota al invasor) porque el clero –apoyado por una rebelión de gente de clases altas y medias que el pueblo ha bautizado como “polkos”– exige que se eche abajo la ley a cambio dos millones como contribución a la causa, a lo que Su Alteza Serenísima accede; retoma el poder, destituye a Gómez Farías y anula la vicepresidencia. Prefiere salvaguardar los sagrados intereses en detrimento de los de la integridad de la patria.

Ante la falta de recursos para la compra de enseres para la defensa los estadounidenses llegan a la misma capital de la República. En el convento de Churubusco, uno de los últimos bastiones de los mexicanos, los norteamericanos exigen a los defensores que entreguen el parque. Y el general mexicano contesta: «Si hubiera parque, no estarían ustedes aquí”.

Y esa fue la característica reinante durante toda la intervención: la falta de recursos para armar un ejército defensor. México perdió la guerra por ser un país sin posibilidades de hacerse de un buen arsenal, instrumentar un buen ejército y por las traiciones documentadas de Santa Anna en contubernio con el clero.

El 14 de septiembre de 1847, apenas dos días antes de festejar 37 años del inicio de la independencia y faltando 14 para conmemorar 26 de la consumación, se iza la bandera estadounidense en Palacio Nacional: la suerte está echada. Santa Anna se auto exilia y el nuevo gobierno se desplaza a la ciudad de Querétaro. Al año siguiente se firma el Tratado de Guadalupe Hidalgo mediante el cual México pierde más de la mitad de su territorio, no sin la pretensión norteamericana de apropiarse, también, de la Baja California y obtener el libre tránsito por el istmo de Tehuantepec, condiciones a las que México se niega rotundamente y que finalmente acepta la potencia.

México perdió más de la mitad de su territorio: dos millones cuatrocientos mil kilómetros cuadrados (una extensión similar a la Siberia occidental). La historia de todos los tiempos y lugares del mundo no registra nada igual, (suena raro que el ex presidente Fox se refiriera a los norteamericanos como “socios y amigos”).

Ahora bien, habría que preguntarse ¿por qué fracasaron los intentos de Gómez Farías de “poner al día” a México? Él basaba su actuar político en el ideario del brillante pensador ilustrado –jacobino– José Ma. Luis Mora. “Poner al día” significaba situar al país al nivel de circunstancias sociales y políticas que privaban en Europa después de la Revolución Francesa, la Revolución Industrial inglesa y el sistema político de los Estados Unidos, que tenían como objetivo derrotar a la aristocracia terrateniente para privilegiar el ascenso de la burguesía. Sólo que en México no existía una burguesía propiamente dicha.

Las clases medias y altas eran resabios –aún poderosos– del viejo régimen colonial que estaban lejos de poner la lápida sobre el sepulcro. Eran aristócratas y comerciantes, muchos venidos a menos, que soñaban con una vuelta al régimen monárquico (antes de la intervención norteamericana Lucas Alamán propuso llamar a gobernar a un príncipe español).

Santa Anna representaba –por un lado– los intereses del mestizaje que se hacía del poder mediante la práctica del golpe de Estado dirigido por la soldadesca oscura que cambiaba de bando político según le convenía.

Así que el país se estacionó en un largo periodo de estancamiento en el cual las contradicciones no conseguían resolverse. Y es que las ideologías más avanzadas nada pueden hacer contra el mundo de lo concreto cuando no existe la mínima correspondencia entre ambos.

En Europa, el pensamiento ilustrado surgió porque las condiciones materiales empujaron a ello. En México, el pensamiento ilustrado surgió como manifestación puramente intelectual. Era como tener los planos para construir un corral sin contar con caballos. Como planear construir una escalera en un edificio donde no hay pisos altos.

Santa Anna se instaura en el poder ejerciendo la presidencia de la República en once ocasiones gracias al reparto que hace de la poca riqueza disponible (y a la no disponible: los préstamos, deuda pública e impuestos absurdos) haciendo de la corrupción un modo de vida (modo de vida que llega hasta nuestros días). De ahí su larga permanencia en el poder a pesar de todos los pesares. Un modo de vida que le permite al mestizaje obtener la cuota de poder político y económico que desde la Colonia le había sido «pichicateado» e, incluso, negado: la hora de la “justicia”, largamente acariciada, llega con el generalote cojo, quien –por otra parte- pone sus oficios militares y políticos al servicio del clero; el asunto del Patronato se resuelve pragmáticamente: la Iglesia administra sus bienes sin la mínima ingerencia del Estado.

Hagamos un breve salto al presente. El presidente electo en tribunales, Felipe Calderón, recientemente invitó a inversionistas extranjeros a situar sus capitales en México bajo el argumento de que “… México no es la Tierra Prometida; pero sí la Tierra del Futuro”. Error; Calderón Hinojosa ignora la historia del país que gobierna.

Como hemos visto a lo largo de este escrito, México insiste en mirar hacia atrás, hacia el ayer. Los intentos por modernizarlo, por “ponerlo al día” han sido abortados por las fuerzas reaccionarias (y el partido del presidente es una de ellas). Esas fuerzas que aspiran a la inmovilidad y al retroceso sólo han sido contenidas en dos periodos bien definidos: el de la Reforma y República juarista (que concluyó con el fallecimiento de don Benito y cedió paso a la dictadura de Porfirio Díaz) y la Revolución Mexicana, la que posibilitó profundas reformas en lo tocante a la justicia social al mismo tiempo que propició la tardía implantación del capitalismo, como modo de producción dominante, bajo una tónica especial: como capitalismo monopolista de Estado, porque el largo gobierno anterior no fue capaz de fomentar o forjar una burguesía ni privilegiar el crecimiento del capital privado nacional sino atraer capitales extranjeros que se fueron apropiando de la economía mexicana haciéndola dependiente del exterior.

Precisamente por reptar en un pasado de añoranza; añoranza por la monarquía, los privilegios señoriales, las haciendas semifeudales y blasones –de bisutería– que la Colonia, el gachupín, les negó a ellos: la gente decente, católica y misericordiosa; a ellos: los criollos.

Volvamos. Santa Anna regresa y se instaura como dictador vitalicio; pero las fuerzas que se le oponen, una nueva generación de políticos, militares, poderes fácticos devenidos de la vieja insurgencia independentista y pensadores jacobinos ilustrados, más radicalizados, se encargarán de poner fin a de 30 años de caudillismo y, por añadidura, derrotar a su patrocinador: el clero.

Ellos son los iniciadores de la Revolución de Ayutla, la que veremos en el siguiente capítulo.

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* Escritor, periodista, cantautor, músico y creador de íconos a partir de la fotografía.

El capítulo anterior de este ensayo, mayor información sobre el autor y enlaces a los textos que lo anteceden, se encuentran http://www.pieldeleopardo.com/modules.php?name=News&file=article&sid=4009″>aquí

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