¡Milagro del poder mediático! – EL ADMIRABLE GEORGE BUSH, LA ADMIRABLE SEÑORA

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

No me da la gana de entregarme a los zafarranchos de fin de año. No digo que mi comportamiento sea totalmente comprendido por mi familia o que éste no vaya a causarles ciertas molestias emocionales. Pero lo cierto es que en el seno familiar se nos presentan las mismas disyuntivas que se presentan a todos los hombres y mujeres de otras naciones e, incluso, los mismos antagonismos que caracterizan las relaciones internacionales contemporáneas. La paradoja es vital.

Con motivo del fin de año, ¿debemos celebrar o debemos reflexionar sobre aquellos hechos, visibles o invisibles, que afectan a la familia, a la nación y al mundo? Todo invita a reflexionar, máxime que la farsa finianual termina rápido y a su paso sólo quedan hartazgos, borrachos, violencia, basuras, presupuestos maltrechos y esperanzas rotas.

Y aquí está el año nuevo estrangulado por los problemas heredados de su homologo viejo. Porque por irónico que parezca, los años nuevos no producen hombres ni ideas nuevas sino una involución hacia las ideas ancestrales que culturalmente nos han inculcado las clases dominantes como arquetipos genuinos, lícitos, divinos y deseables.

La sociedad estadounidense, para citar un ejemplo, a través de su historia ha producido hombres y mujeres ejemplares (científicos, inventores, educadores, escritores, periodistas, poetas, artistas, humanistas, pacifistas, pastores de almas) que han sido y seguirán siendo objeto de admiración e inspiración. Hombres y mujeres de talento, sobrios, racionales, amantes del progreso, de la paz y la justicia. Hombres como Jefferson, Paine, Hamilton, Madison, Linconl, Edison, Poe, Santayana, King, Gate y millares más de ciudadanos ejemplares que, a no ser por la intolerancia reinante en el país norteño, bien podrían figurar como iconos de la justicia y de la civilización universal. Pero este año viejo terminó anclando a la mayor parte de la sociedad norteamericana al salvajismo, al utilitarismo, al destino manifiesto y a todo lo que representa los antivalores de esta sociedad que a través de la historia ha venido jactándose de ser la más civilizada y democrática del mundo.

Así, solo así, puede explicarse que la mayor parte de la opinión pública norteamericana –según encuesta del Instituto Gallup publicada este martes en el diario USA Today– haya escogido a míster Goerge Bush como el hombre más popular y admirable de los Estados Unidos y del resto del mundo. ¿Y quién sigue en la lista de popularidad de los norteamericanos?: el secretario de Estado Colin Powell y el Papa Juan Pablo II (cuatro por ciento de los votos). Entre las mujeres, Hillary Clinton, esposa del ex presidente Bill Clinton, es la mujer más admirada en el surrealista país de Allan Poe.

Y los resultados de esta vergonzante encuesta se difunde a los cuatro vientos como si tratara de una auténtica revelación divina, un don admirable de la justicia y de la civilización, un jalón de orejas a las ideas viejas, cuando en verdad se trata de una manifestación más de la podredumbre espiritual que aún impera en aquellas junglas de cables, máquinas, acero y concreto donde viven como cautivos millones de seres humanos mostrencos, chiflados, intolerantes, bárbaros, que aún creen que por mandato divino están en la obligación de civilizar a los salvajes y que esa misión mesiánica la ejecutan a la perfección sus gobernantes (aunque estén más tarados que Procusto o más desprovistos de inteligencia que un puñado de almejas en una paila de agua hirviente). ¡Milagro del poder mediático!

Hillary Clinton, ¿es admirada por ser mujer, por ser escritora, por su inteligencia o por ser la cornuda modelo de la sociedad en EEUU? Por ser mujer, no; porque en esta sociedad no se respetan los derechos de las mujeres en la misma proporción, por ejemplo, en que se hacen valer los derechos de los animales (como el derecho de los perros y gatos a la herencia) o los derechos de los militares criminales a ser juzgados por tribunales especiales.

Un país que posee los mayores índices de violencia doméstica y de prostitución femenina –física y mediática– difícilmente podría elevar a la categoría de ícono a una mujer, aunque ésta tenga la venerable jerarquía de santa como la madre Teresa de Calcuta. Por ser escritora, no; primero porque no es de las mejores escritoras del país norteño; segundo, porque su «best seller» es pura tripa como el programa basura que se presenta aquí en Panamá y que se llama «trapos íntimos». ¡Sepa Cristo dónde hacen semejante porquería!

Lo cierto es que los trapos íntimos de Hillary Clinton no dejan de ser eso: trapos venidos de un país de trapos sucios que gracias a su poder mediático nos los presenta con el dudoso valor místico e histórico del Manto de Turín. ¡Esto es telebasura que los grandes poderes mediáticos corporativos quieren presentarnos como si se tratara de nuevas versiones de los Santos Evangelios o como genuinos textos sacros acabados de desenterrar!

Por su inteligencia, no; primero porque no creo que ésta sea la mujer más inteligente de su país; segundo, porque no es la inteligencia una cosa apreciada por el común norteño de la misma manera que se hace con Micky Mouse, Superman, O. J. Simson (a éste no le dieron un par de cadenas perpetuas por simpatías raciales o porque alguien creyera que en su inocencia: aquí imperó el temor a la popularidad del criminal y el temor al voto de castigo de los millones de seguidores de este héroe desprovisto de seso) o con cualquiera de los hombres y mujeres, reales o ficticios, que llegan al pináculo del poder y de la gloria sin que para ello cuente la inteligencia intrínseca (sólo la inteligencia agregada o artificial que le implantan a estos seres/mercancías la sociedad de consumo y los interese creados).

Entonces, Hillary Clinton, ¿qué otra cosa podría representar que no fuera a la cornuda modelo de la sociedad norteamericana? Antes de desarrollar esta idea, deseo manifestar que no critico a la señora Hillary por ser mujer ni mucho menos por la dudosa admiración que le profesan en su país. Tampoco profeso muestras de antipatías hacia su esposo y ex presidente Bill Clinton. Por el contrario, los aprecio mucho. Porque ambos fueron palomas que cayeron en las garras asesinas de los halcones de la guerra que querían que Bill Clinton adelantara el 11 de Septiembre y que sin mayores dilaciones iniciara la guerra petrolera que la actual administración y la mayor parte de la opinión yanqui llaman guerra contra el terrorismo, por la libertad, la democracia y otras yerbas que sólo crecen en los jardines míticos de la Roma americana.

No digo, pues, que aplaudo las relaciones adúlteras. Pero tampoco creo que la relación sentimental del ex presidente Clinton con la entonces joven becaria Mónica Lewinsky sea más pecaminoso que el homosexualismo del general que invadió a mi país el 20 de diciembre de 1989 (creo que le llamaban Max Mad) o menos preocupante que el tigre que lleva tatuado en sus ancas el también generalísimo asesino John Poindexter.

En un país donde se ha superado en cantidad y calidad los vicios de Sodoma y Gomorra, ¿hay motivos reales para encandilarse por la mamadita pasajera de una atractiva chiquilla? Por favor, señores, no sean tan hipócritas. No sean tan idiotas como para creer que en el resto del mundo la totalidad de la gente es tan mentecata como ustedes. A Bill Clinton lo humillaron los medios de comunicación como jamás se había humillado a presidente alguno. Y digo humillado, no criticado. ¿Por su pecado de sex-oral? No, no, no. Mil veces no.

Sencillamente porque no tenía la dócil brutalidad de que hace gala su actual homologo que no ha pensado (¿piensa?) dos veces en fabricar los pretextos necesarios para iniciar una guerra planetaria «contra el terrorismo», que en su trasfondo no es más que una guerra brutal, sangrienta, contra ex aliados del mundo árabe (Afganistán, Iraq y otras naciones) para despojar a estos países de sus riquezas petrolíferas. Y no importa que para ello haya que recurrir a las mentiras. A los autoatentados. A destruir civilizaciones milenarias. A matar a miles de hombres, mujeres, ancianos y niños inocentes. A mandar a infelices jóvenes negros e hispanos a una tierra hostil para que éstos regresen, con suerte, despedazados en bolsas negras de botar basura.

¿Y cuál es el mérito real de Hillary Clinton? ¿Haber perdonado la infidelidad de su marido? ¿Haber hecho de tripas corazón para mantener la unidad de su familia? ¿Haber soportado el ensañamiento de una prensa democrática? ¿Haber aprovechado la oportunidad (¿acaso no es la oportunidad el don más codiciado en la sociedad americana?) para convertirse en senadora y escritora de escaparate? Quizá hubo algo de todo esto, pero no en forma determinante.

En el fondo, el mérito de Hillary fue evitar, con su complicidad, que todo el sistema económico y moral de la sociedad norteamericana se desplomara, arrastrando a su paso el bienestar material de que gozan, han gozado y seguirán gozando desde aquellos lejanos años cuando el territorio original de las trece colonias comenzó a expandirse (1803) y los especuladores de tierra y logreros comenzaron a apoderarse de las vidas y bienes de los pueblos vecinos, anexados y subyugados en virtud de un falaz y engreído destino manifiesto. Eso fue todo. Este es el gran mérito de Hillary Clinton. Y para esto no necesitó ser mujer o ser inteligente. Sólo necesitó ser cómplice de una sociedad machista, irracional y guererrista.

Hillary actuó como debe actuar toda mujer en una sociedad machista: cerrar la boca y perdonar a su marido para salvar a su familia y para salvar la opulencia mal habida de que disfrutan los que hoy la convierten en un ícono de la hipocresía de la sociedad norteamericana. Pero esta admiración no es un reconocimiento sino una forma de cerrar las grietas de un escándalo provocado, por los señores de la guerra, que puso de rodillas a todo un sistema de explotación e hipocresías ancestrales.

¿Y por qué ocurre esto? Básicamente por dos motivos: primero porque las clases dominantes yanquis comparten con las masas los despojos de sus saqueos imperiales; segundo, porque las clases dominantes yanquis invierten tanto dinero en armas de destrucción masiva (para los extranjeros) como en armas de distracción masiva (para nacionales y extranjeros). Y quien fabrica estas armas de distracción masiva no podría hacer menos que justificar el uso que se le da a las armas de destrucción masiva, a las guerras, a los saqueos, a las invasiones, a las cruzadas, a los golpes de estado, a la impunidad de los países aliados, al desahucio derecho internacional y a la proscripción de los derechos y libertades ajenas.

Bien, bien. Se trata de crear una especie de pensamiento oficial que sea como una moneda universal de curso forzoso, obligatorio, para todos los yanquis y no yanquis que habitan la tierra. Es la versión yanqui de Inquisición católica que llevó a millones de hombres y ignorantes y hambrientos a «defender la fe» para que el papado reconquistara o intentara reconquistar las rutas del comercio con Oriente.

Y en nuestra época este milagro se ha hecho realidad en la sociedad norteamericana, por lo menos parcialmente, no como un don de la fe sino como un fruto enfermo de poder mediático. Porque la estadounidense ha dejado de ser una sociedad libre, pensante, amante de la justicia, para convertirse en una sociedad cautiva, acrítica que, a cambio de su propio bienestar, avala y endiosa a todos los que hacen posible este estado de bienestar material (gobernantes, ejército y mega empresarios) que llena de luto, dolor, inseguridad y miserias a todo el planeta. Y por eso no resulta extraño que el actual presidente George Bush, según la encuesta en mención, resulte el hombre más admirado (admirable) para el 29 por ciento de los entrevistados (seguido de lejos por el secretario de Estado Colin Powell y por el Papa Juan Pablo II).

¡Vaya paradoja en un país que en la misma constitución política invoca la protección divina! Esta es la retribución que recibe un individuo demente que mantiene vigente las grotescas estampas de la conquista del oeste, digno discípulo del general Felipe O. Sheridan que decía que el mejor indio era el indio muerto o de aquel que cínico que teóricamente dividía al mundo en «the West and the rest».

No importa que la sociedad norteamericana haya dejado de ser una asociación hombres y mujeres libres para convertirse en una plebe esclava de miedos reales o imaginarios donde hasta para ir al servicio la gente tiene que estar vigilada por un policía o donde hasta para comerse una fruta a la misma haya que hacerle un análisis de laboratorio. ¿Y la culpa es exclusivamente de George Bush? Para decir verdad, no. Porque lo que ha hecho éste y muchos otros presidentes yanquis ha sido hacer lo que la opinión pública quiere que se haga: mantener vigente el legado de sangre y violencia que hizo posible la fundación de los primeros pueblos y ciudades norteamericanas en una geografía habitada, según la perspectiva de los mismos colonizadores, por salvajes, incivilizados, y desamparados por el «dios verdadero».

¿Y la culpa es exclusivamente de opinión pública? Para decir verdad, no. La culpa es de quienes hacen la opinión pública norteamericana. Esto es como un cuento fórmula o encadenado (como el cuento del capacho). Porque los que hacen la opinión pública son los medios. ¿Y de quiénes son los medios? Los dueños de los medios son los dueños del petróleo, de las fábricas de armamentos, de las fábricas que producen los químicos que se necesitan para hacer o procesar drogas, de la industria de la distracción, de las compañías madereras que arrasan la selva amazónica y de cualquier otra actividad que sirva para lucrar o para convertir al planeta en una gran olla de presión a punto de explotar.

En otras palabras, el confort material ha hecho posible que la mayor parte de sociedad norteamericana haya perdido su espiritualidad y su cacareada devoción por la democracia y la libertad. Sociedad obnubilada. Sociedad sin juicio. Sin sentido común. Sociedad aislada. Sociedad premunida de impunidad. Sin piedad por la gente humilde que va a morir a otras tierras para defender a una sociedad que la desprecia. Sociedad de sangre. Sociedad de terror. De mentiras. De farsas. Decadente y sin libertades.

Sólo una sociedad así puede sentirse admirada de un hombre de la talla de George Bush que mata a la gente, para su propio beneficio, con los pretextos más cínicos y triviales que puedan concebirse. Es, en pocas palabras, una población idiotizada que se deja seducir por las imágenes de un asesino que propagandísticamente sostiene en sus brazos a una bebé sin importarle que miles de bebés como los que el sostiene en sus brazos mueren diariamente en Afganistán, Iraq, Palestina y otros pueblos. «Show, show», de sangre, de lágrimas, de dolor, que sólo son perceptibles cuando baja el dólar, se desploma la bolsa de valores o cuando sube o baja la popularidad de los gobernantes de turno. Esto es cristianismo, supongo.

Los norteamericanos comunes mayoritariamente están convencidos que George Bush es un mesías. Que ellos son la megacivilización por excelencia. ¿Y qué piensan los europeos de este asunto? A la pregunta «¿Cree usted que la política del presidente de los EUA, George Bush, ha hecho que el mundo sea un lugar más seguro que antes, más peligroso que antes o igual?» formulada por Taylor Nelson Sofres (TNS) para la cadena de televisión estadounidense CNN y la revista Time, el 57 por ciento de los europeos opina que la política de George Bush ha hecho del mundo un lugar más peligroso para vivir.

Esto significa que los europeos son más conscientes de que el mundo es ahora un lugar más peligroso para vivir. Por país, estos son los porcentajes: belgas, 69 por ciento; suizos, 68 por ciento; holandeses, 67 por ciento). Cosa que también opinan los españoles. Daneses, 53 por ciento; británicos, 52 por ciento; italianos, 51 por ciento. Se considera, de acuerdo con este sondeo realizado en once países europeos, que sólo un siete por ciento de los ciudadanos del Viejo Mundo considera que la política de míster Bush ha hecho del mundo un lugar más seguro para vivir. Un 31 por ciento es de la opinión que la situación mundial es la misma que existía a su llegada a la presidencia del más desarrollado y belicoso del mundo.

La convicción generalizada en el Viejo Mundo (especialmente entre los suizos, fineses, franceses, españoles y holandeses) es que los «los EEUU actúan solo por su propio interés» y que poco a poco se van quedando aislados. Sólo un 36 por ciento de los británicos piensa que en los últimos doce meses la situación de los norteamericanos ha empeorado.

Esto significa que el admirable Bush es un héroe nativo que aún no logra encandilar a la gente pensante del mundo ni que muchos menos ha logrado imponerle a la humanidad su ideología de sangre, odio y petróleo. Una héroe cuyo reinados existirá por todo el tiempo que sea capaz de ofrecerle a sus súbditos este confort que se logra privando a millones de seres humanos de su derecho a la vida y de su derecho a disponer de sus propios recursos naturales. Cuando míster Bush deje de lograr es objetivo, será desechado. Y así sucesivamente. Porque admirable sólo podrá ser en este país quien logre mantener de forma permanente este confort que se obtiene condenado a millones de seres humanos a la incertidumbre, al dolor, a las lágrimas, a la miseria y a la desesperanza.

Orgía de sangre convertida en milagro momentáneo por el poder mediático. Momentáneo, sí, porque nunca como son más vigentes aquellas palabras de Abraham Lincoln cuando dijo: «Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo».

Y es que sólo cuando se haya roto este consenso mendaz y mediático que endiosa criminales habrá sinceros motivos para festejar; no sólo porque habrá paz y justicia en el mundo; también celebraremos que sean los justos los admirados y no estos homúnculos, prohombres de la barbarie, que viven y actúan como si nunca pudiera colapsar este imperio de mentiras y de agresiones sangrientas que se han cometido y se siguen cometiendo al amparo de esta opinión pública criminalizada que no se percata de que por cada minuto que pase habrá un creyente menos de estos cuentos chinos que han tenido el trágico efecto de convertir en héroes a los agresores y en terroristas a todos los que critiquen o se defiendan de estas agresiones, físicas o mediáticas, de la Roma americana. ¿Milagro del poder mediático?

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* Periodista panameño.

Este artículo se reprodujo en diversos periódicos y revistas digitales de Europa y América Latina en el mes de enero de 2004. Hemos tomado su texto de http://rebelion.org.

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