Muchos gobiernos árabes temen el contagio de la revolución tunecina

Juan Guahán*

Túnez, uno de los países más pequeños y occidentalizados del África, vive una auténtica revolución política que el tiempo dirá si también se transforma en una revolución social. Allí, en el norte del continente africano, entre Libia y Argelia, limitados por el Mar Mediterráneo y el desierto de Sahara (que ocupa el 40% de ese territorio), viven algo más de 10 millones de habitantes que se independizaron de Francia en la segunda mitad de la década de los 50.

 

Desde esos días hasta la semana pasada solo dos gobernantes dirigieron los destinos de ese país. Habib Bourguiba, líder del proceso independicista, lo hizo hasta 1987, a partir de esa fecha gobernó el recientemente depuesto Zine-el-Abidin-Ben Alí.   

En estos últimos años Estados Unidos y Europa tuvieron en el gobierno tunecino un baluarte para contener el “avance” islámico. El Fondo Monetario Internacional (FMI) lo mostraba como un “modelo” a seguir por los demás países africanos. Allí reinaban las leyes de la “economía de mercado”. 

Todo parecía transcurrir en la paz impuesta por un régimen autoritario que desarrollaba una economía capitalista y respetaba las formalidades democráticas. La crisis, en los países centrales, hizo disminuir el turismo y la migración de trabajadores tunecinos hacia los mismos. Creció el desempleo, disminuyeron los ingresos de los sectores más humildes y muchos jóvenes veían como se esfumaba la posibilidad de tener un futuro digno.   

A pesar de ello África parecía resignada. Había quedado muy lejos en el tiempo la revolución nasserista, en el Egipto de los 50; las luchas anticolonialistas de los 60 –incluida la gloriosa Independencia de Argelia (1963)- están derivando, en muchos casos, en gobiernos aliados con el poder imperial; la fuerza que había llevado a Kadafi al poder en Libia perdió la vitalidad de sus inicios. La pérdida de fuerza de ese nacionalismo pan arábigo dejó un vacío que fue ocupado por diversos movimientos islámicos. 

Esa “normalidad” se rompió abruptamente cuando el 17 de diciembre Mohamad Buazizi, un joven estudiante universitario y vendedor ambulante de 26 años, se prendió fuego –muriendo días después- cuando la policía le requisó su mercadería. Tras cuatro semanas de constantes y crecientes movilizaciones callejeras, el corrupto gobierno de Ben Alí -tras varios intentos de hacer concesiones- tuvo que irse el 14 de enero. El Ejército le quitó su apoyo, se negó a reprimir y enfrentó a fuerzas policiales y hordas oficialistas que intentaron salvar lo insalvable.

El pueblo se armó de palos y constituyó, en muchos casos junto al Ejército, Comités de Autodefensa para evitar las provocaciones de los adictos al viejo régimen. Un gobierno provisorio –con algunas figuras del pasado- todavía no terminó de consolidarse porque el pueblo demanda “empezar todo de cero”. Mientras tanto se ha decretado un duelo nacional por los más de 100 muertos producidos con motivo de la represión a esta rebelión popular y se están liberando los presos políticos, incluidos los islámicos. 

Muchos países árabes, particularmente Marruecos y Egipto, tienen  miedo que esta rebelión se traslade al interior de sus fronteras. Los países europeos y Estados Unidos dudan.

Temen que este movimiento favorezca a los islámicos, aunque la sociedad tunecina es la más liberal de toda África, pero también saben que tienen que tomar distancia del “viejo régimen” aborrecido por la inmensa mayoría de ese pueblo en estado de rebeldía. Occidente la quiere controlar hasta en su nombre, denominándola “Revolución de los jazmines”, con ello la quiere acercar a los procesos que se dieron en el interior de los ex países comunistas del este europeo. 

*Analista de Question Latinoamérica

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