Mujeres afrodescendientes en Uruguay: la libertad y la servidumbre

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Silvina Santillán.*

Durante el carnaval, cuando la negritud es moda y el tambor resuena cada vez más al toque del blanco, emerge una comunidad donde la autoestima es casi una rara avis y las mujeres olvidan por unas horas sus trajinados días como jefas de familia y motor de organización social. El 25 de julio fue el Día de la Mujer Afrolatinoamericana y Afrocaribeña.

Históricamente marginada, en Uruguay la población negra experimentó tímidos avances con el gobierno de izquierda del Frente Amplio. Esta es la crónica de una danza que las mujeres afrodescendientes ya no quieren bailar.

Era comienzos de los años noventas, cuando Uruguay aún salía de los pesares de su dictadura. “En la escuela hubo una alarma, creo que por amenaza de bomba. La maestra nos pidió entonces a todos los chicos que saliéramos del aula tomados de la mano pero parece que a mí nadie me la quiso agarrar, entonces yo solita me puse las manos atrás y me las dí a mí misma”.

Con los condimentos suficientes para convertirse en trauma para una niña de pocos años, el recuerdo, resucita casi 20 años después en boca de Mael Ortiz, hoy de 28 años. De figura redondeada, cutis chocolate como sus ojos que ahora ríen, aún con cierto regusto amargo, Mael desgrana la anécdota que reconstruyó años después desde la remembranza de su madre, guardiana de la memoria de su pequeña, creciendo en esos años trabajosos que se mantienen con sutiles matices en la actual sociedad del pequeño país sudamericano, alguna vez bautizado por sus supuestas equidades de progreso la “Suiza de América“.

Con algo más de tres millones de habitantes en todo su territorio, la población afrodescendiente en Uruguay –cuyos orígenes se remontan al arribo forzado en el siglo XVII de esclavos africanos– bordea según cifras oficiales las 300.000 personas, poco más de la mitad mujeres, las más postergadas, hermanadas a sus congéneres blancas en el "ránking" de la desigualdad de oportunidades respecto de los varones.

La colectividad negra suma casi el 10 por ciento de una sociedad predominantemente blanca, que no termina de reconocerse en el espejo de su primera minoría. Esta se concentra en barrios históricos como Palermo y Sur ó periféricos de Montevideo y en departamentos fronterizos con Brasil, como Artigas y Rivera.

“El principal problema de las mujeres negras y jóvenes es que no se tiene estudios”, sostiene Mael, quien tiene clarísimo que en la escuela primaria fue donde más sufrió su color. Sin pareja ni hijos de momento –dato infrecuente en las mujeres negras cuya fecundidad es más alta que la de las blancas, a la vez que acumulan una mayor paridez en los segmentos más jóvenes (15-24 años) según estadísticas del ministerio de Desarrollo Social– Mael no terminó la secundaria y se dedica a cuidar niños; tarea que, junto al servicio doméstico, es donde más fácilmente se ocupan las afrodescendientes en Uruguay.

Bajó la persiana a los años de infancia en la escuela, en un ambiente tan distinto al de su barrio natal, Palermo, uno de los “bastiones” de los afro uruguayos, donde siempre se sintió una más. El colegio fue el que “marcó la diferencia”.

“Nos decían ‘negra cachumbambé…’”

Al grito guerrero de ¡tía!, ¡tía!, con el brío de sus tres años Mateo interrumpe la entrevista y aterriza en el deshilván de Mael que, apremiada por los berridos, pide disculpas, conduce y deposita al pequeñín en los brazos amorosos de su hermana y madre del “gurí“. Con ella comparte un antiguo departamento de coloridos vitrales en pleno centro de Montevideo, no muy lejos de su Palermo natal.

–Tuve una infancia linda, yo vivía en ese barrio que está lleno de afrodescendientes, no percibí mi realidad de ser negra hasta que comenzó la escuela. Veía que a mis compañeros los invitaban a cumpleaños y yo a algunos no iba, había bailes que se hacían a los que no estaba invitada –cuenta y recuerda el clásico insulto de esos años-. Nos decían ‘negra cachumbambé, una se sentía horrible. Había también un programa en la televisión con un personaje negro que se llamaba ‘Yankee Zulú’ o algo así y una música como bum-bum-bum-bum que pasaban durante la serie. Cuando entrábamos al aula algunos nos cantaban ese bum-bum-bum-bum, haciendo ruido como de lanzas, y yo odiaba a ‘Yankee Zulú’.

En 1830 la República Oriental proclamó la libertad de vientres que otorgó libertad a los infantes nacidos de esclavas, y doce años más tarde, en 1842, el estado uruguayo introdujo por la vía legal la abolición de la esclavitud tras un gradual proceso común en el Río de la Plata en los actuales territorios de Argentina y Uruguay. Pero transcurrió mucha historia en la joven nación, incluido el pasaje de una dictadura militar (1973-85) que arrinconó a la población negra, con el ánimo de “invisibilizarla”, hasta 1996 cuando, en democracia, la Estadística Nacional de Hogares relevó por primera vez las diferencias étnicas y cuantificó algo más de 165 mil afrodescendientes.

Diez años después, en una nueva medición oficial, la cifra trepó a 280 mil. Un crecimiento explicable, en gran parte y según expertos, por la reformulación, más precisa, en la pregunta que se utilizó para relevar la pertenencia racial y a un cambio en el reconocimiento étnico de las personas censadas, muchas de las cuales no se habían admitido negras una década atrás.

Para Beatriz Ramírez, titular de la Secretaría de la Mujer Afrodescendiente, el suyo es un país con características particulares: “primero, se autoidentifica como muy integrador, muy igualitario, pero si comenzás a rascar un poco comienza a mostrar que no ha sido tan así su historia. Inclusive cuando se hacen estudios o encuestas, claramente te muestran datos concretos de cómo la población se resiste a la convivencia con la población afrodescendiente”.

La Secretaría que maneja Ramírez es una conquista del gobierno de izquierda del Frente Amplio, primero socialista en la historia del país, que encabeza el presidente Tabaré Vázquez desde marzo de 2005. Ella, de 52 años, ha tenido otras conquistas: es una de las fundadoras de Mundo Afro, una emblemática organización no gubernamental nacida hace 20 años.

Motor de la concreción de algunas de las muchas reivindicaciones de un colectivo que a veces parece acostumbrado, con fatalismo, a su postergación, Mundo Afro realizó también en 1996 el primer diagnóstico sobre la condición de la mujer negra. “A 152 años de la abolición de la esclavitud, el 50 por ciento de las mujeres ocupadas incluidas en este estudio trabaja en el servicio doméstico (…) la misma actividad que desempeñaban mayoritariamente las mujeres negras en la época de la esclavitud”. Las conclusiones del documento siguen hoy vigentes.

 Las mujeres negras en su mayoría se dedican a “trabajos menos calificados y por lo tanto con menos ingresos y menos posibilidad de movilidad ocupacional, lo que determina el ciclo de pobreza y exclusión que la población afro descendiente vive, con una jefatura femenina en promedio alta”, explica Ramírez.

Contrario al resto de la sociedad uruguaya, la población negra se recuesta en los tramos más jóvenes y tiene una natalidad más alta. En cuanto a la permanencia y acceso a la educación, los jóvenes desertan el doble que el resto, fundamentalmente las mujeres que tempranamente ingresan al mercado laboral y asumen responsabilidades de manutención de sus familias.

También el aumento de mujeres negras encarceladas por delitos vinculados al narcotráfico y la rapiña, es un fenómeno de los últimos años debido al empuje de la crisis de 2002. Como efecto dominó de la hecatombe financiero-institucional que atravesó en 2001 la Argentina, país vecino y del cual Uruguay tradicionalmente ha dependido en materia económica, los orientales cayeron en picada con un desempleo que llegó al 25 por ciento.

Tambores negros

Y es que la ecuación mujer más negra suma problema y resolverlo es “el primer desafío así como velar por nuestras oportunidades”, sostiene Claudia de los Santos, de 40 años, coordinadora nacional de Mundo Afro, donde las mujeres también “nos juntamos para seguir desarrollándonos y no ser siempre empleadas domésticas. Queremos algo más”.

Aunque este año concretará posiblemente su traslado hacia otra zona capitalina, de momento Mundo Afro desenvuelve su actividad en un amplio y reciclado a pulmón predio municipal montevideano, contiguo al bar Fun-Fun donde en 1933, cuenta la leyenda, cantó Carlos Gardel, la voz mayor del tango del Río de la Plata. Lágrima Ríos (Lidia Melba Benavídez Tabárez) la “Perla Negra” del tango rioplatense y voz privilegiada del candombe, fallecida en 2006 a los 82 años, fue la emblemática presidenta de esta organización que hoy enarbola su figura como bandera; igual que la de otras dos mujeres potentes: Rosa Luna (1939-1993) y Martha Gularte (1919-2002), dos de las más rutilantes hembras que alumbró el carnaval uruguayo, una de las expresiones culturales más importantes del país y seguramente la única donde, durante un mes, la negritud es rey, alma y motor.

Pero no siempre fue así. A fines de los años 70, la dictadura acrecentó las distancias raciales en la expresión más literal del término cuando, disfrazada de razones edilicias, expulsó a parte de la población afro de sus barriadas capitalinas más populosas, Sur, Palermo y Cordón, hacia áreas más periféricas.

El eco de los tambores resuena omnipresente en las calles Isla de Flores y Cuareim, próximas a lo que fue el Conventillo Medio Mundo en el barrio Sur. Construido en 1885 en la actual calle Zelmar Michelini, con el tiempo el lugar que inicialmente albergó a la inmigración europea se transformó en uno de los centros más importantes de producción cultural afrouruguaya, junto con los conventillos de Ansina y Gaboto, todos ya demolidos.

Allí, en la pieza 38, un 2 de julio de 1953, nació Carmen Pereyra. “Vivíamos unas 300 personas… Se vivía en condiciones humildes, no precarias. Todos ahí eran trabajadores”. Brazos cruzados sobre el pecho, recostada en un sillón que conoció épocas mejores, Carmen mira pasar la tarde acompañada de su nieta y de otros vecinos que toman el aire y charlan a pocas cuadras de lo que fue el Medio Mundo, hoy un edificio de 44 apartamentos no totalmente terminado.

A unos metros de la rambla capitalina, uno de sus paseos más atractivos, basurales, suciedad y muchachotes casi tirados en las veredas campean al atardecer en esta barriada, tan diferente a las zonas acomodadas de Pocitos, Carrasco o Punta Gorda.

Butacones apilados aquí y allá esperan ser guardados hasta el próximo desfile de Llamadas, cuenta Mauricio, mientras pliega las desvencijadas sillas de madera verde y gris y apura un trago de cerveza Patricia. Carmen se queja y está enojada con lo del carnaval y las “Llamadas”, que se convirtió en algo para turistas en el que ahora nosotros “no vemos nada porque hasta nos cierran las calles”; antes uno “traía las sillas y veía, ahora es todo reja y policía”.

En recuerdo al día en que el negro era autorizado por sus patrones a descansar y divertirse, también disfrazándose con ropa de los amos, la “llamada” es la convocatoria de una comparsa al sonar de los tamboriles con la intención de sumar gente para el festejo que, originalmente y hasta hoy, se desarrolla en los barrios Sur y Palermo. Punto culminante del carnaval uruguayo, muchos opinan que estos desfiles que reviven los pesares de los esclavos y donde el tambor truena con un magnetismo hechizero se están “blanqueando” de la mano de quienes “vieron el negocio”.

El calendario uruguayo incluye desde hace tres años en sus efemérides el “Día Nacional del Candombe, la Cultura Afrouruguaya y la Equidad Racial” el 3 de diciembre, la fecha en que los militares desalojaron el Conventillo Medio Mundo.

“El candombe es de los negros pero gozan los demás…”

“El candombe es la expresión más fidedigna de resistencia cultural y política de este país de los afrodescendientes, fue ahí donde la población nuestra expresaba sus dolores, esperanzas”, sostiene Ramírez. Ahora todo el mundo baila candombe y “casi es moda, pero cuando era chica, mi mejor amiga María, que era blanca, todas las veces que salía conmigo a los tambores tenía que mentir, ella a los tambores no podía ir porque frente a la sociedad los que iban a ahí eran los negros y borrachos”, evoca Mael.

Activa integrante de la comparsa Isla de Flores, enfundada en una malla blanca y naranja combinada con un pollerón (falda) también blanco y con estrellas anaranjadas, Mael danza estas noches carnavaleras con el clásico movimiento que incluye balanceo, sacudida de caderas y alzada de hombros con una sensualidad y gracia rescatada de los rituales africanos.

En Uruguay, distinto del brillo de lentejuelas y de las coloridas plumas que predominan en el impactante carnaval de Brasil, el festejo tiene otro aditamento que le aporta el candombe pero también las murgas, una de las principales atracciones en los días del reinado de Momo. Mientras el candombe es el grito mitad festivo mitad guerrero de los esclavos contra sus amos, la Murga puede considerarse la protesta criolla (como se llamó en la colonia al nacido en América que descendía de padres españoles o de origen español) y los cantos de cada banda –diecisiete hombres disfrazados y con las caras pintadas– , verdaderas crónicas de denuncia social en clave satírica y humorística al ritmo de bombo, platillos y redoblante.

“Ahora sí/ hasta la vista/ viejo Quijote oriental/ que no hay cuerpo que resista/, pero hay alma de murguista palpitando el carnaval/ Ya se marcha el Gran Tuleque, murga capricho y pasión/ Sólo busca una coartada/ Que comente la barriada/ Aquí cantó un corazón”, se oye cantar al “Gran Tuleque”, una de las murgas con más tradición en Uruguay.

Considerado el más largo del mundo, el carnaval uruguayo tradicionalmente da su puntapié inicial a fines de enero con un colorido desfile por la avenida 18 de Julio, principal de la capital. El festejo se extiende hasta inicios de marzo con actividades –comparsas y en especial murguistas, parodistas y humoristas que recrean temas de la realidad del país y el mundo desde escenarios (“tablados)– en distintos barrios fundamentalmente de Montevideo pero también en localidades del interior. En la capital es la Intendencia la que coordina el espectáculo que vende más entradas en el país, ganándole incluso al fútbol. Los destinos de la recaudación son los que a veces generan suspicacias.

Nacida en Melo, en la frontera con Brasil, hace 58 años, cuando Mirta Silva llegó a Montevideo no era muy conciente del color de su piel pero tenía claro que con su piel marrón claro era la “blanca de mierda” de su familia negra. “A poco de llegar, me metí en un coro de negros, una etapa de mucho aprendizaje porque entonces el coro era una herramienta para nuclear mujeres y sensibilizar a la población. Las canciones tenían que ver con la africanidad, eran en español pero había frases en yoruba o en otras lenguas africanas”, dice Mirta mientras intenta contener el temblor de un Parkinson que la complica pero increíblemente no la frena en sus labores de costurera y artesana.

Instalada en una carpa presidida por un retrato de Lágrima Ríos y que exhibe artesanías afrouruguayas en el Teatro de Verano, una de las “catedrales” del carnaval capitalino, Mirta es jefa de su hogar desde casi siempre. Cuenta con dos hijos, uno de ellos muerto prematuramente a los 19 años, 2 nietas y una gran fortaleza, la misma que activó para aprender computación cuando la mayor se le fue a España y tuvo que vérselas con los misterios del "chat".

“Y esta es Ariadna, tiene 3 años”, dice orgullosa mientras, veloz como un rayo, pulsa el celular y muestra la foto de una sonriente morenita de dientes blanquísimos y con el cabello partido al medio en dos colitas. “Con el papá de mis hijos estamos divorciados. Se fue a vivir a Maldonado. Tenemos una buena relación pero nunca se hizo cargo. Mi historia es muy común en nuestra comunidad. No es que no tengamos marido ni compañero pero hay una parte económica que nos obliga a ser jefas de familia porque la mujer consigue más trabajo que el hombre. La mujer negra tiene más oportunidades pero aparte asume, asume porque hay que dar de comer a los hijos”, cuenta con naturalidad, mientras las primeras canciones del carnaval indican que la función comenzó.

En “las comparsas hay cada vez mas gente blanca, los blancos se apropian. Hay una canción que dice ‘el candombe es de los negros pero gozan los demás’ y eso es así. Hay una apropiación y hay también una mezcolanza y se pierde la esencia, esto se está convirtiendo en algo comercial, muy bueno para la intendencia, muy bueno para los que viven del carnaval pero no tan bueno para nosotros”, opina Mirta, y sus compañeros varones de carpa asienten, en silencio.

Sexismo a la uruguaya

Sacudiendo con coquetería sus largos y renegridos rizos rastas, Claudia de los Santos enumera las diferencias: antes, y quizás no mucho “antes”, se veía a la mujer negra como un “símbolo sexual” por sus pechos, por sus formas, por su cola, dice –enfundada en un jean que realza sus caderas rotundas– y agrega con sarcasmo: “muchas chicas blancas se quieren hacer rasta, pero sólo para el verano. ‘Qué divino’ dicen, pero yo ando todo el año con rasta”.

Ella aún se pelea a sus 40 años cuando en la calle, y casi siempre varones, le dicen ‘che, negra’, con tono despectivo “porque a veces en lugar de decirle un piropo a una mujer negra bien vestida a algunos hombres les sale un insulto”, reflexiona.

En los últimos años los casos de agresiones hacia las mujeres, por parte de varones, se incrementaron en Uruguay: donde el año pasado murió una mujer cada 13 días por violencia doméstica según datos del ministerio del Interior. En el caso de las mujeres negras asumen también una forma de discriminación, que puede ir desde un ataque verbal unido a la condición de género y raza a casos extremos de agresión física.

El uruguayo tiene una sutileza muy especifica para discriminarte, dice Mirta alargando la “u” del “muy”. “Vos te sentás en el ómnibus y están todos los asientos ocupados y el de al lado tuyo vacío y todos siguen de largo… En mi trabajo éramos cinco compañeros: el coordinador bien ‘motudo’ (por el cabello ensortijado, apretado, muy común en la gente afro) y otra compañera grandota, gorda y azul de negra. Cuando salíamos por los corredores todos juntos, la gente se abría. Era hasta gracioso entrar al ascensor y ver la gente mirarnos como diciendo ‘qué me van a hacer’, te dan ganas de ‘decir señora no se asuste, no mordemos, no hacemos nada’”.

En el diagnóstico sobre la mujer afrouruguaya realizado por Mundo Afro ya citado, el 35 por ciento de las encuestadas dijeron que alguna vez se sintieron discriminadas por ser negras, percepción que aumentó en los tramos más jóvenes (41 por ciento de las mujeres de entre 15 y 30 años) mientras más de un 40 por ciento mencionó haber sido hostilizada “de palabra o insulto” y en un 10 por ciento admitieron haber sido víctimas de “agresiones físicas y golpes”.

“Había una encargada que siempre tenía problemas conmigo, pero no me decía que yo era una mala costurera, no, lo que me decía es que era una ‘negra de mierda’”, recuerda Mirta, que tampoco le deja pasar una a “su” gente. “Aquí –dice y su mirada abarca la carpa– estamos aquí desde que comenzó el carnaval, exhibiendo artesanías afrouruguayas. Bueno, los negros casi no entran, mayormente son personas blancas. ¿No les da curiosidad?.

“En otras temporadas hice camisetitas que pinté con tambores o alguna escena con una mujer negra. Una chiquilina se acercó un día con su mamá, quería comprarse el bucito con un dibujo de una joven negra con trenzas con caracolitos, me había quedado divino. La madre le dice ‘sos loca cómo te vas a poner eso’. Se la llevó a otro local y al rato salió con otro bucito con unos dibujos chinos. A veces los negros discriminan a los negros”, resume.

Varones que no ayudan tanto

Mael dice que adora a sus amigos varones negros pero que como pareja son “desastrosos, completamente infieles, despreciativos de sus mujeres” y “contados con los dedos de las manos” aquellos que las respetan. “Es un tema de educación, la mujer siempre tenía que ser ama de casa y más las negras. Muchas mujeres negras soportan lo insoportable por tener su compañero pero ese no es mi caso. Yo no pretendo que alguien me mantenga pero tampoco voy a mantener a nadie, los jóvenes negros son desastrosos”, insiste.

En el marco de las grandes transformaciones que a nivel mundial experimentó la familia, desde fines de los 80 en Uruguay, la formación de la pareja también se fue desplazando en el tiempo, rezago que difiere de acuerdo al sector cultural del que se proceda. Al parecer, el patrón se repite en la comparación de las mujeres blancas y las afrodescendientes.

Estudios del ministerio de Desarrollo Social señalan que la proporción de mujeres que están en unión a los 20-24 años es 10 puntos porcentuales mayor entre las de origen afro que entre las blancas, situación que se equipara en la franja 25-29 años. En la treintena aparecen las separaciones y divorcios. A partir de los 40 años en cambio la cantidad de mujeres afrodescendientes en pareja es sistemáticamente menor respecto de las blancas en esas edades y desde los 55 años es perceptible una “desproporcionada magnitud” de mujeres negras que no conviven con su pareja.

La nuestra, sintetiza Beatriz Ramírez, es una realidad compleja que fortalece el planteo que venimos reivindicando y que es la necesidad imperiosa de impulsar políticas de acción focalizadas.

“Hay gente a la que le gusta decir que en Uruguay hay un racismo sutil, yo creo que es estructural y muy claro, donde en las relaciones raciales hay una suerte de armonía y convivencia siempre y cuando uno no transgreda los espacios asignados”, subraya.

Arropado por el tam tam de los tamboriles que van apoderándose de la noche, el graffiti amarillo fosforescente parece un grito. “Lágrima” se lee en un paredón verde de la calle Carlos Gardel. En los barrios Palermo y Sur nadie olvida a Lidia Melba Benavides Tabárez, motivo de orgullo de los suyos y que bien supo de húmedas lágrimas de gozo y dolor, compañeros de ruta del impulso integrador que late en su comunidad.

* De Artemisa (www.artemisanoticias.com.ar), portal de información sobre la mujer.
Despacho de www.argenpress.info

Esta nota forma parte del libro ¡Sin nosotras se les acaba la fiesta! América Latina en perspectiva de género, que es producto de un trabajo conjunto entre el Centro de Competencia en Comunicación para América Latina, la Fundación Friedrich Ebert Stiftung y la Asociación Civil Artemisa Comunicación.
 

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