Nadie al timón
Antonio Turiel - The Oil Crash
Pero mientras se discute intensamente sobre los galgos y los podencos de la CoVid, muchos otros fenómenos de impacto telúrico sobre nuestro mundo tienen lugar de manera bastante acallada. Tenemos, por un lado, las quiebras masivas de compañías petrolíferas de mediano (y no tan mediano) tamaño. Solo en EU, las quiebras de este año representaban, a principios de agosto, un pasivo de 55.000 millones de dólares.
La caída del sector petrolífero estadounidense es muy relevante porque, como comentábamos recientemente, la producción de petróleo de todo el resto del mundo lleva estancada desde 2015. Pero ni siquiera se puede echar la culpa de todo este hundimiento económico a la CoVid: lo cierto es que en EU las quiebras de compañías petroleras son muy onerosas desde al menos 2015, aunque bajaron desde 2016 gracias al apoyo de la Administración Trump.
Y ahora que el fracking muerde el polvo se empieza a hablar más alto y claro de las consecuencias del frenesí de la última década, y en particular el envenenamiento masivo de las aguas subterráneas. Pero ahora ya es tarde para lamentarse.
La debacle no acaba aquí. Con la actual crisis económica y caída de la demanda, la degradación del sector petrolero está tomando una aceleración que va mucho más allá del ruinoso fracking estadounidense. A mediados de agosto quebró Valaris, la mayor compañía del mundo en operaciones de pozos de petróleo en el mar. La mayor compañía mundial de servicios al sector petrolífero, Schlumberger, despide 21.000 personas y reduce drásticamente sus actividades. Y una de las grandes compañías petrolíferas del mundo, Shell, se ha visto expulsada del Dow Jones después de un siglo formando parte de ese selectivo índice bursátil. Los días de gloria de la industria del petróleo quedan atrás, y no volverán. Y con la caída de la industria del petróleo, no hay esperanza para la recuperación de la economía.
Tan grave es la situación del sector del petróleo, y tan incierto el mercado de la energía, que la Agencia Internacional de la Energía (AIE) ha tomado dos decisiones sin precedentes con respecto a su próximo informe anual, el World Energy Outlook 2020. Por una parte, adelante su publicación un mes (saldrá el 13 de octubre). Por la otra, aunque mantengan la proyección temporal de sus escenarios de previsión en los próximos 25 años, el foco de la discusión se centrará en los próximos 10; más aún, ofrecerán datos detallados de esos escenarios (que yo analizaré gustoso cuando llegue el momento).
Tal cambio de perspectiva en la predicción es un claro indicio de que estamos en un punto de transición: en cualquier sistema físico, un cambio de fase significa un límite en el horizonte predictivo. La nueva estrategia de la AIE es un reconocimiento implícito de que, llegando al peak oil, no se pueden hacer predicciones a largo plazo. Forzada por las circunstancias, la AIE reconoce, a su manera, que estamos en el umbral de un cambio de grandes dimensiones.
Y si mala es la situación en el sector de la energía, que alimenta a tantos otros, ¿qué decir del resto de actividades económicas? En España el tráfico áereo se ha reducido a menos del 10% de lo que llegó a ser (sí, una caída del 90%), y en el mundo en su conjunto se le estima una caída de alrededor del 60%, en consonancia con la caída del turismo mundial. El sector del automóvil (principal manufactura de los países más desarrollados) registra un hundimiento de más del 95% en Europa y del 90% en EU.
Y todo así. Se intenta mantener una apariencia de normalidad, pero cuando en octubre se proyecten los balances anuales, muchas compañías de todos los sectores económicos y de todos los países quebrarán, con consecuencias funestas. Estamos en medio de una crisis económica que hará palidecer a la del 2008.
Esta hecatombe económica, tan profunda y tan rápida, obviamente está creando una oleada de pobreza y riesgo de exclusión. La tensión social va a ir creciendo, inevitablemente, en los próximos meses, y si no se gestiona correctamente se pueden crear nuevos problemas de inseguridad ciudadana, sobre todo en aquellos países con menores sistemas de protección social…
Entre tanto, la crisis ambiental no da tregua. Este agosto vimos un fenómeno inusual: dos huracanes entraron simultáneamente en el Golfo de México. Entre tanto, los incendios en la Amazonia son aún mayores que el año pasado (aunque los medios no lo publiciten tanto) y en California la extensión de los fuegos forestales es tal que las estampas de San Francisco recuerdan a la película Blade Runner 2049.
Y en el Ártico, la evolución de la extensión del hielo marino ese año se ha parecido mucho a la del 2012, año que marcó el mínimo por culpa de una tormenta persistente que destrozó grandes extensiones de hielo (circunstancia que no ha concurrido este 2020).
Y así todo; las noticias ambientales tampoco dan un respiro.
Como ven, el mundo parece ir de mal en peor, en un proceso que no acaba de comenzar, sino que lleva ya años e incluso décadas de desarrollo.
Delante de este caos creciente (y recientemente acelerado), no es raro encontrarse con dos posiciones extremas, opuestas pero paradójicamente con un nexo común. Una de esta posturas es la habitual entre los neoliberales y anarcocapitalistas: lo que sucede es normal y todo se autorregulará, típicamente gracias al mercado y al ingenio humano. La otra postura es más del gusto de los amantes de las teorías de la conspiración: todo lo que sucede es fruto de un plan malvado, ideado por odiosas corporaciones.
Ambas ideas pecan de simplistas, de negar la existencia del caos en el orden establecido. En ambos casos existe la ilusión del control, la idea infundada de que alguien está a cargo y, o bien ya se encargará de arreglarlo todo (según los primeros), o bien es el culpable de que todo haya ido mal (según los segundos). En ambos casos la idea de que hay cierto control es reconfortante, incluso en el segundo: es preferible creer que todo esto es orquestado, porque así habría alguna posibilidad de reconducir la situación.
Nadie está dirigiendo la desbandada de las compañías petrolíferas. No hay un plan para rentabilizar el hundimiento de la industria automovilística. No se están consiguiendo beneficios con el parón de los aeropuertos. Nadie gana con el desastre ambiental.No hay nadie al timón. En primer lugar tenemos que entender esto. No para cambiar el rumbo, sino para tener uno.