Niña errante

1.913

Virginia Vidal.*

Escándalo suscitó la presentación de Niña Errante en plena presentación del libro en la Cineteca repleta de público. Rompió el silencio de los asistentes la voz de un hombre ofendido por los testimonios sobre la sexualidad de Gabriela Mistral que de su correspondencia se desprenden y se retiró denostando. Nadie dijo nada.

 

Al término del acto, un destacado escritor expresó su orgullo porque la poetisa era lesbiana. No sé si el denuesto es más o menos ofensivo que la alabanza.

Primera vez en mi vida que asisto a un acto cultural donde el comportamiento sexual de un creador —creadora en este caso— es más importante que la obra. Como si ella hubiera vivido exclusivamente en función de su sexualidad, como si esa parte de su existencia —que ejerció con reserva como derecho propio no comunicable a extraños—desvirtuara su genio poético.

Llegaron a la Biblioteca Nacional más de cincuenta mil hojas escritas por la poetisa, y cerca de diez mil cartas cuando Doris Atkinson, sobrina y albacea de Doris Dana, decidió donar a Chile el legado de Gabriela Mistral. Se sabe que no recibió la menor indicación para poner trabas a la publicación de la correspondencia.

Pedro Pablo Zegers, conservador del Archivo del Escritor, de la DIBAM, tuvo la alta responsabilidad de traer a Chile el legado. Él se encargó de la transcripción de este primer volumen de trabajos inéditos —labor ardua porque la Mistral escribía con lápiz de grafito—, más prólogo y notas. Publicado por Lumen, 2009, corresponde a nueve años de comunicación epistolar (1948- 1956)

Conviene recordar que Gabriela no encargó a Doris Dana hacerse cargo de sus escritos. Éstos quedaron abandonados en su casa cuando ella murió. Los encontró la profesora chilena Magda Arce, pero no pudo hacerse cargo de tal cantidad de material. Pidió ayuda a los diplomáticos chilenos en EEUU para ver si se podían traer. Le respondieron que no había recursos. Entonces acudió a Doris para que los preservara.

La correspondencia fue iniciada por Doris Dana un par de años después de haber conocido a la poetisa que dio una conferencia en el Barnard College, de la Universidad de Columbia.

La joven había colaborado con el crítico Charles Neider en la edición del libro La estatura de Thomas Mann (1947). Este conjunto de ensayos sobre el autor alemán incluía un texto que escribió Gabriela Mistral y su traducción fue supervisada por Doris quien entusiasmó a Gabriela con la idea de visitar a Thomas Mann. Saber este vínculo entre ella y el autor de la Montaña mágica sí que es como para sentir orgullo:

Se inicia la amistad entre la anciana y la joven treinta años menor. Doris acepta ser su secretaria. Aunque proviene de una familia que tuvo muchos bienes, ella no los posee. Es una muchacha culta, bonita, pero víctima de la depresión; además alcohólica, capaz de feroces accesos de cólera. Sus males la obligan a seguir tratamiento.

La lectura de Niña Errante permite rasgar la intimidad de una mujer vieja enamorada de su joven y bella secretaria. Este rasgón obliga a preguntarse si una escritura que se plasmó para ser leída por una sola persona debe divulgarse. Inútil aseverar si el ser testigo de tanta soledad, dolor, conciencia total de la vejez y la proximidad de la muerte, de la acechante señora Muerte, contribuye a conocer mejor la obra de esta mujer. Se aducirá que esta revelación la humana, pero resulta inconvincente argumento, porque ya demostró sobradamente su humanidad con la obra publicada.

Sabia costumbre la de Gabriela: romper las cartas de Doris: “Una sola carta tuya he tenido yo, una. Pero es tan hermosa, tan lindamente escrita que hace tres o cuatro días la llevo conmigo y no la romperé sin haber copiado las frases de ella que más me han confortado, removido. Cada vez que la saco de mi bolsillo, la beso como si se tratase de un documento de vida o muerte”.

Doris, en cambio, no destruyó las cartas de Gabriela. Tal vez su condición de secretaria le hizo respetar cada papel, sumado esto a otra costumbre de encarar las relaciones y a la certeza de que esos escritos no iban a circular en su medio.

A menudo se percibe en esta correspondencia la adopción de una personalidad masculina: “Estoy sumamente inquieto. Anoche soñé con mucho fuego”. “Yo vivo fijo en ti como un poseso” “Soy tan ciego que he visto muy tarde lo que pude ver temprano”. “Soy arrebatado, recuérdalo, y colérico”. Y como hombre (chileno antiguo) quiere comprarle la ropa, los zapatos, la comida, los pasajes, darle para sus gastos, proveerla de un todo. Pero el hombre se torna madre ansiosa ante la enfermedad y es abuela dándole recetas caseras, insistiendo en las consultas médicas y los tratamientos.

La permanente referencia a la enfermedad, las enfermedades acaso correspondan a la fantasía femenina de ser cuidada por (el) la amante saludable o de cuidar al (la) amante paciente.

A Gabriela la obsesiona el dinero —complejo de niña pobre—; una chequera se constituye en verdadero fetiche y adquiere rol protagónico (esta obsesión también se puede advertir en la correspondencia con su hermana). La malhadada chequera se convierte en protagonista de la relación. En tanto ella saca cuentas al dedillo, encarga compras, obsesionada por unos vestidos que le hacen falta, y reitera hasta el cansancio la necesidad de adquirir una casa con una huerta y estufas, buena calefacción, bien caldeada, porque se muere de frío. No sentir frío es su mayor anhelo.

Estas páginas están preñadas de largos dolores y escasas dichas, nada que sea ajeno a hijos e hijas de mujer: reproches, justificados rencores y resentimientos, humillaciones, impotente asombro ante la calumnia.

Sorprende como le cuenta a Doris de su estupor cuando —aun calumniada en su propia condición sexual— su anfitriona Dulce María Loynaz la echa de su casa en La Habana, inculpándola de haber preferido estar con una amante a asistir al almuerzo preparado para ella. Tal situación le impide asistir a los actos de homenaje a su admirado José Martí.

Pese a poner énfasis en su larga edad, a veces la traiciona su expresión y se revela con una idealidad juvenil al decir “que es preciso vivir la dicha hasta que ella se va o se agota; que es estúpido abandonarla por lo que sea: negocios, cortesías familiares, turismo, etc. Que lo divino no se ha de romper, quebrar, postergar. Porque todo daña al amor, excepto él mismo. Todo es duro agrio e insípido, tonto y robado menos Él mismo. Todo es basura, desperdicio, chatez, vulgaridad, plebe, menos Él mismo. Ojalá si eso divino dura en ti, tú te aprendas esto. Es lo único que te falta entender. Tú entiendes de este mundo casi todo, Doris Mía, «fenomenito» en el «espíritu de sutileza». Procuro cuidarme para ti. Yo no tengo razón de vivir. Cuando llegaste, yo no tenía nada, parecía desnuda, y saqueada, paupérrima, anodina como las materias más plebeyas. La pobreza pura y el tedio y una viva repugnancia de vivir. Todo lo has mudado tú y espero que lo hayas visto.”

Raramente la poesía ilumina esta prosa de la soledad y el desespero. Acaso esa luz irradia los nombres del objeto amado: “Niña errante”, “vagabunda”, “andariega”, “talones jabonados”. De repente, pareciera que se ve en Doris como en un espejo: con la energía de la mujer joven incansable en rodar caminos que se llamaba a sí misma la Cuenta-Mundo, la Vagabunda, la Trotamundos, la Patiloca.

Algo es indiscutible: Gabriela Mistral tuvo al final de su vida un afecto e ilusiones que aliviaron su extrañamiento y soledad, su vejez sin vuelta, su enfermedad irremediable.

* Periodista, escritora.
Dirige la revista Anaquel Austral (http://virginia-vidal.com)
Publicado originalmente en la edición impresa de la revista Punto Final (www.puntofinal.cl)

 

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