¡Orden en el prostíbulo!
Cristián Ferrer.*
En toda ciudad hay zonas iluminadas y callejones, barriadas populares y lugares turísticos. Y también "zonas rosa", espacios de transgresión donde se ejercen las artes más viejas del mundo. La policía conoce esas zonas al dedillo, no tanto porque pretenda hacer cumplir la ley a rajatablas, sino porque sabe que los prostíbulos no aparecieron como un injerto del infierno sino como un brote moral, consecuencia de intensas y oscuras necesidades.
El prostíbulo estaba contemplado en el plan maestro de la ciudad.Desde la emergencia de la ciudad industrial, las relaciones entre prostitución y prohibición han sido ambiguas, marcadas, no por la aversión, sino por el grado de tolerancia. El burdel y la taberna fueron refugio de los trabajadores en fuga de las desdichas fabriles. A su vez, la prostituta era para el socialismo clásico una prófuga de las fábricas.
Esos oasis que toda ciudad segrega no son negación del vecindario sino uno de sus contrapesos, y no es el desmedro lujurioso sino el ordenamiento del placer lo que rige a su cadena de montaje.
Parece excesivo que la división Moralidad de la policía administre un burdel de alto nivel pero resulta perfectamente verosímil. Aunque los estatutos indiquen lo contrario, la policía no existe para reprimir la ilegalidad a fondo sino para establecer una frontera móvil entre la ley y su transgresión, con el fin de dominar sus desplazamientos. Y en esa frontera suceden intercambios y enroques, en los cuales las partes travisten sus atributos.
En el trato policial con la prostitución no es la oposición moral-inmoral lo que está en juego, sino el cuidado de negocios que resultan deshonrosos para la opinión pública. Los vínculos entre el orden político y el orden prostibulario son antiguos en la Argentina. De los gauchipolíticos a los actuales funcionarios de celular, no han faltado escándalos relacionados con favoritas y niños bien descarriados, gatitas de alquiler y taxi-boys.
Al poder le bastaba con impedir que se mezclaran los tantos. Sólo el reporte periodístico u obras literarias menores de la década del 30, como las de Soiza Reilly o Barón Biza, revelaban esos dobleces urbanos. En cierto modo, un ministerio, un juzgado o un parlamento pueden ser considerados inquilinatos: la posesión de la llave no está garantizada de por vida.
También el prostíbulo es un hospedaje transitorio. Y hay pasillos secretos que conducen de un lugar a otro. Los recientes sucesos en Catamarca y San Luis expusieron esa ciudad secreta mirada con la vista gorda. En esas regiones semifeudales del país, los crímenes y escándalos hicieron notorios tales vínculos: el conserje o la madama parecían funcionarios gubernamentales; los proxenetas, operadores políticos y el burdel, un centro de gravedad institucional.
El vínculo entre política y prostíbulo se aleja de la antigua trata de blancas y se aproxima a la ampliación de los moldes del sexo tolerado. En ese umbral, la opinión pública experimenta los escándalos a mitad de camino entre la cruzada moral y el regodeo cruel. La evolución que lleva de las viejas casas de tolerancia a los actuales burdeles de lujo señala un salto temporal y moral. La opinión pública vacila entre dos épocas, signadas por la sexualidad definida y el polimorfismo sexual.
Si las demandas de higienización moral del espacio público se colocan sobre esta tensión temporal adquieren otro sentido que el del repudio a la corrupción económica.
Argentina ha experimentado hipócritamente las exigencias morales. A los compatriotas les gusta pensarse liberales, modernos y consumidores de cultura, pero todavía se sienten solidarios con un potente orden familiarista, que sigue debatiendo los límites entre libertad y libertinaje, ese lema cansino.
Una diputada afirmaba ayer que el escándalo de Oyarbide le produce asco institucional. Otros prestan atención al juego de poder detrás de los sucesos. ¿Problema de gustos o de mañas políticas?
Lo que en cambio no es un problema de gustos es que la policía no sólo se encargue de espiar los modos de vivir de la población sino que además administre los espacios de transgresión. El vigilante bueno de la esquina es una imagen nostálgica y apaciguante para la mentalidad progresista y solidaria de sus indecisiones sobre el futuro policial. Quizá la esencia del prostíbulo se comprenda mejor a partir del cliente que de la prostituta. Y esto lo sabe la policía.
* Sociólogo.
Addenda
El artículo se publicó en el diartio Clarín de Buenos Aires en mayo de 1998; su marco referencial es el escándalo que entonces ardía en torno de la relaciones entre policía y funcionarios civiles en el manejo de las llamadas "casas de tolerancia" y el asomarse "desde el armario" las preferencias amorosas de un juez.
A 12 años de esos hechos pocos probablemente en la Argentina los recordarán; pero si duda cualquier lector —en ese país y en otros del vecindario— podrán con amarga sabrosura hacerlos a un lado y nadar por los fondos de esas cenagosas aguas —ejemplos, creemos, no le faltarán en los varios órdenes de la institucionalidad en boga.