Alberto Maldonado S.*
El viejo profesor de colegio era conocido por sus alumnos como “El Viejo”. Y cuando uno de sus alumnos anunciaba que mañana El Viejo no iba a dar su clase de geografía, todo el mundo sabía de quién se estaba hablando. Un día, el viejo profesor le dio por convertir su hora de clase en una especie de conversatorio. Y sus alumnos dieron rienda suelta a sus inquietudes…
"¡Usted, señor, es muy cansado en sus clases!" “Usted, señor, no usa nunca otros recursos para que nosotros sepamos de qué está hablando”. "Usted señor —le dijo, finalmente, el Estrella— parece que está muy cansado". Y le preguntó: "¿No ha pensado en jubilarse?"
El viejo profesor ensayo una tímida sonrisa, que más parecía mueca. Jóvenes –inquirió— ¿tienen ustedes idea de cuántos años llevo en esto de la cátedra? Los alumnos le dieron, a gritos, varias cifras: treinta, cuarenta, cincuenta. Hasta que el humorista del curso del curso le gritó: doscientos años, profesor.
Y el viejo profesor ensayó nuevamente una sonrisa y apuntó: Bueno, no tantos. Pero ya voy por los cuarenta y cinco. Y a los 45 años de profesor, ya uno está cansadísimo y, sobre todo, aburridísimo, mucho más que ustedes, jóvenes. Todos los días lo mismo y lo mismo. Ustedes no saben que dicto clases en un colegio más. Y debo correr, de un lado para otro. No me queda más remedio que hacer eso porque debo llevar a la casa el dinero que necesito, para vivir con mi familia.
"¡Jubílese, jubílese!" Volvió a gritar el Peñaherrera; y algunos otros se unieron al griterío: Si, profesor, jubílese, jubílese. Ya usted necesita descansar. Y el chistoso del curso volvió a agregar: Y nosotros también.
El profesor puso cara de serio. Y ensayó una explicación: Bueno, yo también he pensado que ya debo jubilarme. Preguntó: ¿Saben ustedes por qué no me jubilo? No me jubilo porque las jubilaciones, en este país, son de a perro. Y yo tengo todavía mi última hija estudiando en la
universidad; y debo aportar mensualmente a otro hijo que está sin trabajo. Y la jubilación que reconoce el Seguro, no me alcanzaría ni para vivir yo y mi mujer, solos.
Y cuando el chistoso del curso iba a gritar ¡divórciese, divórciese! el viejo profesor siguió su explicación. Cierto es que uno de viejo, comienza a perder sus facultades. Se tropieza a cada rato. Se olvida lo que tiene qué hacer. Lo único que no me olvido es la geografía que les doy a ustedes. Después de tantos años de repetir y repetir lo mismo, yo ya no tengo que preparar clases. Lo único que les deseo a todos ustedes, jóvenes, es que puedan llegar a viejos; es decir, que no se mueran jóvenes. Pero que aún de viejos puedan servir para algo, que no sean una carga para la mujer, los hijos, la sociedad.
No hace falta decir que el viejo profesor tuvo que jubilarse poco tiempo después. Una nueva ley dictada por jóvenes legisladores, le obligaron a presentar su solicitud de jubilación; y para aprovechar la ocasión, ya que quienes se jubilaban en esos tiempos, recibían el equivalente a 10.000 dólares USA. Y con esa plata, el viejo maestro pensaba instalar un kiosko y vender salchipapas.
Y solo entonces, el viejo profesor supo lo que es jubilarse en el IESS. Durante meses tuvo que ir y volver a las indescifrables oficinas del IESS y enfrentarse a la realidad del viejo que quiere jubilarse.
Los relatos de ciencia ficción se quedan cortos frente a lo que era (¿sigue siendo?) un trámite de jubilación. Pero como él tenía todo el tiempo disponible, decidió que era un agradable pasatiempo ser actor y testigo de todo lo que pasaba en el Seguro, el pobre afiliado.
Al fin le salió la jubilación; y, cosa inesperada, le pagaron con efecto retroactivo. Solo entonces supo lo que era no tener qué hacer todo el día. Si se quedaba en la casa, a las 10 de la mañana, ya le quedaba viendo con malos ojos la señora. Pero si salía a la calle, no sabía siquiera qué dirección tomar. Hasta que descubrió que un grupo de jubilados, como él, tenían asignados sus bancos (¿eran banqueros?) en la Plaza Grande. Y el viejo profesor se unió a uno de los grupos y hasta consiguió un puesto seguro en uno de los bancos. Y en tertulias interminables –la mayoría repetidas- querían no solo salvar a Quito de tanto chagra que llega para quedarse, sino salvar al mundo y sus alrededores. Solo que ni Quito, ni Ecuador, ni América, ni el mundo, se dejaban salvar.
Pero los pobres jubilados se sentían abandonados. La pensión no les alcanzaba sino para salir con las justas de los gastos de casa y para uno que otro pitillo, ya que eran de los fumadores empedernidos de otros tiempos. A veces, no tenían ni para el bus, para ir y para venir. Y cuando uno de los viejos no iba, era porque o estaba en el hospital del Seguro o en algún velorio. Y cuando desaparecían, por lo menos una semana, era porque ya no iban a volver nunca más.
En una de esas conversaciones, volvió el tema de la propia jubilación. El tema, además, era inagotable. Aunque repetido. Es decir, los viejitos no se acordaban que ya habían dicho lo mismo cien veces. Pero como buenos ciudadanos que fueron, no querían olvidar sus verdades:
En otros países –dice el Manuco, ya sin dientes- los únicos privilegiados son los niños y los viejos. Y las viejas, le corrigió el Hitler. Y el Hitler hasta hora no les perdonaba a sus papás que le hayan bautizado Hitler. Por eso es que prefería que le digan “Hitito”
El Manuco (que era una especie de filósofo del grupo) repitió: es más, un país es más o menos civilizado en la medida que no solo respeta al viejo y al niño sino que hace lo posible porque estén bien atendidos. En especial, los viejos necesitamos que nos protejan, que nos reconozcan unos derechos, que nos paguen una pensión que valga la pena.
Y solo entonces, reaccionó el viejo profesor, que parecía algo ido, algo como dormido. Lo que pasa, dijo, es que nosotros mismos no conocemos todo lo que tenemos, todo lo que podemos ser. Por ejemplo -explicó- cuántos de ustedes conocen que nosotros tenemos, desde hace
años, la Ley de Anciano. ¿El que tiene fieras ansias en el ano? preguntó entre risas el Calolo,
que había sido empleado público; y que, por lo tanto, no sabía nada de nada. Más bien dicho, creía saber muchas cosas pero en definitiva no sabía nada. Pero si se acordaba de algunos dichos que decían en la oficina, para matar el tiempo.
Ese ha sido uno de nuestros problemas –volvió a sentenciar el viejo profesor- que todo lo tomamos en broma. A ver, desafió, ¿cuántos de ustedes han leído la ley del anciano?
Yo no he sabido siquiera que existe esa ley, explicó el Glauco. Y ni él sabía quién le bautizó de Glauco, de dónde sacaron semejante nombre. Dicen que es de origen romano, explicaba.
Pues si, hay esa Ley desde la época del Dr. Rodrigo Borja. Pero muy pocos la conocen y poquísimos la usan. Lo más conocido es que nosotros debemos pagar, en todo servicio, la mitad. Pero los buseros se ponen bravos si se les pide el vuelto completo. A ver, muéstreme su cédula –dicen- porque usted parece guambrito. Y cuando le cuento esto a mi señora, ella dice que debías recomendarle al chofer que se compre lentes de aumento para que vea bien.
Y el viejo profesor cuenta: lo increíble es que inclusive quiénes deben saber al dedillo la ley del anciano, no saben siquiera que existe. Y refiere una anécdota que le pasó hace poco. El imbécil que nos representa en el Seguro Social, un viejo creo que es de apellido Idrobo, no sabe siquiera qué dice la ley. Y él dizqué es nuestro representante en el IESS.
Y los viejitos encuentran otro motivo de conversación y, sobre todo, de crítica:
¡Ah, este Seguro Social podría ser de lujo sino fuera por tanto pícaro y tanto bruto que por ahí pasa.
Y el viejo profesor no desaprovecha la ocasión para expresar lo suyo: En otras partes, se están ensayando nuevas formas de que los viejos no sean una carga para nadie. Muchos jubilados se han muerto a poco de ser jubilados, entre otras causas por no tener nada qué hacer. Y hay una distancia –nostalgia llaman unos- de una vida llena de trabajo y preocupaciones a una vida que uno no sabe qué hacer. Cuentan que muchos se han muerto solo porque no pudieron adaptarse a la nueva vida.
El viejo Lenín (otro que hasta hoy no sabe en homenaje a qué personaje le pusieron ese nombre) que suele ser el más callado, participa con lo suyo:
Vean. En otras partes están ensayando un nuevo sistema de producción. Les pongo un ejemplo: una secretaria que se jubila después de cuarenta años de hacer oficios, puede dedicar, dos, tres o hasta cuatro horas diarias a redactar oficios, ahora en computadoras. Un viejo arquitecto puede diseñar casas. Y no digamos del que ha sido electricista. Así, sucesivamente. En cada caso, el jubilado tendría una rentita adicional y no se aburriría en casa, sin saber ni cocinar; o en la calle, sin saber qué hacer.
El viejo profesor se sintió inspirado. El Correa (el Presidente) –dijo- creo que tiene buenas intenciones. El González (el Presidente, pero del IESS) algo como que trata de hacer pero no tiene equipo que le haga todo. Y nosotros, dispersos, peleados entre nosotros mismos. Ya ven esa vieja que se apoderó de la Confederación ¿Qué ha hecho? Nada. Pero está ahí con seguridad cobrando un sueldo extra, sin hacer nada.
El filósofo del grupo de viejos, sentenció: No hay que ser un genio para hacer algo que valga la pena.
Y entre todos estuvieron de acuerdo que el Seguro Social, con toda la plata que tiene, podría hacer muchas cosas en favor de los jubilados. Pero el Hitler les hizo notar que algo de lo que proponen ya se está haciendo; pero que, como todo en este país, no se conoce bien que están haciendo y cómo lo están haciendo. Y sobre todo, cómo un jubilado puede participar.
El viejo profesor volvió a hablar pero para proponer acciones. Por qué no nos reunimos siquiera unos mil viejos y vamos a hablar con el González a decirle que puede dar trabajo a mucha gente y alguna distracción a los “adultos mayores” con solo organizar una especie de
tours en el propio país. ¿Cómo no vamos a poder irnos, por ejemplo, a Ambato; y en Ambato, ser recibidos por los jubilados de esa ciudad. Y conocer Baños y el Tungurahua. Los gringos se vienen a dedo a conocer estos maravillosos lugares. Y el grupo de jubilados de cada región
podría encargarse de organizar los tours, de contratar guías. El Seguro podría financiar estos tours, a corto plazo, ya que cualquier rato podremos hasta morirnos; pero por lo menos paseándonos.
Y hasta los jubilados de otras provincias podrían recibirnos decentemente, en sus casas, y darnos una comidita de casa ya que nosotros no podemos comer en restaurantes u hoteles, que a más de ser caros, nadie sabe cómo preparan las comidas.
Y de paso –aportó otro viejito, recién incorporado- el IESS pondría a disposición de los jubilados paseantes los equipos médicos que tiene por doquier, por si acaso a alguno se nos ocurra enfermermarnos o morirnos fuera de casa
Otra idea, volvió a intervenir el viejo profesor: por qué no separan la atención médica, en los hospitales y clínicas, pero solo para los de la tercera (y última) edad. Así, los viejitos y viejitas no tendríamos que hacer esas colas para que el médico nos atienda al apuro y, de mala gana, y nos recete un par de aspirinas, como más.
Y lo último que “resolvieron” los viejitos fue que podían hacerle guardia al Correa, ahí cerquita, en el Palacio de Gobierno; y pedirle que ordene al González que no sea tan burócrata y que algo puede hacer por los jubilados y afines.
Pero todos se fueron contentos a la casa, a dormir la siesta, luego de ver la mala cara de la cónyuge sobreviviente (la vieja señora) quien, dijo con sorna: Alguna vez por qué no te olvidas de comer. Para eso si está ese doctor alemán que dicen que ataca la memoria. Y los nietos que salieron a recibirle, pero para saber qué les había traído. Y él, que necesitaba descansar después de semejante reunión.
Los viejitos se quedaron pensando largo rato sobre lo que habían dicho. Pero si ls autoridades y los dirigentes no hacen algo, es como haber salvado al mundo de viejitos y viejitas; pero solo en ideas.
* Periodista.
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