PASÓ EL 14: HABLEMOS DE VALENTÍN, FESTEJOS Y FLORES
Cae en Suramérica la última luz del 14 de febrero. Algunos automóviles abandonan el estacionamiento del motel. Los restoranes se aprestan a recibir a los comensales tempraneros. La floristería del «paseo comercial» promueve entre sus ofertas «una docena de rosas del Ecuador».
A la hora de elegir un Valentín para justificar –los que tengan que hacerlo– ciertos comportamientos de un día preciso de febrero, encontrarán difícil elegir y creer que, entre los varios disponibles, se encontró al exacto en cuyo nombre se bebió, comió, miró, acarició y quizá hasta fornicó.
Sucede que hasta entrados los años sesentas del siglo XX sí el papado autorizaba la veneración de un Valentín, probablemente obispo de Roma hacia el siglo III, que habría sido mandado a morir por contravenciones a un edicto de Claudio II. El emperador no quería que cundiera la costumbre del matrimonio entre sus tropas, y el bueno de Valentín dale que dale con casarlos.
La historia es tierna. Otro Valentín se dedicó a curar epilépticos: gesto de amor que también lo habría llevado a la santidad. En fin, todavía podría elegirse uno o dos más entre esos primeros siglos de catolicismo.
En 1969, empero, el papado –con buen ojo– consideró que muchos santos eran de existencia dudosa, martirologio improbable y milagros no debidamente constatados. Así que, con discreción, fueron movidos del santoral. Hubo, además, otra razón.
La historia nos enseña que nuevas costumbres y valores –y nuevas creencias– por lo general se edifican sobre viejas costumbres y valores y creencias que luego, inmediatamente, se execran y prohiben. La historia del cristianismo no es una excepción.
Los dioses cambian, los dioses permanecen
Mientras termina de deshilacharse este 14 de febrero, arrugado y probablemente sucio como el papel que envolvió el regalo «a la persona que se ama» –o como la servilleta que limpió los labios para el brindis–, no estaría demás darle vueltas en la lengua a la palabra lupercales: eran fiestas-ceremonias en loor de Pan.
El para nosotros mito de Pan –pero para quienes durante siglos en él creyeron una deidad importante– se origina en una tierra de pastores: Arcadia. A Pan lo reverenciaron en Grecia y Asia Menor; luego viajó con las primeras legiones romanas. Pan, se cuenta, era muy apreciado en el Olimpo: al fin y al cabo su padre es el mensajero de los dioses: Hermes (Mercurio para los romanos) y su madre una ninfa muy respetable.
Pan cuidaba animalillos, plantas y la tarea de los pastores. Su trabajo se hacía duro cuando comenzaba a ceder el invierno del Hemisferio Norte. Uno de los dioses se hizo muy su amigo: Dionisio (que en el panteón romano llamamos Baco). Dionisio no es un dios menor, pero quizá no fue buena influencia para el joven Pan.
Veamos.
Dionisio es el amo de la vid, y de lo que la vid hecha vino significa: cultura. Más la fuerza, el misterio y el –aparente– desorden de la naturaleza. El sol, que de alguna manera representa, relata su constante energía y constante muerte. Es un dios solar Dionisio. Todo lo despierta, todo lo transforma. Es único. Por otra parte el verdadero padre de la medicina.
En sus manos Pan –con un feo hándicap en contra: no era hermoso y tenía cuernos– creció un tanto aficionado a las libertades: mujeres, o sílfides, náyades, ondinas, y viudas y las solitarias. Y también a veces muchachitos.
Dionisio pronto entró –para los hombres– en un recinto lejano, metafísico, oscuro, poco explicable. Pan reemplaza –es un decir– lo que él signfica para las mentes humanas menos sofisticadas. Digámoslo pronto y bien: presidía los festejos del cambio de estación, aquellos que celebraban el renacer de las cosas tras el sueño invernal.
En una época sin grandes crisis ambientales el fenómeno se producía a mediados de febrero; dicen que las «lupercas» –unas pajaritas optimistas– indicaban la naturaleza de estos cambios al iniciar con sus machos las danzas y cantos del apareamiento.
El «entusiasmo» prendía y las gentes –simples y no simples– festejaban los días de lupercales: ceremonias, ofrendas y agradecimiento por la renovación. Esas lupercales en nuestra época se llaman carnavales: fiestas de la carne.
El animal humano, como Dionisio, renacía en el sol primaveral. Idea que permanece en el cristianismo: somos hechos a semejanza de la divinidad. Presidía las fiestas el bueno de Pan con su siringa –pa que bailen los muchachos–, y su cayado porque a veces el vino hace tropezar.
Estos cultos y filosofía de vida se extendieron durante siglos por Europa, África, Asia, mezclándose con los nativos de cada lugar y haciendo a la gente feliz con la llegada de la Primavera. Luego algo pasó. El pobre Pan fue declarado demonio: ¿cómo iba la Iglesia a permitir que los fieles bailaran, se desnudaran, hicieran el amor, etc… porque se acababa el invierno y la Tierra parecía nueva tras los días breves y helados? Así nos va.
Pero las viejas costumbres, las viejas creencias, las viejas verdades hoy reemplazadas por otras verdades –que a su vez serán estigmatizadas– se las arreglan para sobrevivir. Y San Valentín, cuyo día cae –¡oh concidencia!– a mediados de febrero permite una pequeña fiesta de los sentidos en el «día de los enamorados».
Con una diferencia, claro. En esos años oscuros, sin TV ni supermercados, la gente bailoteaba y hacía el amor amparada por la fe; hoy las parejas –ocasionales un gran número de veces– bailotean y hacen el amor porque es la única recompensa que tienen tras el bombardeo publicitario del valentinato el 14 de febrero.
Las buenas flores
Nadie lo ha investigado en estos días en que todo se somete a investigación –y si no es grato al poder se «criminaliza»–: ¿por qué regalar flores como signo de amor?
La respuesta es obvia, dirá el cínico: porque duran poco, como el amor. Tal vez lo hermoso al final de cuentas no sea más que la sombra que proyecta bajo los focos el cuerpo de una bailarina sobre el escenario al girar.
Nadie –podemos darlo como seguro– regala flores para contribuir a la explotación de las y los trabajadores de las fincas dedicadas a ellas en Colombia y Ecuador –grandes exportadores de flores en esos países–. Nadie tampoco piensa al comprar frutas chilenas que contribuye a la explotación inmisericorde de miles de trabajadoras.
Acaso no queremos romper nuestra ilusión cuando regalamos flores. No queremos saber que ese ramo en particular –u otro– se armó a costa de la salud de una muchacha que sufrió un aborto debido a los agroquímicos. O del llanto de de la madre que parió un niño deforme.
No queremos que se ensucie la sonrisa de la destinataria del ramo de rosas. No queremos. Pero es necesario que lo sepamos. La trabajadora de una finca donde se cultuivan esas rosas, no demasiado lejos de Quito, una mujer como la de la fotografía de al lado, no percibe ni una décima de centavo por el ramo que alguien compró. Y está enferma.
La humanidad por este camino no tiene remedio.