Patricia Coto: “La Telesita, Sietesaco y Caballo Loco”

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Patricia Coto nació el 17 de junio de 1954 en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires (donde reside), la Argentina. Es Profesora de Enseñanza Normal, Especial y Superior en Letras (1976), Licenciada en Letras (1983) y Doctora en Letras (2010) por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Entre otras distinciones, obtuvo el Premio Nacional otorgado por el Fondo Nacional de las Artes en la categoría Ensayo, en 1986, por su libro “De narradores populares y cuentos folklóricos argentinos”, publicado en 1988 a través de Ediciones Filofalsía; en el mismo género se edita en 2013 “¿Qué dicen los migrantes cuando cuentan?” (Editorial de la UNLP, 2013). Fue incluida, por ejemplo, en las antologías
“Relatos para morir con los ojos abiertos” (1997) y “Poesía 36 autores” (1998). Publicó los poemarios “Libro del vigía” (1978), “Libro de la memoria” (1982), “Libro del espejo ardiente” (1985), “Libro de la frontera” (1992), “Libro de navegación” (2003), “Libro del humo” (2014).

— ¿Residís en la misma casa en que naciste?

— En la misma casa umbrosa donde vivieron mi madre y mi abuela. Allí, desde muy chica, hubo más libros que otros objetos. Mantengo la imagen de mi madre, regresando de diligencias, con compras y uno o dos libros. Mi padre, que trabajaba frente a Eudeba, en su vieja sede de la Avenida de Mayo, en Buenos Aires, volvía con el diario “La Razón” y un modesto tomito de esa editorial. Ninguno de esos libros se salvó de mi curiosidad. En ese caserón, las paredes estaban tapizadas de libros, al punto de que, en ocasión de un asalto, los policías que vinieron a relevar huellas, no podían creer que fuera una casa de familia: pensaban que era una biblioteca. Esa es mi sensación: haber nacido y vivir en una biblioteca donde los libros son bienes más valiosos que una caja fuerte. Por lo menos son cajas de otra fortaleza. Sin embargo, también de mis padres aprendí a prestar libros y, por una insólita magia, siempre volvieron. En la adolescencia, como todo el mundo (exagero), empecé a escribir para que maestras y profesoras me dijeran que todo era muy lindo y me hicieran leer en actos escolares. Lo que no fue útil ni formativo. Se necesita la crítica y, si es despiadada, mejor. Me presenté a concursos literarios y obtuve premios, pero yo prefería los comentarios que me permitieran crecer.

— Y habrá comenzado a suceder cuando en 1977 integraste el grupo literario “Latencia”.

— Espléndida experiencia, porque era una cooperativa intelectual. Compartíamos lecturas de poetas contemporáneos y también nuestros textos, intercambiábamos pareceres con enorme libertad. Trato de repetirla en cada ámbito en el que me toca actuar. En aquel grupo estaban Abel Robino, que lo dirigía, Juan Carlos Gago, César Cantoni, Graciela Buzetta, Ricardo Klala Domián, Aníbal Amat, entre otros. Yo había estudiado Bachillerato en Letras y quise entrar en la Escuela de Periodismo, que fue clausurada en esa época. Lo que me llevó a inclinarme por Letras en la Facultad de Humanidades, sin que la docencia fuera mi principal objetivo. Sin embargo la carrera me gustó, sobre todo porque tuve muy buenos profesores que, además, eran excelentes poetas, como Rodolfo Modern [1922-2016]. Él nos leía poemas, propios y ajenos, y muchos nos quedábamos, después de la clase, para disfrutarlos. Fue para mí un ejemplo, porque, cuando nos explicaba las circunstancias de su escritura nos estaba transmitiendo lo más importante: la “cocina” de su escritura, sus dudas, su trabajo para transformar sus intuiciones en palabras. Ese rigor en la tarea poética fue lo que más me impresionó.ar-patricia-coto

— También en plena dictadura publicaste tu primer poemario.

— Asesorada por Ernesto Girard, quien para todos fue un apoyo en los temas referentes a la gráfica de la poesía. Con él todos los poetas de la generación del ‘70 comprendimos la importancia del poema bien impreso. Ese aspecto debe ser un puente entre el autor y el lector, porque si la impresión no es clara, se nos cae el poema. Aprendimos a valorar el espacio en blanco, la disposición de dibujos, los márgenes. Fue como los copistas medievales, un maestro. Y así tomamos conciencia de que el libro es un objeto valioso en su totalidad, no sólo por su contenido.

— ¿En qué lapsos, con quiénes integraste los grupos literarios “Contrastes” y “Los Albañiles”?

— “Contrastes” fue un grupo que trabajó mucho en torno a la década del ‘80. Recuerdo a Víctor Hugo Valledor y Susana Dakuyaku; a Hugo Insaurralde, que editó poco pero de muy buen nivel; a Rubén Ángel Gutiérrez, que falleció, dejando poemas y prosas que sería necesario releer; a Cristina Sathic, a Celia Álvarez, quien casi no ha publicado; a Martha Roggiero, que sigue escribiendo aunque difunde poco. “Los Albañiles” se constituyó después del ‘84, con, por ejemplo, Julián Axat, quien ha publicado varios poemarios y se halla muy comprometido con la defensa de los derechos humanos; Jorge Pineiro, que escribió poesía y cuento y, después de su muerte, permanece prácticamente inédito; Diego Vallejo, con prácticamente un único libro editado. Nuestras charlas eran interminables porque todos los temas derivaban hacia la poesía, hacia el valor de la palabra.
Los dos grupos eran muy distintos. “Contrastes”, como su nombre lo indica, estaba conformado por gente de distintas edades y trayectorias: Pedro B. Palacios (Almafuerte) se daba la mano con Oliverio Girondo. “Los Albañiles” opinábamos, leíamos y escribíamos mucho, vivenciando la poesía como una construcción, algo de un orden colectivo. Lo que fui internalizando lo dispuse para mi tarea al frente de talleres literarios: comunidades libres, autogestionadas, respetuosas pero edificando diferencias. Tal vez no haya mayor poesía que esa “metapoesía”, la que surge del discurrir de lectores, escribidores, hablistas, palabristas.

— Tu veta de investigadora ya habría despuntado. Y prosiguió a lo largo de las décadas.

— Despuntó respecto de la narrativa oral, casi una cenicienta de los estudios literarios. Durante mucho tiempo tomé ómnibus que me trasladaban a los suburbios semi-urbanos de La Plata y de Berisso, donde estaban arraigados residentes provincianos, que, después de rondas de mates, contaban sus anécdotas, cuentos, leyendas y fábulas. Con esos trabajos logré obtener mi licenciatura y mi doctorado. Mi tesis de doctorado, resumida, fue publicada por la Editorial de la Universidad Nacional de La Plata. Me centré especialmente en las narraciones orales de provincianos y, como grupo de contraste, los migrantes europeos, como los ucranianos y los lituanos. Es un mundo tan mágico como la poesía donde se unen la Telesita y un famoso mendigo: Sietesaco, y un no menos famoso delincuente: Caballo Loco.

— ¿Qué dicen los migrantes cuando cuentan?…

— Precisamente ese es el título de la tesis porque, como se aclara en el prólogo, lo que deseo es transcribir sus narraciones; pero también mostrar su contexto. Los provincianos de Berisso y de Los Hornos pueden contar historias muy parecidas, pero sus vivencias son muy diferentes e influyen en la interpretación de sus narraciones. En el libro transcribo narraciones iguales en su contenido, pero el contexto les da otra significación social. Recuerdo algunas sobre milagros de curación, realizados por la advocación de María Rosa Mística. En Berisso, se centraban en problemáticas de salud; en Los Hornos, en la desocupación. Una conclusión posible sería que la falta de trabajo era vivida por una comunidad como una enfermedad.

— ¿Y en tu actualidad?…

— Próxima a mi jubilación, no quiero renunciar a la docencia de la poesía y al estudio de la oralidad, como signo de identidad de un grupo. He comenzado a estudiar Antropología en la Facultad de Ciencias Naturales y a leer toda la poesía en prosa y en verso que pueda. Nací entre libros; espero envejecer y morir entre ellos. Son amigos silenciosos, que escuchan, preguntan y dan todo de sí.

— De las varias reseñas que te han difundido en la “Revista de Investigaciones Folklóricas”, una es sobre “Cuentos orales de adivinanzas” de Constantino Contreras, y otra sobre “Mesías y bandoleros pampeanos” de Hugo Mario.

ar-patricia-coto-5— Sí, Martha Blache, la directora de la publicación, me confiaba la realización de comentarios sobre libros concernientes a la narración oral. Siempre me pareció admirable que los antropólogos sociales se detuvieran en la intrahistoria, en la historia de la vida cotidiana que se manifestaba, con todos sus matices, alegrías y amarguras, en las breves expresiones de un narrador popular, de un testigo de los hechos. Escribir esos comentarios fue muy positivo porque me permitió pensar qué clase de investigaciones deseaba efectuar. No me atrae el planteo teórico puro. Quiero lo que muestran esos volúmenes comentados: la vida, la experiencia individual y colectiva que se convierte en patrimonio de todo un grupo y evoluciona con el tiempo. Tal vez esa sea la tradición oral. Especialmente pensar en cuentos que enmarcan poemas o adivinanzas me permitió una flexibilidad mental para las estructuras de los distintos textos, que no tenía. El volumen sobre mesías y bandoleros me incitó a reflexionar sobre los héroes populares, no quedándome en simples biografías, sino en su significación social.

— Has ejercido la docencia en distintas facultades y en otras instituciones, y de varias materias —por ejemplo, de Oratoria—, además del dictado de cursos, talleres y seminarios.

— Lo estimulante de la docencia, lo que a mí me conquistó, fue la posibilidad de transmitirles a los alumnos el valor de la palabra, la capacidad de la palabra para crear un mundo ficticio que, en la imaginación del lector, puede tener más vida que la vida misma. Al mismo tiempo, me interesó incluir en los programas de estudio, la lectura y el comentario de poetas contemporáneos. He disfrutado enormemente la fascinación de mis alumnos ante un poema bien escrito, que, tal vez, les costaba comprender totalmente y, luego, escuchar sus interpretaciones. Un adolescente puede ser el mejor de los lectores porque pone en juego un porcentaje muy alto de intuición.
De la materia Oratoria he sido profesora (de 2002 hasta marzo de 2005, cuando fue suspendida en su dictado por cambio de programa) en el segundo año de la carrera de Locución, en el Instituto Superior de Enseñanza Radiotelevisiva. Un Locutor Nacional puede ser un gran difusor de poesía en un programa de radio. Nunca se sabe quién puede escuchar un poema y qué emociones provoca.

—  Obtuviste una beca de investigación y docencia en el Instituto de Cooperación Iberoamericana de Madrid por tu tesina “La preocupación estética en la poesía de Pedro Salinas”.

— En 1980 asistí al XXIV Curso para Profesores de Lengua Española y escribí esa tesina porque la poética de Pedro Salinas me deslumbró. Escribía poesía, pero desarrolló una gran labor como ensayista, para analizar obras literarias y estudiar la relación del ser humano con el lenguaje. Mi asombro provino de esa capacidad para ser poeta, iluminando a otros poetas. Su obra poética es prácticamente ignorada. Asimismo sus ensayos sobre otros poetas y sobre la épica medieval son poco leídos. En la actualidad, hay una preferencia por formas muy estrictas de análisis de discurso (la semiótica, la pragmática); pero se pierde su valoración como testimonio de una cultura, de una época y de un modo de encarar e instrumentar el lenguaje. La reflexión debería asentarse en el lugar que ocupa un determinado poeta en su contexto y en qué cambios (no solamente literarios) generó con su obra.

— Incursionaste en el periodismo cultural: gráfico y radial.

— En radio, muy poco. Me sentí motivada a difundir poesía por ese medio no tan habitual. Mientras lo hice, trataba de imaginar un enfermo en un hospital o un sereno en una guardia y, entonces, me parecía que ese momento los reconfortaría.

— Vigía, memoria, espejo ardiente, frontera, navegación, humo. Nuestros lectores habrán advertido que los títulos de tus poemarios comienzan con la palabra “libro”.

— Sí, enlaza con lo que conté sobre el protagonismo que los libros tuvieron y tienen en mi casa. Diría que son seres vivos, espejos vivos y no solamente se dejan leer, nos llenan de preguntas, nos inquietan, nos empujan a la vida, nos colman el espíritu y se desbordan. El libro es una de las creaciones más extraordinarias de la humanidad y dará permanente testimonio de lo que somos. En la actualidad, cuando veo a mi hijo leer un libro en la computadora y, cuando se entusiasma con un autor, comprar otros títulos, me convenzo de que el libro no morirá nunca. Se han diversificado las formas textuales, pero el libro perdurará. Pergaminos, códices, cuadernillos, pantallas, siempre habrá palabras sobre una superficie, para sembrar en las miradas.

— “Donde mueren las palabras” es el título de un filme de 1946, dirigido por Hugo Fregonese y protagonizado por Enrique Muiño. ¿Dónde mueren las palabras, Patricia?…

— Las palabras mueren donde y cuando son usadas con insidia, con negligencia, con agresividad. Como yo creo en el poder de la palabra, siento que si es mal instrumentada, se la asesina. Felizmente para las palabras también hay modos de resurrección. Se reconstruyen, se resignifican, en el habla cotidiana, en la literatura, en el teatro, en el cine. No puedo olvidar el asombro que me provocó escuchar a un Ingeniero Agrónomo hablar de “la dormición de la hierba”. Supuse que era una frase personal; pero me aclaró que era un tecnicismo para definir el proceso de sequía del césped para resurgir en primavera. La misma sensación tuve un día, dando clase, cuando les pedí a mis alumnos que propusieran ejemplos de oraciones unimembres, como títulos de películas, por ejemplo. Era la época de la guerra en Yugoeslavia y uno de los chicos dijo: “El cielo de Kosovo”. Me quedé impresionada porque había captado un nivel de lenguaje que va más allá de la comunicación lineal.

— ¿Has intentado la narrativa? ¿A qué cuentistas latinoamericanos destacarías y porqué?

— Sí, he realizado algunos intentos, pero tengo el inconveniente de que la prosa se me contagia de lirismo. La narración me queda como un puente inconcluso, que cuelga en el aire. Como narradores, me captura Julio Cortázar, con su juego aparentemente inocente con el lenguaje; Jorge Luis Borges, por supuesto, que desafía la inteligencia del lector; y destaco a Juan Carlos Onetti y a Juan Rulfo, por la capacidad para describir atmósferas emocionales y lugares, con sus seres humanos y sus problemáticas. También me impresiona Roberto Arlt. Fue el maestro de una literatura muy testimonial. Pudo mostrar vidas marginales, con un estilo excepcional. Además (sale mi veta docente) me parece cautivante el uruguayo Horacio Quiroga. Hay cuentos suyos a los que no les sobra una coma. Otro autor interesante es Manuel Mujica Láinez. Puede parecer un preciosista de la prosa; pero va más allá, cuando plasma travesías humanas sometidas al desencanto. Y hay narradoras magistrales como Silvina Ocampo.

— ¿Nutria, búho, oso, reno o foca?

— No sé qué responder porque creo que todos los animales son una parte de este rompecabezas que constituye la vida. Me llama particularmente la atención el búho: pude ver uno, en casa de unos amigos, y observar cómo el animal, aparentemente imperturbable, participaba de las impresiones que nos provocaba. Durante todo el tiempo de nuestra visita, sentí que el ave nos analizaba pero con una mirada pacífica, no inquisitiva, como una mirada de estudio, de conocimiento. No debe ser casual que aparezca como símbolo de la sabiduría.

— ¿Acordarías con la poeta Irene Gruss en que de las corrientes poéticas del siglo XX, las más interesantes son “el surrealismo, el objetivismo y el neoclasicismo”?

— Todas aportaron para lograr que la prosa y la poesía se revolucionaran. A partir del surrealismo se gestó una nueva manera de escribir y de leer, una manera de independizar a la literatura de la explicación lógica de la realidad. Después, el objetivismo y el neoclasicismo trataron de lograr un equilibrio, en medio de visiones tan caóticas. Lo importante es que no volvemos a acercarnos a la literatura como si fuera una manera natural de leer. Estamos más exigidos, como lectores, desafiados a no caer en interpretaciones fáciles o cómodas. Lo interesante también es que esta rigurosidad de la lectura y de la escritura se puede trasladar a otros planos, como los estudios sociológicos, políticos, económicos. Revolucionar la literatura ha servido para revolucionar el mundo y eso es impagable.

— ¿Dos o tres lugares donde hubieras querido nacer y crecer?

— Yo estoy muy contenta con haber nacido y crecido en La Plata, que me garantizó una vida bastante provinciana, a una hora de los grandes avances de la ciudad de Buenos Aires. Por afinidad de mi trabajo de campo, también me hubiera gustado nacer y crecer en la cercana Berisso. Es una ciudad de escasas dimensiones pero que reproduce una imagen del mundo: hay comunidades de distintos países y de nuestras provincias. Otra es Santiago de Compostela, por la tradición de los peregrinos que, a lo largo de siglos, han ido con su fe a un lugar que hasta hoy es un faro de cultura y de comunicación entre distintos grupos.

— ¿Qué poetas argentinos considerás que han sido cruciales en tu formación como lectora y como poeta y qué encontraste en sus obras de decisivo?

— Ricardo Molinari, por su capacidad para describir con gran lirismo y hacerme sentir en el ámbito descripto; Hugo Mujica, por el carácter metafísico de su poesía. Me conmueve Roberto Juarroz: es como leer poemas-preguntas, poemas donde queda abierto un interrogante que no puede ser respondido. Olga Orozco, por su modo de delinear estados anímicos, con un vigor fortísimo. En la misma línea, Amelia Biagioni o Diana Bellesi. Y de mi ciudad, por su disciplina, por su rigor en el uso del lenguaje, destaco a César Cantoni.

— ¿Qué encuentros con escritores han ejercido en vos una influencia perdurable?

– Recuerdo largas tertulias con Horacio Castillo, un poeta excepcional, que permanentemente promovía a los más jóvenes y toleraba nuestras inmadureces. Horacio Preler, quien nos inquietaba con sus dudas. Rafael Felipe Oteriño, explicándonos los procesos de creación de sus poemas. Y un escritor significativo, aun para disentir, es Víctor Redondo: gran reflexivo de la función del poeta en la sociedad.

¿Qué opinión te merecen las poéticas de estos tres europeos?: el inglés John Keats (1795-1821), el italiano Giacomo Leopardi (1798-1837) y el alemán Hermann Hesse (1920-1962).

— Desgraciadamente a los tres los he leído en versiones al castellano y eso no me permite apreciar la fuerza de sus palabras. Sin embargo, John Keats me impresionó por su búsqueda de un nuevo lenguaje, que anticipa el Romanticismo. De Giacomo Leopardi me ha parecido excepcional su capacidad descriptiva; he visto y sentido los paisajes. Hermann Hesse me ha interesado por su capacidad para mostrar el drama del existir humano, la desazón, el camino hacia un horizonte que siempre se aleja.

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