Paula Winkler: Los expertos en el marketing político, los poetas del capitalismo

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Doctora en Derecho y Ciencias Sociales, la escritora Paula Winkler fue declarada jurista notable por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Con nosotros conversa, entre otros asuntos, a propósito de lo que sucede cuando el populismo desafía la ineficacia burocrática y la representación política vacía de la época.

  — Partamos de tu apellido: Winkler. Y de tu padre. Y desde allí…, hasta la Paula lectora.

 — El apellido es austríaco, de Salzburgo. Si tuviera traducción —lo que en alemán no tiene sentido—, sería “rinconero”, de “Winkel”, rincón. Asociando libremente, es decir dejando fluir mi inconsciente, soy Winkler porque siempre me interesaron los bordes, las supuestas incongruencias, lo que no calza ni se integra fácilmente… Mi padre era berlinés, mitad alemán mitad austríaco (padre austríaco y madre alemana), viajante de comercio. Durante muchos años padeció de un síndrome de guerra, lo cual lo condujo al alcoholismo, del que se recuperó gracias a Alcohólicos Anónimos y a su tenacidad indeclinable.

Mi madre era argentina, ama de casa, nacida en el seno de una familia adinerada venida a menos y de raíces catalanas, ancestros entre los cuales se encuentra uno de los civilistas más relevantes de nuestro país: Raymundo Salvat. Me eduqué entre dos mundos dispares: mis abuelos paternos tenían donaire y dinero y nosotros, poco y nada. Mamá, católica; mi padre, luterano. En Nochevieja para celebrar la Nochebuena, acudía a misa con mi madre. Al día siguiente, para celebrar la Navidad, a la Iglesia Evangélica alemana, con mi padre. Unos parientes eran socialistas y otros, conservadores. Mi tía Mercedes, concertista de piano, peronista.

Mamá , “(anti)peronista”, admiraba a Eva Perón… Y de adolescente, a los catorce años, conocí a Arturo Frondizi, concurrente de un club hípico austríaco, a quien me presentó mi padre. Siendo Presidente de la República, era gentil, no andaba con custodia y todo el mundo lo trataba como a un par. Qué sucedió, me pregunto, hasta hoy… Cambiando de tema, si es que se puede, la alegría se respiraba entre mis abuelos y tías. En casa, en cambio,  habitaba la soledad. Quizá por esto, hacia mis quince años, comencé a leer a Franz Kafka, Jean-Paul Sartre, Charles Baudelaire, Adalbert Stifter y Wolfgang Goethe; a Jorge Luis Borges y Roberto Arlt; a Julio Cortázar, José Martí, Gabriela Mistral, Nicolás Guillén y a la monja de Asbaje: Sor Juana Inés de la Cruz. Aunque no alcanzara a comprender todos esos géneros ni las distintas capas de sus textos habida cuenta de mi edad, era mi convicción que el leer, aunque te duela, hay que hacerlo para conocer…

Más tarde, con suerte e intención, se llega a saber. (Se puede enseñar el conocimiento, la técnica, un oficio. El saber, en cambio, al igual que el escribir, para mí, es la síntesis superadora de la acumulación del conocimiento, la experiencia y el mirar singular acerca del mundo, pero nunca se llega a poder enseñar del todo; antes bien, tal saber se ejercita, se revisa, se discute y se comparte.) Mis lecturas, lejos de la conciencia científica y próximas, en cambio, a las del inconsciente, la paralaje, de lo no dicho ni escrito, de la letra que derrama, al decir de Jacques Lacan, pero sin abandonar nunca en el Derecho, por positivo, la Hermenéutica, se ramifican hoy, estas lecturas, a diversos saberes. Descubrí, decía, desde muy joven, que hay que leer aunque duela, hay que leer lo que te da rabia, por banal o estúpido; leer también lo que hiere tu percepción, todo aquello que te cala profundo pues te pinta una realidad distinta a la que digeriste hasta entonces.

Hasta leer a escondidas, cuando autores como Sigmund Freud, Karl Marx, Ariel Dorfman, los estructuralistas franceses, etc., eran mirados con suspicaz ignorancia en tiempos de la dictadura. Es que en el meollo de todo esto se encuentra la posibilidad de la relectura, aquello que se vuelve a decir de otro modo: cambia el devenir, el objeto-a de la pulsión, pero la pulsión de vida (y la de muerte) son siempre las mismas. Todos, motores al fin, por sublimación o bronca y resistencia, de nuestro quehacer individual y colectivo, pues como afirma Jean Laplanche, no hay dualismo entre Eros y Thanatos, se trata de una sola pulsión, en tanto al relacionarse el inconsciente con la infancia, es disruptivo siempre, seas adulto o no.

— En la Facultad de Derecho te recibiste en un mismo año de Procuradora y de Abogada.

— Sí, en 1974. Cursé pocas materias, tenía que trabajar y no me daban los turnos. Pero debía graduarme para mejorar mi salario. Eran tiempos difíciles para la universidad pública. Pedí mesa especial, la que me formaron en enero de ese año para rendir libre. Lo hice en la cátedra de Werner Goldschmidt, el gran iusfilósofo, que además era titular de Derecho Internacional Privado, la última materia que me restaba rendir para recibirme. Desde entonces ejercí mi profesión, trabajé en el estudio jurídico Mandry Berisso, ambos abogados prestigiosos y de nota en la comunidad suizo germana, tomando casos de regalías por tecnología transferida, inversiones extranjeras y promoción económica. Te cuento que escribí un libro de culto —“Régimen de promoción económica industrial”— sobre promoción industrial, que todavía es citado en jurisprudencia judicial y administrativa y en trabajos de investigación universitaria.

Aquí, entre nosotros, “confieso” que nunca retiré ni el diploma de honor de la UBA por mis altas calificaciones ni el Premio Silva de la Riestra para Derecho Penal, del cual era merecedora por mis notas, que nunca me animé a pedir. Fui Vocal en el Fuero tributario aduanero del Tribunal Fiscal durante casi tres décadas. Y, viajé a Alemania por mi profesión (ya de chica había visitado ese país con mis abuelos en una ocasión). Mis dos lenguas, el castellano y el alemán, han atravesado mi pensamiento: dos raíces, en apariencia diversas e inconciliables (el mítico racionalismo alemán, los idealismos y la ilustración en todas sus formas; el pensamiento jurídico argentino, jusnaturalista o liberal alberdiano, por un lado, y el deóntico positivista “novedoso”, “copiado” de Bertrand Russell, por el otro), me metieron de bruces en una búsqueda personal con intención esclarecedora. Así, aparecen lecturas de Freud, Werner Goldschmidt, Theodor Viehweg; rescaté autores de la envergadura de Peter Sloterdijk, el filósofo de Marburgo, a Lacan, Slajov Zîzêk, Gilles Deleuze y los griegos (no solo Platón) para desarticular primero y comprender después las enseñanzas sobre la República (y respecto de la patria del progreso y del sagrado y atemporal apego a la Constitución). Mi especialidad jurídica ha sido el Derecho administrativo económico y el Derecho tributario aduanero.

— ¿Y después de haber obtenido el Máster en Ciencias de la Comunicación y abordado estudios sobre filosofía y pensamiento contemporáneo?

 — Digamos que “aparece mi otravida»: la literatura, el psicoanálisis y los estudios metajurídicos, a través de la semiótica y de la hermenéutica de Martín Heidegger y Hans-Georg Gadamer, me introducen en todos los saberes que me posibiliten “decir verdad”, que no es “decir la verdad” ni “decir mi verdad”, sino intentar, con un movimiento cognitivo constante, que se articulen objetiva y subjetivamente dispositivos tan ancestrales y polémicos como las instituciones del Estado, la justicia, los derechos y el poder. Arte y letras, cultura, universidad, derecho y sociedad constituyen algunos de los dispositivos que elegí para pensar mis ensayos. También, respecto de las instituciones y sobre la creación de un tribunal penal internacional contra la corrupción en las democracias. Ese artículo fue publicado en una revista española de filosofía y pensamiento.

Supongo que casi nadie aquí lo comparte. Es que los juristas argentinos suelen ser reacios a desplazar la jurisdicción, lo cual no deja de hacerme gracia: si se trata de proteger las democracias con sus bemoles locales, se defiende la jurisdicción nacional, pero cuando se contrae deuda pública por toma de préstamo en el extranjero, al firmar las contratas, se adhiere sin miramiento ni desdén a la prórroga de jurisdicción (vale decir: cualquier litigio conforme ese contrato es dirimido en tribunales extranjeros), en fin… Los humanos solemos contradecirnos, pero en el Derecho y la teoría política, habría que hacerse un poco más responsable.

En mis ensayos, tomando como eje la ley, en el sentido jurídico y psicoanalítico del término (ambos se encuentran unidos), la justicia, el inconsciente que deja decir verdad y la hermenéutica de Gadamer, que nos remite siempre a los textos, procuré articular saberes que parecían imposibles de vincular: el Derecho, ligado al poder; el poder y la sociedad; el prójimo y la justicia, la que debería articular con una demanda social constante y su contexto histórico. Procuré rescatar el último argumento residual de las democracias globalizadas para evitar que las instituciones fenezcan en brazos de los situacionismos. ¿Podremos salvar las democracias de la mano de las instituciones republicanas? ¿Qué sucede cuando el populismo desafía la ineficacia burocrática y la representación política vacía de la época, cuando lo hace metido de lleno en la cultura? Todos mis ensayos refieren una y otra vez a lo mismo: se interpela al poder para que este deje de ejercitar su posición y atienda la feroz demanda, amplificada por la corrupción y la época.

Para hablar, en cambio, de los desencuentros, la soledad y los fracasos, la hipocresía y el egoísmo mezquino, la negación y las histerias sin argumento —malestares subjetivos, todos devenidos de un colectivo poco simbólico y guiado por el imaginario globalizado que estigmatiza y propaga creencias infantiles e inconsistentes—, narro. Escribo cuentos y novelas, tomando la voz de hombres y mujeres desencajados, llenos de rabia y frustración, vacíos y tristes, benditos por cierta sabiondez de la locura; me valgo también de los gozosos de una felicidad prefabricada y efímera, que no quieren saber, condenados por esto a su destino. Se trata de textos cuyos personajes se balancean entre la dimisión y la lucha dentro de espacios urbanos, vistos siempre desde la trama interna, por lo cual el indirecto libre, la segunda y la primera persona, o varias voces, acentúan una atmósfera agobiante

— ¿Así es la novela que acaba de editarse?

 “Fantasmas en la balanza de la justicia” es una novela en la que se trata de las literaturas del yo: (autobiografía, autoficción o como se llame, según las modas…). No he sido demasiado “autobiográfica” nunca, aunque siempre se narra acerca de lo que se sabe y vive, por otros o por una misma. Sin embargo, el escribir sobre una es riesgoso si se aborda la escritura como un ejercicio catártico de autovalidación. Ahora se habla de “autoficción”. Para mí fue solo una excusa, una herramienta más, a la que no le temo aunque académicamente este género no se lleve las palmas. Combinar jurisdicción y literatura en un texto único no es fácil y yo quería hacerlo, poder testimoniar mi paso por la Justicia y en la escritura. En la vida misma. Ser abogado y buen escritor, tarea compleja…

Héctor Tizón lo supo hacer con maestría, y también Bernhard Schlink y algunos otros. No caer en el policial, que suele ser la tentación de los abogados, y unir las piezas sueltas de tu vida teniendo en cuenta los parámetros de coherencia y cohesión propios de todo texto, al fin te llevan a la creación de un personaje verosímil aunque te refieras a vos y a tu entorno (sonrisas). Escribir sobre vos es construir un personaje que pueda interactuar como si nada con otros ficcionales de la historia. En “Fantasmas en la balanza de la justicia”, hay un texto dentro de otro: en uno, uso la tercera persona para poner distancia cuando me refiero a mi vida. Puedo contar, así, ampliando el punto de vista y en el otro, en el cual el personaje interactúa en “lo real”, escribo en primera para que ese personaje del yo que narra se libere y tenga humor, ironía. Al narrar, juego conmigo misma.

Y, como al pasar, cuento algunas verdades sobre el quehacer jurídico, que solo se han atrevido a estudiar los iusfilósofos. “Fantasmas en la balanza de la justicia” se vale de distintas herramientas discursivas, haciendo de estas un mestizaje, para abordarme, para abordar al otro y los distintos saberes, a la vida misma. Como madre, como escritora, como mujer, metiéndome en los meandros complejos de la creación literaria y sus búsquedas; también como hija, ciudadana de a pie, invadiendo el discurso jurídico con humor y, sobre todo, como persona. Cuento mi propio relato. Asimismo como ex jueza, para interpelar al poder y desentrañar los textos jurídicos del modo más humanizado posible, según las fuentes y los principios generales del derecho. Hablo, quizá, a través de todas las mujeres que en mí habitan, en un mundo de horror que, después de dos declaradas guerras mundiales, repite sus errores incansablemente. Pero hablo, escribo y leo sin perder de vista una testimoniada esperanza, que nunca es ingenua.

— Te formaste en escritura literaria ejerciendo la abogacía y también siendo jueza.

 — Un abogado tiene que saber qué es lo que lee y qué escribe. Y un juez que no domina su lengua, que no escribe bien, es esclavo de sus palabras. En el Derecho también suele haber malentendidos, lo cual permite la apelación de las sentencias, solo que al tratarse la jurisdicción de una actividad de resultado, esto no se advierte demasiado. A no ser que te especialices en las teorías semióticas del discurso. Para ser buen juez, en cierto modo, no dejás de ser un escritor (además de honesto, equidistante, conocer el derecho positivo (la ley) y las reglas de la hermenéutica). Claro que el juez tiene a su favor el contexto: el poder de la palabra y el poder de decir le viene del ordenamiento y de su posición en la jerarquía del Estado. No necesita, por tanto (como el escritor), de ninguna retórica para transmitir sus mundos posibles. Tiene lectores “asegurados”.

Por eso, un juez en mi opinión tiene la obligación de decir “bien”, esto es: conforme a Derecho (para no prevaricar) pero siempre con la idea de justicia a la mano, que no está alejada de lo humano, ¡y lo social! También en la literatura, otros jueces como Tizón, Schlink, Federico Peltzer, Friedrich Dürrenmatt… lo supieron, desplegando  creatividad adicional en su obra. Y yo…; solo que no me leen como a ellos, pues no comparto su lucidez ni su éxito literarios. Siempre leí; desde chica hacía meros ensayos de escritura. Y mi casa estaba llena de libros, porque mis padres habían formado una biblioteca muy ecléctica: poesía, teatro, filosofía, teoría política, narrativa. Pero es en mi madurez cuando comienza a desarrollarse de lleno lo que nunca había quedado trunco desde mi juventud primera: el compromiso de leer. Leer y leer.

Después, al escribir con cierta disciplina, necesité que otros me leyeran. El hallazgo de la época han sido los talleres, que remiten en el hoy a las tertulias entre escritores amigos, que se leen y sugieren, corrigen, discuten… Participé en los talleres de Nicolás Bratosevich, Silvia Plager, Elsa Fraga Vidal, Alicia Tafur, Liliana Heker, e hice clínica literaria con la crítica y narradora Elsa Drucaroff. Cada taller tenía su clima y estilo. Con Bratosevich se leía y pensábamos nuestros textos. En el taller de Silvia Plager y Elsa Fraga Vidal, además, se corregía una y otra vez. Dos maestras ambas, generosas. Sus alumnos las recordamos con afecto indeclinable. Silvia es bella, culta, escritora de oficio, de esas que se la saben todas. (Elsa falleció hace unos años, tenía un sentido del humor tan sarcástico que pasábamos horas de grato placer literario).

Con Alicia Tafur se leía poesía, la palabra circulaba en detalle, esta se pensaba con esa búsqueda de armonía y sencillez imprescindibles en la poética. La economía de la palabra, eso rescato de Alicia. Liliana Heker, a cuyo taller asistí poco tiempo (huí despavorida… risas), tenía un método: se leían en voz alta los textos, uno por autor y por vez, y se debatían entre todos los asistentes después. Terminada la ronda de lectura, intervenía ella, feroz. De Heker, además de sus enseñanzas hasta del punto y coma, lo que recuerdo, es que “me reprendió” por un cuento que yo había llevado: “Tu texto me recuerda un texto de Enrique Rodríguez Larreta” —dijo—. “Muy elegante, pero no vas a ninguna parte. ¿Por qué escribís?”, me interpeló. Me paralicé, nada pude contestar. Pero cuando salí de su casa en el barrio de San Telmo, nunca lo voy a olvidar, me pregunté a mí misma: “Paula, por qué escribís, quién sos en los textos”. Desde entonces, hice un giro brutal en mi narrativa, ya no se trataba solo de dar cuenta de vacíos o fracasos personales, sino de zambullirme en la aventura de leer y de escribir.

Nada de dar mensajes políticamente correctos, de describir paisajes internos. Yo debía preguntarme desde el vamos el por qué de narrar, puesto que tomar la palabra es algo serio. Supongo que Liliana lo sabrá, pero insisto en que su método es recomendable solo para adultos dispuestos a cuestionarse. Ahora que lo pienso, como entre amigos, las sentencias  tienen un aspecto narrativo (cuando se describen los hechos y el expediente), pero en la escritura literaria no se trata intrínsecamente de escenificar, no podés  hacerte el inocente o crear personajes resistidores en apariencia porque como diría mi abuela, “se te nota la combinación por debajo del vestido”.  ¡Hay que demostrarlo y solo contamos con las palabras!

Elsa Drucaroff, además de amiga, tiene una lucidez exquisita, poco común. Y si digo esto, pese a haber conocido a miles de personas, es porque le das a ella cinco líneas, tanto como cincuenta páginas, y te las devuelve al toque con mil dudas a compartir, sugerencias a debatir, etcétera, etc. Tiene una cabeza fenomenal, además de una ética profunda, en la que confluyen la semiótica, el psicoanálisis, la teoría marxista y su propia teoría de género (recomiendo leer “Otro logos – Signos, discursos, política”: hasta Judith Butler es confrontada) y, sin embargo, es una escritora de ley: le molestan todas estas teorías porque se aferra a la pluma y escribe y critica como narradora. Por eso la admiro, como diría —supongo— Liliana Heker, “la universidad te vio nacer y le pertenecés, pero, por suerte, sabés sacudirte de ella cuando te arremangás a escribir”.

Eso me faltaba a mí por alguna razón hasta que llegó Liliana Heker. Y lo voy aprendiendo de a poco. No tengo pudor en reconocer que voy a aprender hasta que muera: un ser adulto se hace responsable de sus estupideces hasta que fenece. Un escritor, como humano, no es un semidiós llamado a deleitar al lector acerca de sus cuitas y veleidades. Debe ser honesto, conocer su tiempo. Porque si escribe, lo hace por algo, para alguien (venda o no, vaya, el señor “mercado”, presente…).

Y hablando de Drucaroff y sobre historia de mujeres, teorías de género, te comento que fui moderadora de varias mesas en el IX Encuentro Internacional de Mujeres Escritoras “Inés Arredondo”, celebrado en Guadalajara y en Tonalá, Jalisco, México, en 2004. Allí conocí a otra grande, fallecida. Ana María Navales, una extraordinaria poeta aragonesa, que osó escribir sus poemas delante de mí, en Francia, sobre una servilleta: estábamos en una playa, con nuestros maridos, compartiendo un vino blanco entre la arena y el sol, tomó un lápiz, concibió un poema y lo leyó… Digo “osó” porque hasta los franceses que compartían el balneario quedaron helados ante esa temeridad improvisada y “artesanal” (les leyó su poema en castellano y enseguida, en su francés españolizado). Aplausos.

Recuerdo que abrió el congreso en Guadalajara aquella vez con un plenario sobre Virginia Woolf, era experta en ella. Y me acuerdo también, después, como moderadora en una mesa sobre escrituras femeninas, al responder una pregunta que le hice (para mí una autora de garra tiene que poder “imitar” el punto de vista masculino en un personaje o como narradora, trasvasando su identidad). Ambas iniciamos una amistad sincera y literaria que no cesó ni con su muerte: continuamos viéndonos hoy, mi esposo y yo, con Juan Domínguez Lasierra, un experto en cultura aragonesa, narrador y periodista, su esposo. Siempre que podemos lo visitamos tratando de esquivar al cierzo, en Zaragoza.

¿El psicoanálisis perjudica a las Ciencias Sociales?

— Imagino que me invitás a que resuma el artículo que con el título de tu pregunta se divulgó en la Revista “Consecuencias”, de la EOL (Escuela de Orientación Lacaniana) de Buenos Aires, en 2011, y sobre el que también dicté un seminario de posgrado. Contestando rápidamente a tu pregunta: no, claro que no. En mi opinión,  ambos saberes pueden articular miradas. La una singular y desde el inconsciente, con todo el bagaje clínico que aporta los paradigmas de análisis para la asociación libre del paciente y su experiencia acerca del mundo y la otra, la social, que no remite solo a la “intersubjetividad” sino que se debe a un contexto diferente, al de la sociedad en la cual el sujeto pasa a transformarse, desde el uno-a-uno, en una identidad distinta y superadora. Las Ciencias Sociales, como toda ciencia dura, poseen un sistema cognitivo propio para estudiar los fenómenos sociales, su objeto. Pero el sujeto es siempre, al fin, la unidad social mínima, puesto que hace lazo social desde su subjetividad y las prácticas sociales, instituyentes, se corporizan en él y lo modifican.

Es un ida y vuelta permanente entre ambos saberes. El Psicoanálisis se desenvuelve en y desde la clínica del sujeto que hace lazo social (o no: autismo, psicosis, pasajes-al-acto, etc.), pero el malestar en la cultura no sólo deviene de este último. Articular ambas disciplinas constituye, pues, para mí, un desafío para las democracias: no puede ser buen ciudadano quien no se realizó como sujeto. Y tampoco una sociedad va a progresar y mejorar su economía, si unos se incluyen fácilmente y otros, solo llevan el peso de sostener la tal ajena inclusión. Elegí ese título adrede: hay quienes se dan de patadas con el tema, sobre todo los centrados únicamente en las ciencias duras. Acaso, porque el Psicoanálisis va más allá de la ciencia, si bien su origen remite a la biología y cuenta, sobre todo la escuela freudiana, con una definida experiencia clínica para posibilitar que el sujeto tramite su neurosis, y tal.

Pero esto que te comento (que el inconsciente no tenga materialidad, digamos, y que cueste definir el objeto del Psicoanálisis, o mejor dicho, que este no exista; por ejemplo que se hable del yo, el ello y del superyó, constitutivos del aparato psíquico, etc. etc.), no implica, te digo, que se esté ante un mero sistema de creencias, como si se tratara de un dogma religioso o de un juego de naipes. Hoy la posibilidad de la cura en ciertas psicosis se debe a los trabajos de Jacques Lacan con sustento en el lenguaje (Lacan era freudiano), pero sin los aportes de la Antropología social y de la Sociología, tampoco hubieran avanzado los estudios psicoanalíticos, todo se interrelaciona. A propósito del Psicoanálisis y la Política: si querés medir la calidad de vida en una sociedad, preguntale a un amigo psicoanalista. Y averiguá cuántos consultorios y asociaciones existen en esa ciudad.

Si hay algo de lo que muchos argentinos no quieren saber es de cárceles, nosocomios y analistas (aunque vayan a consulta de vez en cuando). Como si al no pensar sobre la demencia, las neurosis, la enfermedad y el delito, pudieran priorizar sus vidas cómodas idealizando un país, enteramente fragmentado. “Dime lo que niegas e idealizas tan insistentemente y te diré quién eres”…

 — ¿En los universos de qué artistas te agradaría perderte (o encontrarte)?

 Si me ofrecieran la posibilidad de una nueva vida, desde luego elegiría la Literatura. Pero supongo que algo habré hecho bien (me refiero a mi universo jurídico…) porque ya tengo suficiente con esta. (Risas.) Aunque parezca tonto, de todos los oropeles, viajes, cargos y tal, lo que me llevo a la tumba es el recuerdo de una viejita que acudió a buscar la ayuda de un abogado en un distrito del Pami [Programa de Atención Médica Integral que rige en Argentina y pertenece al Instituto Nacional de Jubilados y Pensionados]. La asistí de muy joven, recién graduada. Lo que me devuelve la memoria hoy, rápidamente, es una canasta que me tejió como regalo. Puso en una improvisada etiqueta: “Gracias, querida doctora”.

Es decir, no necesito perderme ni encontrarme en otros mundos: conocí la condición humana. Desde la más imbécil, cruel y mentirosa, hasta la más intrincada y generosa. Voy a partir en paz, lo que no es poco. Ahora, en cuanto a mis aspectos controversiales como los de toda persona, una siempre quiere más. (Risas.) Entonces, si algo pudiera cambiar, ya que me ofrecés esta posibilidad y recurro a la Literatura, donde me sentiría más cómoda perdiéndome es en el universo de Franz Kafka. Por muchas razones, me identifico con él. Pero tampoco me vendría mal caminar por las calles de París junto a Julio Cortázar, aunque no creo que me acompañara, feliz, a la Iglesia de la Madeleine. (Risas.) O por las de Berlín, charlando con Heinrich Böll acerca de su “anticatolicismo”, leyendo y debatiendo ambos a Eckhart de Hochheim. Si la metonimia fuera femenina (me remito a ese libro que te recomendé de Elsa Drucaroff), su reduccionismo no haría tanto daño: ¿cómo se puede pensar que Böll era anticatólico? Ya ves, “miente, miente, que algo quedará”. Obviemos la autoría de la cita…

Y, entre sueños, me perdería con gusto en el universo de René Magritte. Y, si me permitís, habiendo hablado del Pami y ya que estamos en el mundo posible de la estética habida cuenta de tu pregunta, todavía ningún gobierno argentino honró a sus jubilados y pensionados… ¿Son “el pueblo”, “la gente”, verdad? No es estético quien niega sus raíces o se hace el que no sabe, no oye ni ve porque le va bien… Y, por favor, no deberían hablar más de “abuelos”, que se es abuelo del nieto o nieta respectivos solamente. En una época en la que se trató de evitar discriminaciones, no comprendo ese fervor por disminuir o tratar confianzudamente a los viejos. Y me gusta la palabra “viejo” porque aborrezco los eufemismos como la designación esa de “adultos mayores”, “adultos de la tercera edad”. También me inquietan esas abuelastan parecidas a sus nietas… (Me remite, no sé el porqué…, a los donantes de la novela “Nunca me abandones”, de Kazuo Ishiguro.)

 — Rodolfo Walsh expresó: “La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: ‘Si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir’” ¿Compartirías con nosotros algunas de tus ideas perturbadoras de diferentes etapas de tu vida? ¿Qué opinás del “chiste” de Rilke?

 Rilke me gusta, ubicado en su época. Si yo hubiera hecho caso al consejo de Rilke, no estaría charlando con vos porque cuando comencé, mis primeros ejercicios “literarios” eran desastrosos. Si hubiese acatado su “broma”, en cambio, por lo menos dos de mis libros no hubieran sido publicados, pero lo hecho, hecho está, no tiene remedio. Claro que comparando mis textos de hoy con los de Lucia Berlin, Alice Munro o Henning Mankell, todavía estos me siguen pareciendo garabatos. Ahora bien, pasados los años, me pregunto, Rolando, a propósito de esa cita de Rilke: el poeta, el narrador, el ensayista, ¿sobreviven sin escribir? A un escritor no le queda otra cosa sino escribir, no puede (ni debería) obviarlo, pues la vida es deseo, “se pulsa” vida cuando se la quiere y se la honra. Si solo transcurrís, como diría la canción que tan bien interpreta Marilina Ross, creo que sería preferible que no escribieras ni leyeras…; le harías tamaño favor a los escritores de raza y a los anaqueles del “mercado”, que se vaciarían para dar más espacio a los primeros. (Risas.)

Ideas perturbadoras como las que tuvo Rodolfo Walsh fueron, durante mi adolescencia y juventud primera, todas aquellas que no podía comprender del todo por confrontarlas con lo “real/real”, evitando las mayúsculas. Es decir, con la realidad más pura. Después, cuando tuve herramientas para hacer mi síntesis, recrear conocimiento propio y releer todo otra vez, me di cuenta de que mi primera visión acerca del mundo se confirmaba irreductiblemente: una olfatea la mentira y un par errado de simuladas propagandas, pero recién cuando sos adulto, tenés la fuerza e imaginación para armar tu biblioteca, sostener creencias, etc., etc.

Como dice Žižek: “La verdadera tarea no es la identificación de la realidad como ficción simbólica, sino mostrar que hay algo en la ficción simbólica que es más que ficción.” Esta es otra actividad monumental que nos debemos en las democracias. No sé si alcanzaré a ver sus resultados…, pues de momento, esta solo se ha relegado a los estudios académicos: el ciudadano de a pie continúa repitiendo lo que lee sin mayor esfuerzo. Le es más fácil, y así se arman los malentendidos que terminan en saqueos, hambre, hasta en guerras mundiales. Malentendidos, al fin, “bien entendidos”: preguntar si no, a quienes considero como “los poetas del capitalismo”, los publicistas o expertos en el marketing político…

 — ¿Qué te promueve, Paula, cada una de las siguientes citas?: Carl Sandburg: “La poesía es el diario de un animal marino que vive en la tierra y espera volar por el aire.”Luis Alberto Spinetta:“se torna difícil escribir con la misma brutalidad con que se piensa / se torna raro advertir los desmanes de algún término equivocado porque la valentía de estos signos nos va proponiendo otro idioma despierto”Henry Miller:“…la misión de la poesía es despertarnos…”

 La expresión de Henry Miller resume las anteriores: si bien los poetas no dejan (por suerte) de ser animales marinos, aves libertarias o efímeras mariposas, les cuesta siempre la brutalidad de la palabra porque aman la vida, incluso aún detestando aspectos de esta. Y saben que la poesía conduce a un renovado despertar, una especie de habitual celebración de los signos, que nunca las tiranías y las democracias de baja intensidad, por llamarlas de alguna manera, consiguen matar del todo. Muchos lo ignoran, y otros lo sabrán de memoria: con las palabras se asesina. Una expresión a tiempo que sintetice toda la frustración de tu existencia puede conducirte al quirófano (en el mejor de los casos). Y en una sociedad, digamos, no hay peor cosa que la palabra devaluada, aquella sin pudor que circula y debate estupideces al infinito. Estamos inmersos en un mundo en el cual todo vale, “se dialoga”. A la lista de pasaportes universales para poetas y filósofos del mundo, yo agregaría a los semiólogos, para poder desarticular estrategias lingüísticas que resignifican hasta estilos de vida. Pero ese despertar, poético al fin, es poco recomendable para perezosos.

Ficha

Paula Winkler nació el 26 de enero de 1951 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, República Argentina. Es Doctora en Derecho y Ciencias Sociales (1981) por la Universidad de Buenos Aires y Magíster en Ciencias de la Comunicación (2003) por la Universidad CAECE – Centro Académico de Altos Estudios en Ciencias Exactas. Fue docente universitaria y profesora e investigadora invitada en diversas instituciones nacionales y extranjeras. Ha sido declarada jurista notable por el Ministerio de Justicia y de Derechos Humanos y designada miembro del Instituto de Derecho Administrativo de la Academia Nacional de Derecho. Obtuvo, además de becas, el Premio Jorge Luis Borges de la Fundación Givré, en 1989, así como los premios publicación de Ediciones Nuevo Espacio, en categoría Cuento en 2003, y en categoría Cuento Breve en 2005. Numerosos ensayos de su autoría se difundieron en libros y revistas: destacamos “Zavala, una lectora con ética y localizaciones epistemológicas”, el que integra el volumen “La huella liberada – Homenaje a Iris M. Zavala”, coordinado por Zulema Moret (ArCibel Editores, Andalucía, España, 2008). Publicó el libro de cuentos “Los muros” (1999); también las novelas breves “Cartas escritas en silencio para el viento” (2001), “La avenida del poder” (2009); las novelas “El vuelo de Clara” (2007), “El marido americano” (2012), “Fantasmas en la balanza de la justicia” (2017); y el libro objeto “Cuentos perversos y poemas desesperados” (2003).

 

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