Pavana para un negro difunto

Cristian Joel Sánchez*

A los cantos de “¡Matemos a Obama!” (let’s kill Obama) un grupo de estudiantes de segundo y tercer grado se desplazaban en un bus escolar por las calles de Rexburg en el estado de Idaho, EEUU. Cosa de niños, dirá usted.

Como cantar inocentemente “El puente se va a caer” cruzando el magnifico viaducto de San Francisco mientras debajo bulle el magma de San Andrés que un día, pronosticado por la ciencia, se llevará efectivamente la magnífica mole entramada de Golden Gate.

O acá en Chile cuando los estudiantes salen de paseo en los buses escolares y se canta el infaltable “Que se le corten los frenos…” que nadie, como es lógico, espera que ocurra. Pero en Estados Unidos, por desgracia, no se trata de simpáticos niñitos que se entretienen en un trayecto cualquiera. La muerte del flamante presidente negro a manos del pistolero sicario que ya debe estar ensayando su puntería, no es una broma de escolares que cantan en Idaho con la inocencia irresponsable de su edad.

El odio racista, unido ahora con mayor fuerza con el odio reaccionario del fascismo que se agita una vez más en una parte no insignificante de la sociedad estadounidense, prepara sin ninguna duda el recurso brutal al que ha echado mano reiteradamente en la historia democrática de ese país, salpicada siempre de la sangre magnicida de destacados personajes.

Como ningún otro país del mundo, ni siquiera en nuestra América morena, tildada con desprecio como salvaje por el paradigma democrático del norte, se han cometido tantos asesinatos deleznables en la persona de grandes líderes progresistas de la vida pública estadounidense. En la lista de estos hombres que de una u otra manera, con menor o mayor compromiso, se atrevieron a esbozar un cambio en el sistema tenebroso del imperio norteamericano, se cuentan ya cuatro presidentes asesinados en pleno ejercicio de sus funciones.

Estos matarán a Obama
 
Seguramente usted se habrá enterado que el asesinato de Obama es un crimen del cual nadie duda en ese país. Sólo se difiere del momento en que ocurrirá: antes o después del 20 de enero, pero máximo en un año.

Y si no lo cree, entérese de esta perla típica del “paraíso democrático” del norte: una tienda en la ciudad de Standish al sur de Maine, ha abierto un concurso con un valor de un dólar por apuesta, para premiar a quien adivine el día en que se va asesinar al nuevo presidente. Al concurso se le designa con el simpático apelativo de “La Escopeta de Obama”.

¿Sabe usted cuál ha sido la reacción del municipio de Standish ante el macabro concurso? Ni más ni menos que defender “el derecho a la libre expresión del dueño de la tienda” aunque su ruleta de la muerte fuera de “mal gusto”.
Así se estila en el edén de la democracia, mi querido lector.

Asesinar mandatarios y líderes progresistas en su propio territorio, o invadir naciones de ultramar sembrando la muerte y el espanto, imponer regímenes a sangre y fuego, son conceptos que encajan perfectamente en la mentalidad de “libre albedrío” que ha prevalecido en un importante sector de la sociedad norteamericana, la que ha mantenido bajo su férula el poder con muy pocas interrupciones, la que defiende, como el municipio de Standish, la “libre expresión” de los asesinos a sueldo cuyo gatillo se jala desde las sombras de ese sector que sostiene el ideario imperialista.

Barack Obama, más que ninguno de los anteriores líderes asesinados, encarna el anhelo de cambios profundos en la conducta imperialista de Estados Unidos, anhelo no sólo de una parte significativa de la sociedad norteamericana, sino que de la mayoría abrumadora de la población mundial, como lo ha demostrado la repulsa unánime que ha concitado la persona de Bush y su gobierno saliente.

El futuro presidente Obama, recién electo con un apoyo sin precedentes en la historia de ese país, posee un programa de gobierno y un cúmulo de intenciones que, por desgracia, lo convierten en el candidato más propicio al cadalso reaccionario, mucho más que sus predecesores exterminados por la mano fascista, exceptuando quizás a Abraham Lincoln cuya bandera antiesclavista costara una larga guerra civil al país, con más de medio millón de muertos, además de la vida del propio presidente.

Un factor común burdo, pero efectivo

El hilo progresista de estas victimas del magnicidio norteamericano tiene, sin embargo, cierta relatividad, aunque en los casos de Lincoln y Kennedy, e incluso el de James Garfield, es innegable que el concepto de decencia democrática y civilidad, que en Estados Unidos ha sido siempre un pésimo negocio para quienes los enarbolen, fue lo que les costó la vida.

No así en el asesinato de William McKinley, el cual se inscribe más como el de un crimen premeditado para justificar la posterior represión contra el movimiento anarquista, que por hacerle pagar a este presidente un vanguardismo que estaba lejos de poseer.

Y es que Mckinley navegó siempre en las ambiguas aguas de un concepto más bien progresista por su antirracismo dentro de su país, pero con una política exterior agresiva, precursora de la política imperialista hoy reinante en la nación del norte. Fruto de ello fue la anexión, en algunos casos a sangre y fuego, de Hawai, Filipinas, Puerto Rico y Cuba y algunas islas de importancia militar estratégica, como Guam –expansionismo prepotente llevado a cabo bajo el gobierno de este presidente asesinado en 1901.

Hay, sin embargo, un factor común que enlaza sorprendentemente a los cuatro homicidios habidos hasta hoy en la persona de los presidentes estadounidenses: en ninguno de ellos se llegó jamás a aclarar el verdadero origen de estos crímenes y, mucho menos, se llegó a identificar y castigar a los autores intelectuales de estos hechos. Es más: en todos ellos hubo un cabeza de turco que fue siempre rápidamente eliminado, sin que se conociera la confesión que obligadamente debieron haber hecho ante sus captores.

En el caso de Kennedy, como todo el mundo sabe y pudo verlo en trasmisión directa por televisión, el modus operandi rebasó todos límites del descaro y la impunidad: el supuesto culpable, Lee Harvey Oswald, a todas luces un chivo expiatorio, un “patsy” como se le denomina en los bajos fondos estadounidenses, fue asesinado dos días después del magnicidio frente a las cámaras y ante la desidia cómplice de sus guardias.

El autor, Jack Ruby, manejado también por la CIA al igual que Oswald, era un mafioso que, ¡oh, casualidad! estaba enfermo de cáncer y desahuciado muriendo, efectiva y convenientemente, poco después a causa de su mal. De esta manera, como en los casos anteriores, el crimen jamás fue formalmente resuelto.

Previamente John Wilkes Booth, asesino de Lincoln; Charles Guiteau, que ultimara a James Garfield, y León Czolgosz, un checo-polaco y anarquista que asesinara a McKinley, también habían sido rápidamente silenciados con la muerte. En el caso de Guiteau, éste estuvo en prisión los casi 3 meses que duró la agonía de Garfield, siendo luego conducido al cadalso sin que hasta hoy se conociera ni una sola palabra de su confesión ni sus respuestas a los interrogatorios a los que necesariamente debió sometérsele.

Hombre muerto caminando

Al terminar este artículo, más que a usted, querido lector, que, como yo, espera impotente y con el alma en un hilo la infausta noticia, mis palabras se dirigen a aquel tonto útil que ya debe estar agazapado en algún callejón, preparado, adoctrinado, adulado y adobado en dólares, pero por sobre todo, convencido que su papel será el de un héroe salvador del sacro santo status americano ante la amenaza de este negro escapado de algún algodonal de los Estados Confederados del Sur. 

Me dirijo a este nuevo “patsy” que, como los otros, no ha notado los hilos que ya le tienen adosados a sus manos y piernas como a la más burda de las marionetas; a ese magnicida todavía anónimo que en su madriguera a estas horas, se enorgullece de haber sido elegido por su ancestro musulmán, o por su pasado comunista, o por su cabeza rapada de neonazi, o por la capucha aguzada que guarda en el armario como recuerdo de su abuelo ku klux klanista que ya quemó negros en la década de los cincuentas.

Porque los inspiradores del magnicidio necesitarán cargar el crimen a un loco nazi, a un loco musulmán, a un loco comunista, o a un loco racista, pero jamás a un impecable “yupi” de Wall Street, ni menos a un condecorado militar del Pentágono que atiborró su pecho de medallas luchando en la guerra del Golfo bajo las ordenes del presidente Bush.

En fin, y por último, me dirijo al verdadero hombre muerto caminando porque usted, míster, será ineluctablemente asesinado por los mismos que hoy le llenan los bolsillos de dólares para que le tuerza una vez más el destino a la humanidad, abortando con un disparo las esperanzas encarnadas por ese presidente negro que, como dijera Nicolás Guillén de los grandes hombres, morirá, pero para seguir viviendo. De eso sí estamos absolutamente seguros.

* Escritor.

  
 

   
 
 

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