Peço desculpas / Pido disculpas

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Frei Betto*

La ironía es una sonrisa –que no agrede, sabe perdonar– a costa del engolillamiento ajeno; el sarcasmo una venganza –¿o acto de justicia?– que expone en la luz las patas de barro del prepotente. Diferente es el perdón: pedirlo es pedir una segunda oportunidad, otorgarlo esacepotar el borrón y cuenta nueva. ¿Frente a qué estamos? Nos queda el buen humor. En portugués y castellano.

Estou gravemente enfermo. Gostaria de manifestar publicamente minhas escusas a todos que confiaram cegamente em mim. Acreditaram em meu suposto poder de multiplicar fortunas. Depositaram em minhas mãos o fruto de anos de trabalho, de economias familiares, o capital de seus empreendimentos.

Peço desculpas a quem assiste às suas economias evaporarem pelas chaminés virtuais das Bolsas de Valores, bem como àqueles que se encontram asfixiados pela inadimplência, os juros altos, a escassez de crédito, a proximidade da recessão.

Sei que nas últimas décadas extrapolei meus próprios limites. Arvorei-me em rei Midas, criei em torno de mim uma legião de devotos, como se eu tivesse poderes divinos. Meus apóstolos – os economistas neoliberais – saíram pelo mundo a apregoar que a saúde financeira dos países estaria tanto melhor quanto mais eles se ajoelhassem a meus pés.

Fiz governos e opinião pública acreditarem que o meu êxito seria proporcional à minha liberdade. Desatei-me das amarras da produção e do Estado, das leis e da moralidade. Reduzi todos os valores ao cassino global das Bolsas, transformei o crédito em produto de consumo, convenci parcela significativa da humanidade de que eu seria capaz de operar o milagre de fazer brotar dinheiro do próprio dinheiro, sem o lastro de bens e serviços.

Abracei a fé de que, frente às turbulências, eu seria capaz de me auto-regular, como ocorria à natureza antes de ter seu equilíbrio afetado pela ação predatória da chamada civilização. Tornei-me onipotente, supus-me onisciente, impus-me ao planeta como onipresente. Globalizei-me.

Passei a jamais fechar os olhos. Se a Bolsa de Tóquio silenciava à noite, lá estava eu eufórico na de São Paulo; se a de Nova York encerrava em baixa, eu me recompensava com a alta de Londres. Meu pregão em Wall Street fez de sua abertura uma liturgia televisionada para todo o orbe terrestre. Transformei-me na cornucópia de cuja boca muitos acreditavam que haveria sempre de jorrar riqueza fácil, imediata, abundante.

Peço desculpas por ter enganado a tantos em tão pouco tempo; em especial aos economistas que muito se esforçaram para tentar imunizar-me das influências do Estado. Sei que, agora, suas teorias derretem como suas ações, e o estado de depressão em que vivem se compara ao dos bancos e das grandes empresas.

Peço desculpas por induzir multidões a acolher, como santificadas, as palavras de meu sumo pontífice Alan Greenspan, que ocupou a sé financeira durante dezenove anos. Admito ter ele incorrido no pecado mortal de manter os juros baixos, inferiores ao índice da inflação, por longo período. Assim, estimulou milhões de usamericanos à busca de realizarem o sonho da casa própria. Obtiveram créditos, compraram imóveis e, devido ao aumento da demanda, elevei os preços e pressionei a inflação. Para contê-la, o governo subiu os juros… e a inadimplência se multiplicou como uma peste, minando a suposta solidez do sistema bancário.

Sofri um colapso. Os paradigmas que me sustentavam foram engolidos pela imprevisibilidade do buraco negro da falta de crédito. A fonte secou. Com as sandálias da humildade nos pés, rogo ao Estado que me proteja de uma morte vergonhosa. Não posso suportar a idéia de que eu, e não uma revolução de esquerda, sou o único responsável pela progressiva estatização do sistema financeiro. Não posso imaginar-me tutelado pelos governos, como nos países socialistas. Logo agora que os Bancos Centrais, uma instituição pública, ganhavam autonomia em relação aos governos que os criaram e tomavam assento na ceia de meus cardeais, o que vejo? Desmorona toda a cantilena de que fora de mim não há salvação.

Peço desculpas antecipadas pela quebradeira que se desencadeará neste mundo globalizado. Adeus ao crédito consignado! Os juros subirão na proporção da insegurança generalizada. Fechadas as torneiras do crédito, o consumidor se armará de cautelas e as empresas padecerão a sede de capital; obrigadas a reduzir a produção, farão o mesmo com o número de trabalhadores. Países exportadores, como o Brasil, verão menos clientes do outro lado do balcão; portanto, trarão menos dinheiro para dentro de seu caixa e precisarão repensar suas políticas econômicas.

Peço desculpas aos contribuintes dos países ricos que vêem seus impostos servirem de bóia de salvamento de bancos e financeiras, fortuna que deveria ser aplicada em direitos sociais, preservação ambiental e cultura.

Eu, o mercado, peço desculpas por haver cometido tantos pecados e, agora, transferir a vocês o ônus da penitência. Sei que sou cínico, perverso, ganancioso. Só me resta suplicar para que o Estado tenha piedade de mim.

Não ouso pedir perdão a Deus, cujo lugar almejei ocupar. Suponho que, a esta hora, Ele me olha lá de cima com aquele mesmo sorriso irônico com que presenciou a derrocada da torre de Babel.

En castellano

Estoy gravemente enfermo. Me gustaría manifestar públicamente mis excusas a todos los que confiaron ciegamente en mí. Creyeron en mi presunto poder de multiplicar fortunas. Depositaron en mis manos el fruto de años de trabajo, de economías familiares, el capital de sus emprendimientos.

Pido disculpas a quien mira a sus economías evaporase  por las chimeneas virtuales de las bolsas de valores, así como a aquellos que se encuentran asfixiados por la imposibilidad de pagar, los intereses altos, la escasez de crédito, la proximidad de la recesión.

Sé que en las últimas décadas extrapolé mis propios límites. Me convertí en el rey Midas, creé alrededor mío una legión de devotos, como si yo tuviese poderes divinos. Mis apóstoles –los economistas neoliberales– salieron por el mundo a pregonar que la salud financiera de los países estaría tanto mejor cuanto más ellos se arrodillasen a mis  pies.

Hice que gobiernos y opinión pública crean que mi éxito sería proporcional a mi libertad.  Me desaté de las amarras de la producción y del Estado, de las leyes y de la moralidad.  Reduje todos los valores al casino global de las bolsas, transformé el crédito en producto de consumo, convencí a una parte significativa de la humanidad de que yo sería capaz de operar el milagro de hacer brotar dinero del propio dinero, sin el lastre de bienes y servicios.

Abracé la fe de que, frente a las turbulencias, yo sería capaz de auto-regularme, como ocurría con la naturaleza antes de que su equilibrio sea afectado por la acción predatoria de la llamada civilización.  Me volví omnipotente, me supuse omnisciente, me impuse al planeta como omnipresente.  Me globalicé.

Llegué a no dormir nunca.  Si la Bolsa de Tokio callaba por la noche, allá estaba yo eufórico en la de São Paulo; si la de Nueva York  cerraba a la baja, yo me recompensaba con el alza de Londres.  Mi pregón en Wall Street hizo de su apertura una liturgia televisada para todo el orbe terrestre.  Me transformé en la cornucopia de cuya boca muchos creían que habría siempre de chorrear riqueza fácil, inmediata, abundante.

Pido disculpas por haber engañado a tantos en tan poco tiempo; en especial a los economistas que mucho se esforzaron para intentar inmunizarme de las influencias del Estado.  Sé que, ahora, sus teorías se derriten como sus acciones, y el estado de depresión en que viven se compara al de los bancos y de las grandes empresas.

Pido disculpas por inducir multitudes a acoger, como santificadas, las palabras de mi sumo pontífice Alan Greenspan, que ocupó la sede financiera durante diecinueve años. Admito haber incurrido en el pecado mortal de mantener los intereses bajos, inferiores al índice de la inflación, por largo periodo.  Así, se estimuló a millones de usamericanos a la búsqueda de realizar el sueño de la casa propia.  Obtuvieron créditos, compraron inmuebles y, debido al aumento de la demanda, elevé los precios y presioné la inflación. Para contenerla, el gobierno subió los intereses… y el no pago se multiplicó como una peste, minando la supuesta solidez del sistema bancario.

Sufrí un colapso. Los paradigmas que me sustentaban fueron engullidos por el imprevisible agujero negro de la falta de crédito. La fuente se secó. Con las sandalias de la humildad en los pies, ruego al Estado que me proteja de un deceso vergonzoso.  No puedo soportar la idea de que yo, y no una revolución de izquierda, sea el único responsable por la progresiva estatización del sistema financiero.  No puedo imaginarme tutelado por los gobiernos, como en los países socialistas.  Justo ahora que los bancos centrales, una institución pública, ganaban autonomía en relación a los gobiernos que los crearon y tomaban asiento en la cena de mis cardenales,  ¿que es lo que veo?  Se desmorona toda la cantaleta de que fuera de mí no hay salvación.

Pido disculpas anticipadas por la quiebra que se desencadenará en este mundo globalizado.  ¡Adiós al crédito consignado!  Los intereses subirán en la proporción de la inseguridad generalizada.  Cerrados los grifos del crédito, el consumidor se armará de cautela y las empresas padecerán la sed de capital; obligadas a reducir la producción, harán lo mismo con el número de trabajadores.  Países exportadores, como Brasil, tendrán menos clientes del otro lado de la barra; por lo tanto, traerán menos dinero hacia sus arcas internas y necesitarán repensar sus políticas económicas.

Pido disculpas a los contribuyentes de los países ricos que ven como sus impuestos sirven de boya de salvación  de bancos y financieras, fortuna que debería ser invertida en derechos sociales, preservación ambiental y cultura.

Yo, el mercado, pido disculpas por haber cometido tantos pecados y, ahora, transferir a ustedes el peso de la penitencia.  Sé que soy cínico, perverso, ganancioso.  Sólo me resta suplicar  que el  Estado tenga piedad de mí.

No oso pedir perdón a Dios, cuyo lugar  pretendí ocupar.  Supongo que, a esta hora, Él me mira allá desde la cima con aquella misma sonrisa irónica con que presenció la caída de la Torre de Babel. (Traducción ALAI)

 
* Domínico, escritor.
Un despacho de la Agencia Latinoamericana de Información

http://alainet.org
 

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