… Pero la sangre llegó al río

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

En verdad, si usted se diera el trabajo de revisar toda la avalancha de noticias, comentarios, invocaciones e improperios que saturan desde hace una semana la prensa respecto del affaire Colombia-Ecuador, difícilmente, quizás nunca, va encontrar una alusión, aunque sólo sea humanitaria, respecto de esas dos decenas de combatientes asesinados en medio de la noche mediante un ataque artero, como los que hoy permite la tecnología ultramoderna del arte de matar a distancia.

La ciencia al servicio del crimen.

La guerra moderna es la guerra de los cobardes. O mejor dicho es la guerra donde el valor personal, el arrojo de los héroes, ha quedado obsoleto, anticuado. Hoy basta el conocimiento mínimo de la electrónica computacional y un dedo para borrar de la faz de la tierra no a un contrincante o a dos, sino incluso a miles si ese dedo aprieta el mecanismo de un misil.

No importa quien esté detrás de ese dedo. No importa si tiene ideales, si no los tiene, si todavía cuenta en su escaso bagaje moral con algo de conciencia y, principalmente, no importa si es valiente o cobarde. Desde un helicóptero cargado de misiles o un camión cargado de rockets no se ve el rostro del enemigo. La máquina o incluso un satélite, detecta el calor del cuerpo, que es el calor de la vida, y se aprieta el botón. Y entonces se mata.

A lo sumo, se recorre más tarde el campo de “batalla” repartiendo “tiros de gracia” sobre la espalda o la nuca de los heridos o los que agonizan, como se supo ahora que ocurrió en la masacre de los guerrilleros en territorio ecuatoriano.

Pero volvamos a ellos como entes humanos que alguna vez tuvieron un nombre, una esperanza y, sobre todo, un ideal. ¿Quiénes son esos muertos allá junto al Putumayo, o en la franja de Gaza o en las calles de Bagdad? Terroristas, según el diccionario de las últimas décadas, sujetos anacrónicos, arcaicos y “demodés” que luchan por ideales, que luchan a la antigua, como guerrilleros, sacrificando incluso sus vidas en combates desiguales o llenando a veces sus bolsillos y sus ropas con mortales explosivos en los cuales su propio cuerpo será el detonante.

Hace sólo treinta años no lo eran. Treinta años atrás sus nombres hubieran ocupado el protagonismo de la noticia y sus retratos y la historia de cada uno de ellos hubieran sido enarboladas en grandes marchas acá en América Latina y en gran parte del mundo como los héroes de una causa noble, como lo fueron el Ché y sus compañeros, los hermanos Peredo, el cura Camilo Torres o Tania la heroína de la selva boliviana. Como lo fue –y esto que llegue a oídos de los socialistas y ex comunistas que profitan a la sombra del neoliberalismo concertacionista de mi país– como lo fue, digo, Elmo Catalán, militante socialista chileno que se enroló en la guerrilla altiplánica muriendo en Cochabamba, y no importa si producto de una traición o a manos de la represión del dictador boliviano de turno.

El silencio de los traidores

Hoy nuestros socialistas y ex comunistas de entonces han engordado. Ya no marchan para parar el genocidio de ninguna parte. Y no es porque los genocidios hayan terminado. Ahí está Iraq, Afganistán y estos veintitantos guerrilleros masacrados desde las sombras. Lo que ocurre es que la dieta parlamentaria es la mejor dieta para la amnesia. Y no sólo te engorda el cuerpo, sino que sobre todo –y esto es lo más importante– te engorda el bolsillo. Y esta lucrativa dieta sólo se consigue en un régimen al estilo del que hoy regentan los socialistas del concertacionismo en Chile.

A propósito, en la época de la Unidad Popular, en los partidos populares los parlamentarios de la izquierda debían entregar sus sueldos al partido, es decir a la causa revolucionaria. El Comité Central les devolvía sólo una parte “según sus necesidades” en tiempos en que funcionaba el axioma marxista. ¿Alguien se acuerda todavía de esto? Era sin duda, muy poco rentable para el parlamentario si se mira con la mentalidad actual de estos socialistas y ex comunistas.

El mofletudo jefe máximo del partido socialista chileno, el honorable senador Camilo Escalona, que de tarde en tarde suele horrorizarse ante los exabruptos revolucionarios de Hugo Chávez, no podría desplazarse desde los mesones bien provistos de sabrosos curantos y delicias del mar en Angelmó, hasta su cómodo sillón senatorial, si todavía estuvieran vigentes estos “terroristas” como Elmo Catalán y… Salvador Allende.

Porque también en la amnesia neoliberal de estos socialistas “aggiornados” se borró un célebre episodio: cuando Salvador Allende, entonces presidente del Senado, no sólo acogió a los guerrilleros cubanos Pombo, Urbano y Benigno en febrero de 1968, que cruzaron nuestra frontera perseguidos por la dictadura de Banzer, sino que personalmente los acompañó hasta Tahiti donde fueron entregados al embajador de Cuba en Francia pudiendo regresar así a su patria.

Para los socialistas de entonces, y para algunos ex comunistas como Antonio Leal, hoy diputado de la Concertación y otro “ofendido” por estos “terroristas” de las FARC de Colombia, esos guerrilleros eran héroes populares y la actitud audaz de Allende, que junto con el partido comunista chileno montaron el operativo para hacerlos pasar la frontera hacia Chile, un acto de consecuencia revolucionaria que el presidente mártir conservaría hasta el último minuto de su vida.

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La historia los absolverá

He buscado y rebuscado, con las ventajas del internet, la lista de los masacrados junto al río Putumayo. No he encontrado nada. Sólo un par de nombres acotados por algún dato especial, por ejemplo porque no eran colombianos, pero en ningún caso como un homenaje por la actitud patriótica, consecuente y revolucionaria por la cual entregaron sus vidas a la causa liberadora de su pueblo. Se tiene temor, sin duda, de ser estigmatizado por el epíteto creado por el imperialismo triunfante de declarar “terrorista” a todo aquel que lucha por su patria, por una vida mejor, por un sistema justo y democrático.

El viernes recién pasado culminó la reunión del Grupo de Río que reunió a los presidentes de América Latina en República Dominicana. Culminó con un abrazo y grandes apretones de mano entre los contrincantes que minutos antes estuvieron a punto de enfrentarse con las armas. Como dije al comienzo, la sangre no había llegado al río.

Un suspiro de alivio y beneplácito recorrió a estos dignos representantes de sus pueblos reunidos ahí y a otros en el mundo. En cambio para mí, lo digo de inmediato, esta claudicación expele un tufillo a “tongo”, a fraude vomitivo que me llegó hasta este lejano rincón de América. Fue, quizás, la paletada final de tierra sobre los cadáveres de estos militantes que, al menos por ahora, permanecerán anónimos y cuya actitud nadie quiere reivindicar.

Este epílogo nauseabundo demuestra que el asunto fue siempre un problema diplomático y no el repudio a una masacre perpetrada por un gobierno de narcotraficantes apoyado desde Wáshington en su papel de gendarme de América Latina.

Si el genocidio hubiera ocurrido unos cientos de metros más arriba, es decir al otro lado del Putumayo, ninguno de estos acalorados dignatarios, ni mucho menos nuestra híbrida y deslucida presidenta, se hubiera referido ni tangencialmente a la muerte de estos hombres que, en vez de saquear el erario nacional mediante oscuros fraudes ministeriales –como ocurre en mi país– optaron por entregar sus vidas por el mismo ideal por el cual murieron el Ché, los Peredo, el cura Torres, Elmo Catalán y Salvador Allende.

En resumen, y usted quizá estará de acuerdo conmigo, el problema no fue el asesinato masivo, sino el lugar donde se produjo, el problema no fue la masacre de hombres y mujeres atacados a mansalva en medio de la noche, sino el mal gusto que tuvo Uribe de hacerlo en territorio ecuatoriano y no antes de cruzar el Putumayo.

Es por eso que en este homenaje a esos combatientes tengo la certeza que no estoy solo, que muchos de mis lectores comparten el desprecio por los pusilánimes y timoratos que callan su admiración por estos héroes y que niegan, como negaron al ingenuo del Gólgota, su vinculación con aquel pasado cuando las selvas y montañas de América Latina se poblaron de estos mismos idealistas que, hace una semana, dejaron sus vidas regadas en tierra ecuatoriana demostrando que la esperanza sigue viva.

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* Escritor.

cristianjoelsanchez@gmail.com.

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