Perú: ¿línea de fractura en América Latina?

Manuel Monereo Pérez*
2006 fue un año difícil para la oligarquía peruana. En un contexto general de cambios en América Latina, un candidato, Ollanta Humala, ponía en peligro el control que dicha oligarquía ejercía sobre la vida pública y sobre una democracia que, sin exageraciones, cabría definir como limitada y recortada al servicio de los grupos de poder económicos y de los intereses geopolíticos norteamericanos.

Alan García fue elegido presidente encabezando un amplio frente que iba desde el APRA a la derecha política, pasando por los llamados “medios de comunicación”, dirigido por la embajada Norteamericana. Aún así, Ollanta Humala alcanzó el 47,5% de los votos del país, teniendo que soportar una cascada de descalificaciones, insultos y calumnias inimaginables en países con hábitos más o menos democráticos.

Después de las elecciones, el gobierno de Alan García ha dedicado una parte sustancial de su actividad a demoler sistemáticamente la persona y el proyecto de Ollanta Humala. Han sido más de once procesos judiciales abiertos con acusaciones tan graves como la violación de derechos humanos, la financiación ilegal o la insurrección militar (agravada porque a consecuencia de la misma hubo muertos). Como se puede suponer, cada procesamiento significó primeras páginas y titulares en los noticieros televisivos (acusaciones sin presunción de inocencia). Estos juicios obligaron al candidato de la mitad de los peruanos y las peruanas a presentarse periódicamente ante los juzgados, la prohibición de salida de Lima y la retirada del pasaporte para viajar al extranjero. Hoy Ollanta Humala ha ganado todos los juicios. Pero la imagen de “satanización” queda para una parte significativa de la opinión pública: “calumnia, que algo queda” es aquí una verdad que no admite demasiadas dudas y que funciona.

Podría hablarse de venganza o de persecución política, pero es algo más. Alan García sabe perfectamente que, hoy por hoy, en el Perú sólo Ollanta Humala está en condiciones de organizar la alternativa al patrón económico y de poder dominante en el país andino. De ahí el ensañamiento: impedir que la esperanza se organice y gane peso en las aspiraciones del pueblo peruano. Por eso, nos tememos que los ataques y las calumnias no han hecho nada más que empezar y se agudizarán en el futuro conforme se acerquen las elecciones presidenciales y el candidato nacionalista siga encabezando las encuestas.

Las elecciones presidenciales peruanas en el contexto geopolítico sudamericano.

No hace falta insistir demasiado en la idea de que la geopolítica Latinoamericana está cambiando aceleradamente. En primer lugar, la crisis económica está teniendo consecuencias contradictorias en países que intentan construir alternativas reales a las políticas neoliberales. La recesión económica mundial está afectando a todos los países, especialmente a aquellos que dependen fuertemente de las exportaciones de materias primas y que están incrementando el gasto social desde el control público de los recursos naturales. En otros casos, como en el Perú, la crisis puede beneficiar a las fuerzas que, desde la oposición, rechazan el modelo neoliberal y el patrón de poder dominante.

En segundo lugar, la política de Obama en América Latina no se diferencia demasiado de la de Bush y, en cierto sentido, es mucho más peligrosa: neutraliza a una parte de la izquierda (en sentido amplio) y reorganiza a las fuerzas que, de una u otra manera, defienden los intereses oligárquicos. La presencia de la IV Flota, las nuevas bases militares en Colombia y el rearme general nos dicen claramente que EEUU, en momentos de debilidad relativa, necesita volver a anclarse sólidamente en América Latina para defender sus intereses estratégicos globales. Honduras nos advierte de que el llamado “poder inteligente”, como no podía se de otra forma, vale porque tiene siempre el fundamento de los “poderes duros” con un objetivo preciso: evitar que nuevos países se sumen a los cambios sociales y a las transformaciones políticas en nuestro continente, advirtiendo, de paso, que el golpe militar, en determinadas condiciones, puede ser una alternativa viable.

En tercer lugar, el ciclo electoral latinoamericano está generando incertidumbres y contradicciones que no deben ser ignorados. Uruguay y Bolivia, desde sus especificidades, suponen nuevas energías para los procesos de cambio. Chile, sea cual sea la valoración que se haga de los gobiernos de la Concertación, significa el retorno de una derecha pura y dura en un país crucial que tiene relaciones privilegiadas con EE.UU. Brasil y Argentina tienen procesos electorales abiertos cuyas salidas políticas son inciertas. La construcción de un eje (del Pacífico) entre México, Panamá, Colombia, Perú y Chile sería la alternativa al llamado “eje del mal” encabezado por Venezuela.

Que Ollanta Humala ha sido víctima de un proyecto de demolición personal y política es algo que nadie puede negar en el Perú. Hay una singularidad: García, para ser el presidente del “Partido del Régimen”, necesita polarizarse con Ollanta Humala y, a su vez, debe impedir que éste llegue al poder. Esto hay que entenderlo bien. García quiere volver a ser en el futuro Presidente del Perú y para ello necesita gobernar la transición y convertirse en el “gran elector” determinando, en lo posible, a su sucesor. Esta es una arista del asunto, la otra es que la derecha (económica, mediática y política) quiere tener las manos libres para imponer sus políticas y sus candidatos evitando hipotecas demasiado costosas y riesgos de bonapartismo. La carta última del Presidente es que una candidatura dirigida y gobernada por la derecha no sería capaz de impedir el triunfo del candidato (antisistema) Ollanta: solo él está en condiciones de impedirlo.

Con la feroz campaña contra el candidato nacionalista lo que se pretendía y se seguirá pretendiendo es que no pase a la segunda vuelta, pero esto es cada vez menos viable. La encuesta de Ipsos-Apoyo pone de manifiesto que por mucho que intenten manipular a la opinión pública, hoy por hoy, Ollanta Humala es un candidato bastante seguro para la segunda vuelta. Para decirlo de otra manera, el problema real, como anteriormente se indicó, es saber cuál será el candidato de la oligarquía con posibilidades reales de ganar a Ollanta en una previsible segunda vuelta.

En Perú, como en casi todas partes, las encuestas son un arma electoral. Ipsos-Apoyo es la empresa más solvente, pero se sabe con claridad que responde a los intereses de los grupos económicos dominantes. Ha intentado en estos últimos años situar en un lugar secundario a Ollanta Humala: no lo ha conseguido. Hoy tienen que reconocer que Ollanta ocupa el tercer lugar, pero que fuera de Lima es ya mayoritario. Si hacemos un análisis de lo que podríamos llamar “las tripas” de la encuesta de Apoyo llegamos a la conclusión de que el interior del Perú está subvalorado y que, lo que podríamos llamar “Lima en un sentido amplio”, está sobredimensionado. Más claramente, a nuestro juicio Ollanta Humala está en un suelo electoral del 20%, y se configura como alternativa viable.

El problema de fondo es cómo pasar de un suelo del 20% a conquistar la mayoría del país. Esto requiere credibilidad, solvencia y fuerza organizada. Configurarse como una alternativa de gobierno y de poder en las condiciones del Perú exigirá de Ollanta, en primer lugar, un programa claro, radical y posible; en segundo lugar, un equipo solvente, convenciendo a una parte mayoritaria de la población de que no sólo quiere, sino que puede, y para eso es decisivo un equipo de hombres y mujeres capaces de gobernar para transformar, tejiendo alianzas sociales, aglutinando mayorías sociales y sabiendo gestionar; en tercer lugar, debe vertebrar y organizar una fuerza político-social donde converjan movimientos sociales, intelectuales y profesionales críticos, sectores empresariales emergentes y fuerzas políticas regionales. Una campaña electoral entendida como un proceso prolongado de acumulación de fuerzas, de alianzas con los sectores medios y de reasentamiento en los sectores populares. En este sentido Lima será decisiva como en 2006.

En cuarto lugar, la campaña debe ser fuertemente propositiva, generadora de alternativas concretas y apegada al terreno de las necesidades básicas de las personas de carne y hueso, de los “comunes y corrientes”. El objetivo central de la misma, el imaginario (el marco) que hay que movilizar, es que el cambio es necesario y posible; que hay futuro para el Perú porque hay futuro para los ciudadanos y ciudadanos que viven en esa tierra. Que la esperanza de los más venza al miedo de los menos. Hay Alternativa.

El manifiesto a favor de la gran transformación y de la candidatura presidencial de Ollanta firmado por un conjunto de prestigiosos intelectuales va en el buen sentido: demostrar que Ollanta quiere, puede y sabe. Todo ello desde una defensa intransigente de los intereses nacionales y de las clases subalternas, que al fin y al cabo, son su sustento moral, electoral y político.

Fuente: Mientras tanto electrónico 82, julio de 2010.

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