PLAYA GIRÓN, EL PRIMER NAUFRAGIO

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Mis recuerdos revolotean sin acabar de posarse cuando trato de reapresar los detalles del combate –de todos los combates– y armar esas piezas dispersas en un todo coherente. Mis recuerdos son sólo pedazos y fragmentos de impresiones, semejantes a los cristalitos transparentes y opacos de un vitral. La cuestión estriba en saber dónde va cada uno. Muchos parecen ser intrascendentes y, sin embargo, con frecuencia ésos son los más vívidos.

Fuimos muy de mañana a Playa Larga, Ernesto el fotógrafo y yo. En el camino, cerca de la playa, un tanque Sherman; en una zanja el tanque, un monstruo baldado, yaciendo sobre uno de sus flancos con el hocico de su cañón apuntando impotente hacia el cielo luminoso, amenazando inútilmente a una nube viajera. Escenario neutro, insignificante –cielo luminoso, espejeo del agua, blanco camino polvoriento– hasta que uno empezaba a advertir cosas que al principio no habían llamado la atención, censuradas quizás por un subconsciente cauteloso.

En el camino, casi al borde del agua, el cuerpo de un soldado boca abajo. En la zanja donde estaba el tanque destruido, los cuerpos de dos soldados rebeldes más, jóvenes, acurrucados como si durmieran, con el rostro apacible y los ojos cerrados, el brazo y el hombro de uno de ellos arrancado de cuajo, la carne viva y los huesos astillados expuestos al sol y a las moscas como despojos de una carnicería. (La guerra no es «agradable». El que crea que voy a escribir sobre ella en forma agradable, puede irse al diablo).

Sus armas rotas, una granada intacta, las cartucheras de balas calibre 50 esparcidas por el suelo, y lleno de hoyos, como picado de viruela, el terraplén ametrallado por un avión contaban la historia de violencia y de muerte que había tenido lugar en Playa Larga el día anterior, y decían de la valiente resistencia que se había hecho allí.

La muerte acechaba todavía desde los tupidos matorrales que bordeaban el camino. El enemigo, al retirarse, había dejado francotiradores a retaguardia que de cuando en cuando disparaban furtivamente al paso de los vehículos. El peligro mayor estaba en el cielo. Varias veces un grito de advertencia: !avión!, nos lanzó, corriendo a la desbandada, hacia el estrecho amparo de los árboles.

Entonces empezaron a reventar ante nuestras narices proyectiles de artillería, y nos dijeron que era nuestra propia artillería que empezaba a batir los matorrales para aplastar cualquier posible resistencia antes de que se lanzara un asalto en gran escala de la infantería rebelde.

Regresamos a la comandancia y y salimos de nuevo a fotografiar en acción las baterías de obuses que disparaban con formidable entusiasmo y disciplinada precisión. Allí hablamos un momento con Fernández, el capitán jefe de operaciones –activo, sonriente, cortés y marcial: un prototipo de soldado– y nos enteramos de que el enemigo todavía dominaba Playa Girón, que el punto de acceso más cercano a Playa Girón era Playa Larga y que hasta que la artillería no terminara su tarea no tendríamos nada mejor que hacer que irnos a almorzar.

Magnífica guerra, me dije, con visitas a lugares interesantes y ataques aéreos por la mañana, y tiempo para salir a almorzar como un antiguo generalote chino.

Fuimos a almorzar a Jagüey, y aprovechamos la ocasión para conseguir algunas naranjas que traía un camión del Central Australia y para ver a un paracaidista que había sido capturado, un jovencito, ruboroso y asustado que no tendría más de diecinueve años y muy poco que decir, excepto que estaba allí.

Cuando regresamos por la tarde, Playa Larga estaba despejada. Las zanjas poco profundas que habían cavado los invasores era todo lo que quedaba de su macabra estancia en el lugar. A los cuerpos de los campesinos degollados por los hombres-rana que entrenara la CIA (puede estarse seguro de que el Pentágono es capaz de hacer las cosas con un realismo mucho mayor que el de las peores películas de Hollywood), ya hacía rato que se los habían llevado.

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Nuestros tanques avanzaban traqueteando en dirección a Playa Girón y esperamos, comiendo naranjas –teníamos sed y muy poca agua– y conversando con los milicianos y mirando hacia algo que parecía un destructor norteamericano que rondaba a unas millas de la costa.

Es de noche. La larga hilera de hombres, camiones y avituallamiento y baterías antiaéreas se pone en marcha. Se oyen innumerables sirenas de alarma, el tableteo de las antiaéreas, detonaciones sordas que nos indican que hacia donde avanzamos están estallando las bombas y haciendo explosión los cohetes incendiarios. Cada señal de alarma supone abandonar los cañones y zambullirnos en los matorrales. Vemos los aviones elevarse hacia el cielo después de haber dejado caer su carga a gran distancia de nosotros.

Cada vez que se acercan nos tiramos al suelo de cabeza, pero los muchachos que manejan las antiaéreas –que son muchachos, efectivamente: ninguno tiene más de veinte años– mantienen tranquilamente su posición en mitad del camino, haciendo girar los cañones, y esperando lo que venga. Son artilleros prácticos, de pies a cabeza, que no tienen tiempo para vuelos de la imaginación.

De pronto pasa un gran avión de transporte que avanza suavemente desde el mar hacia la faja de tierra que constituye la cabeza de playa enemiga. Es un hermoso espectáculo el que ofrecen las trazadoras de nuestras antiaéreas al converger en él desde todas direcciones, formando un precioso diseño en la oscuridad, contra un fondo musical de !pum-pum-pum-pum! !pum-pum-pum pum! Parecía que el avión fuera a caer, agujereado, como una gran falena, pero desilusionados vimos cómo seguía alejándose tranquilamente para luego, quizás (esperábamos fervientemente que así fuera) caer al mar.

Un miliciano que está con nosotros nos hace saber, sin poner ningún énfasis especial en sus palabras –para él aquella situación no parecía ser en absoluto nada del otro mundo– que durante 24 horas había estado prisionero de los contrarrevolucionarios.

Lo habían capturado en Playa Girón y reclutado contra su voluntad, poniéndole un Garand en las manos para que lo usara en Playa Larga contra «los comunistas». Aquello revelaba la abismal estupidez de esa gente que había acabado por tragarse su propia propaganda y creía que el pueblo cubano sólo estaba aguardando la más ligera oportunidad para «libertarse a sí mismo».

El ex-prisionero, un robusto y atezado campesino treintón, dijo que los contrarrevolucionarios habían dejado de presionarlo mucho, tan pronto como descubrieron que era cubano.

«Me preguntaron si era ruso o checo –añadió riendo entre dientes– y después insistieron en que les dijera el número de tropas chinas que había con nosotros, y cosas por el estilo».

Huelga decir que el prisionero no tenía la más mínima intención de usar su flamante Garand contra alguien que no fuera precisamente alguno de sus captores. Cuando los proyectiles de artillería y las bombas cubanas empezaron a estallar en Playa Larga, realizó una discreta retirada y se reincorporó a sus compañeros de la milicia.

Es de noche. Estoy decidido a llamar a esta la Batalla de los Cangrejos. Enormes cangrejos moros horadan, rasgan, chocan y se arrastran en todas direcciones. En el fragor de la batalla no me importa encontrarme en un cuerpo a cuerpo con cualquiera, pero, francamente, las cosas que se arrastran y roen me ponen nervioso. El sueño no acababa de llegar. Sigo sentado sobre una frazada que conseguí prestada, listo para entrarles a tiros a los cangrejos, que parecen sentirse tan temerosos de mi como yo de ellos.

Sea lo que fuere, lo cierto es que desciendo de los simios: no me gusta dormir en el suelo.

Hay, a propósito, un montón de cosas que detesto. Vengo de una antigua estirpe de monos y críticos. Detesto, por ejemplo, ver a un animoso muchachón comiéndose una naranja en la deslumbrante claridad del mediodía y, un rato después, ver cómo una bomba le arranca de cuajo la cabeza. Es algo que me hace estremecer. Soy demasiado viejo para que un hecho físico, concreto, me desquicie. Puesto que nuestros amigos son humanos, es su risa lo que amamos, y su coraje y otras tantas cosas impalpables, y no sus retorcidos intestinos.

Sin embargo, no deja de impresionarme un poco ver un par de cadáveres acurrucados que no están ni sentados ni acostados del todo, sobre un lecho de brazas, con las llamas chamuscando su piel, el humo negro ascendiendo, los muñones apuntando hacia un cielo implacable, en el velorio que sigue a los ataques incendiarios (con bombas incendiarias made in USA, mister Kennedy, bombarderos B-26 que usted mandó para acá, !usted, vástago orgulloso de Gordon y Harvard, flor de la aristocracia de New England!) bajo cuyos efectos dos autobuses destrozados arden todavía en mitad del camino. Una visión infernal, concebida en Harvard y puesta sobre papel en el Pentágono.

Como dije, la escena no me desquiciaba totalmente, porque no soy tan joven y he visto correr la sangre otras veces. De todos modos, me dije, bueno, si yo fuera el padre de uno de esos muchachos, ahora mismo le entraba a mordidas al mundo… Y luego de meditar un poco más: en fin, son mis hermanos, !y por Dios, que no dejaré de enseñarme a mí mismo, con mi desgraciada máquina de escribir, cómo entrarle a mordidas al mundo!

Y resollando un poco al tomar este tipo de decisiones, volví al acecho.

Los milicianos habían sido asombrosamente bien entrenados, dado el corto tiempo de que había dispuesto la Revolución; y debido a la total ausencia de tradición militar, quedaba a salvo la tradición de las guerras de independencia de la Isla. No obstante, quedan duras lecciones que aprender.

Ernesto me había dejado solo y fui con varios miembros de un batallón de morteros, a quienes me había pegado, a buscar agua. ¡Había que verlos! Conversaban mientras atravesaban los matorrales como si estuviéramos dirigiéndonos a un picnic. Pensé: ¡Déjame rogar porque salgamos vivos de ésta! Resultó. Al día siguiente nos enteramos de que los matorrales estaban plagados de enemigos. Fue un milagro que no nos cepillaran como patos de un tiro al blanco.

Finalmente, nos pusimos a hostigar a los cangrejos.

Amanece. El cielo está estrellado todavía. De pronto, el zumbido de un avión, uno grandazo, volando pesadamente sobre el mar y el pum-pum-pum de las antiaéreas. Las trazadoras, nos indican que el tiro se queda corto. El avión prosigue su vuelo con la misma tranquilidad que un autobús, dobla la esquina –por decirlo así– sobre la faja de tierra que es cabeza de playa enemiga y, helo aquí que de pronto empieza a procrear, como un pez grisáceo y obsceno depositando sus huevos en la limpia claridad de la mañana. Los huevos se comban y se desparraman y descienden por todas partes. !Paracaidistas! El enemigo está tratando de apuntalarse para hacer un último gesto de defensa en Playa Girón.

Ahora, a ambos lados del camino marchan largas columnas de hombres que llegan hasta donde alcanza la vista, y en el medio los tanques y las antiaéreas y los camiones de suministro. De un lado, la gente de Efigenio Ameijeiras –la Policía Revolucionaria y miembros del Ejército Revolucionario–. Del otro, hacia el mar, los milicianos. Avanzan a zancadas, seguros de sí mismos; cualquiera podría pensar que han dormido toda la noche en una buena cama y se han levantado a tomar un buen desayuno.

En realidad, fue un miserable sueño, con el estómago vacío tras dos días de brega, con breves respiros, y estábamos marchando desde mucho antes de que saliera el sol, desde antes de ver el avión y los paracaidistas. Y a pesar de ello, los hombres avanzaban como si estuvieran en un maratón, cada uno de ellos ansioso por tener el honor de ser el primero en morir.

La muerte no está lejos. Está empezando la batalla. He alcanzado el frente de la columna y me encuentro entre los matorrales, en una estrecha faja de tierra entre el camino y el mar, con un escuadrón que está al mando de un joven capitán que no cesa de decirnos que estamos moviéndonos como un rebaño de elefantes y que tenemos que despabilarnos si es que queremos ganar aunque sea una sola guerra. Tratamos de desplegarnos por dondequiera para aprovechar la protección de las malezas y, en general, de «despabilarnos».

Al pelotón delantero se le asigna la tarea de capturar los paracaidistas que sea posible. La idea es buena, pero impracticable, ya que pronto se hace evidente que los tanques Sherman del enemigo están bastante cerca de nosotros, y no traemos bazukeros. Nos hemos internado bastante; ahora nos retiramos unos centenares de metros, moviéndonos a través de los bancos de coral que están al borde de la playa, en lugar de hacerlo por los matorrales, y entrando a éstos de nuevo tomamos posiciones y nos ponemos a esperar.

A nuestras espaldas comienzan a estallar los proyectiles de artillería y morteros de nosotros. Los proyectiles de los morteros enemigos comienzan a explotar a unos centenares de metros al frente, en la zona que acabamos de abandonar.

Nuestro bazukeros llegan y se adelantan, dando zancadas por entre los arbustos, con los cohetes colgando a sus espaldas. El rugido de los motores de los tanques se mezcla con el estrépito de los disparos de la artillería y los morteros y nuestros tanques, que estaban detrás, pasan por delante de nosotros en fila y abren fuego, apuntando sus largos cañones y disparando con un ¡bum! aterrador; cada cañonazo es seguido por una enorme nube negra de humo espeso y fuliginoso que se expande sobre nosotros como una manta repulsiva, opacando momentáneamente el camino, los tanques y todo lo que nos rodea.

Uno siente una súbita corriente de aire y una penetrante explosión. El enemigo también tiene cohetes y rifles sin retroceso 75 mm y muchas cosas más. Le dan a nuestro tanque delantero. El escuadrón de infantería que iba agazapado tras él, muy próximo a donde yazgo al borde del matorral, se dispersa corriendo en busca de refugio entre los árboles.

A través del humo puedo ver una lengua de fuego en el tanque que ha sido alcanzado. Entonces se abre la torreta y los tanquistas empiezan a salir, trepan sobre el lomo del tanque y se dejan caer de espaldas. ¡Lo hicieron a tiempo! El tanque se estremece con una serie de explosiones, cada una de ellas más ruidosa y bestial que la anterior, a medida que las municiones que tiene dentro son alcanzadas por el fuego. Una llama deslumbrante cubre todo el tanque.

El que tengo cerca, todavía está disparando con grandes detonaciones y humaredas, cada minuto o cosa así y parece que han entrado en acción más unidades de artillería que martillean nuestra retaguardia.

De pronto, como por arte de magia, aparece un avión que viene hacia nosotros y se forma una barahúnda de cohetes y cañones automáticos y fragmentos de roca y polvo saltando desde la orilla del camino, casi ante mis narices y luego un tiroteo de armas cortas que disparan hasta el último de los que están conmigo entre las matas y veo que están disparando hacia el matorral, en dirección al otro lado del camino, y que nos están respondiendo también con todo lo que tienen. El enemigo se ha infiltrado en los matorrales, por ese lado, durante la noche, y ha abierto un ataque a nuestros flancos.

Trato de retroceder, agazapándome, sobre el terreno rocoso, y empiezo a envidiar a los cangrejos moros, tan bien equipados para eso. Logro alejarme lo bastante como para atreverme a caminar en un pie, y tropiezo con dos grupos de tanquistas que han dejado su tanque y están en el bosque, cuidando a un compañero que recibió un balazo en la espalda. En la cara y las manos de algunos hay quemaduras graves.

Les digo: ¿Qué tal? o algo por el estilo, me detengo a fotografiar a un herido que viene cojeando, sostenido por dos compañeros y luego me meto por la maleza de donde salieron.

Las granadas del mortero enemigo, que revientan frente a nosotros, también nos caen detrás y algunas veces a la derecha, en el mar, levantando chorros de agua. Los estallidos se acercan cada vez más. Del otro lado de la carretera nos llega fuego enemigo de rifles y ametralladoras. Imposible detenerse a pensar dónde podría uno esconderse.

He llegado a esa etapa febril (como todos los que están allí) en que apenas siento la necesidad de ocultarme y estoy más o menos convencido de que soy invulnerable. Pienso más bien en los demás, cuando al sentir la explosión instantánea del morterazo grito: ¡Cuidado! ¡Mortero! y luego lanzo un ¡Ay! muy grande y sorprendido, que quiere decir que me han herido y que eso me hace saltar de indignación. Y luego grito más alto aún: ¡Pero qué malo es esto!, que quiere decir que lo que me hirió, sea lo que fuere, duele como el demonio.

Pienso lo que será estar tendido en tierra hasta que uno de los hombres-rana de Tony Varona venga a degollarme. En ese momento mi amigo, el capitán Guillermo Rodríguez, de la policía –a quien conocí en el Segundo Frente Frank País, en el 58– está allí, a mi lado, y los tanquistas con quienes me tropecé un momento antes me arrastran y me sacan de la línea de fuego.

Miro mi reloj. Son las once de la mañana. Playa Girón cae a las cinco de la tarde, pero no me entero, porque me llevan para el hospital militar de La Habana. ¿Qué me ha enseñado esta batalla? Nada que no supiera antes. La diferencia es que ahora sé, porque lo he sentido y palpado, y no solo pensado, que la siniestra conspiración que ha tratado de destruir a la Revolución Cubana desde el primer momento, es capaz de todo. Que el pueblo cubano sabe pelear con ánimo y coraje y pelear bien, porque sabe por qué pelea.

Ahora sé que ninguna conspiración ni ningún ejército de mercenarios puede derrotar al ejército de un pueblo indignado. Que cuando venga el próximo golpe, como seguramente ocurrirá, toda Cuba estará mejor preparada para recibirlo y rechazarlo.

Playa Girón, sin duda, ha sido un mero ejercicio militar para los generales del Pentágono, hombres sin sentido político a quienes no les importa sacrificar mil cubanos ni varios millones de dólares en armas, sólo por ver qué pasa.
Pero esos generales no tienen en cuenta la opinión mundial, los elementos humanos, las chispas de la Revolución que saltan hacia el polvorín del sistema imperialista norteamericano, cuando se da un golpe así y comienza el incendio.

No saben, pues, lo que hay que saber: el tronar de los cañones en Playa Girón suena en la distancia como el réquiem por el imperialismo norteamericano: la batalla es la victoria revolucionaria en una campaña que, por dura y larga que sea, sólo podrá conducir al triunfo.

Imagino que la historia registrará las batallas de la Ciénaga de Zapata como el Waterloo de ese gran poder imperial que son los Estados Unidos de América.

O si no, como el Waterloo –si eso fuese prematuro–, entonces por lo menos, como el principio del fin.

El asesinato al por mayor desatado por el Gobierno de los Estados Unidos en la Ciénaga de Zapata –y nadie se llame a engaño: esos tanques Sherman eran tanques norteamericanos, esos bombarderos B-26 eran bombarderos norteamericanos y todos los millones de dólares que se prodigaron para esta última y mayor agresión contra un pueblo pacífico eran dólares norteamericanos–, esta campaña de gangsterismo alevoso ha servido para descubrir ante el mundo la verdadera naturaleza del imperialismo norteamericano.

Hasta ahora Washington había podido decir, al referirse a todas las maniobras de la guerra fría durante los últimos quince años, que los Estados Unidos estaban, sencillamente, defendiéndose contra el hipotético peligro que significaba para la seguridad occidental el gran poderío militar del bloque soviético.

En los Estados Unidos la persecución y represión de los comunistas y los llamados «compañeros de viaje» –es decir, de cualquiera que mantuviera un criterio político progresista– trataba de justificarse sobre la base de que dichas personas no eran simples opositores políticos, sino agentes enemigos.

En su política exterior, Washington se permitía gastar millones de dólares para trastocar el resultado de las elecciones italianas, alegando que era necesario evitar que Italia «cayera en el comunismo», porque el comunismo en Italia sería una amenaza militar a la seguridad de Occidente.

Los Estados Unidos podían intervenir en Guatemala, del mismo modo que ahora intervienen en Cuba y alegar, con un argumento realmente absurdo, que el gobierno revolucionario de Guatemala constituía, en cierta forma, una amenaza militar para el canal de Panamá.

A través del mundo entero, todas sus intervenciones directas o indirectas han tratado de justificarse sobre la misma base: como acciones defensivas contra el poderío militar del comunismo internacional. La guerra de Corea se llevó a cabo para que el Océano Pacífico siguiera siendo un lago norteamericano, en nombre de la «seguridad». Los gobiernos títeres de América Latina –los de Trujillo, Somoza, Stroessner y otra docena de dictadores… han sido armados hasta los dientes en nombre de la «defensa hemisférica».

El caso de Cuba demuestra claramente que esta «defensa hemisférica» es la defensa de los intereses creados contra los pueblos oprimidos del hemisferio, y que las supuestas medidas de seguridad contra la expansión del poder militarsoviético, son, en realidad, medidas represivas contra el despertar de los pueblos de esa mitad del mundo que todavía se halla bajo el dominio del imperialismo occidental.

Hasta míster Kennedy admite que Cuba es un país demasiado pequeño para constituir una amenaza militar para los Estados Unidos. Reconoce, por último, que a lo que se teme es al ejemplo de la Revolución Cubana.

Al reconocerlo paladinamente, Kennedy se coloca al borde de descubrir la verdad completa: que no es el temor a una amenaza militar, sino más bien a un levantamiento popular que amenace resquebrajar «nuestro sistema» –es decir, el sistema de explotación capitalista– lo que motiva toda esa represión y agresiones abiertas.

No cabe duda de que los norteamericanos, en su gran mayoría, están engañados en cuanto a la naturaleza de la lucha. Han sido educados en una escuela de arraigadísima e inconsciente hipocresía, que les da seguridades sobre su invariable virtud y les impide verse a sí mismos como lo que son, modernos romanos señoreando sobre medio mundo, por la fuerza o por amenazas de emplearla, y manteniendo su alto nivel de vida a costa de los trabajadores explotados en todas las latitudes.

Quizás hasta míster Kennedy crea su propia propaganda. Sus millones lo inclinarán a creerla y él es, como el resto de la «élite del poder» norteamericana, un producto de su clase.

Porque la invasión a Cuba –organizada y costeada por el gobierno de los Estados Unidos, utilizando como instrumentos soldados mercenarios e hijos de la burguesía cubana, privada de sus propiedades– muestra palpablemente que ésta es una guerra de clases, una lucha de las clases proletarias y adineradas, dirigentes y explotadoras del capitalismo occidental, contra las justas aspiraciones de los desposeídos del hemisferio occidental. A la luz de este aserto, no resulta tan extraño ver que la buguesía cubana hiciera causa común con la «élite del poder» norteamericana, e hiciera llover hierro y fuego sobre las cabezas de sus propios compatriotas.

Este fue el caso de los llamados rusos blancos después de la Revolución bolchevique en la Unión Soviética. Es el caso de los chinos de Shang Kai-Shek, que utilizan contra el pueblo chino los barcos y aviones de la Sexta Flota de los Estados Unidos.

En el último análisis, lo cierto es que el dólar no conoce patria.

He llegado a la conclusión de que el comportamiento de Kennedy constituye un increíble desatino. Las protestas y manifestaciones populares en apoyo a la libre determinación de Cuba, que se desataron con motivo de la agresión en la Ciénaga de Zapata, ofrecen una prueba innegable de que la intervención norteamericana ha acelerado en gran medida el mismo proceso que pretendía detener.

El imperialismo norteamericano queda desenmascarado por su abierta agresión. El prestigio de los Estados Unidos ha sufrido, en sus propias manos, un rudo golpe del que quizás no se recobre nunca. Una ola de odio y resistencia popular contra el dominio norteamericano, como no se ha visto nunca antes, recorre ahora el mundo. Y la revolución de las Américas ha dado un paso adelante.

Si la agresión continúa –y tal parece ser el caso– traerá como resultado unir aún más a los opositores y acelerar el desplome del sistema colonial norteamericano.

La liberación costará mucha sangre y sacrificios, pero nadie que se haya codeado con el pueblo de Cuba en estos días críticos y haya visto el coraje y la entereza de ánimo de sus bravos milicianos bajo el fuego enemigo, puede dudar que el pueblo de la Cuba libre está listo para pagar por su precio el mantenimiento de su libertad, cueste lo que cueste.

Y adonde él vaya, otros lo seguirán.

Fuente

Sitio web de la Unión de Periodistas de Cuba.

(www.cubaperiodistas.cu/giron/giron).

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* Periodista de la CBS, Taber había sido enviado a cubrir los asuntos que se desarrollaban en Cuba antes del triunfo del Movimiento 26 de Julio. Ya en 1957 había subido a la sierra.

La fotografía lo muestra de perfil, parcialmente de espaldas, charlando con jóvenes guerrilleros. Este artículo se escribió en abril de 1961.

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