Por qué se tortura a las mujeres

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Presentación

El escenario existente en Chile al año 73′ es de conflicto político agudo, lucha por la mayoría democrática, de alianzas entre organizaciones políticas, sindicales, gremiales y empresarias en torno a la extensión de la democracia y al control de la generación y distribución de la riqueza nacional.

Esta escenario fue profundamente alterado con la irrupción violenta de las fuerzas armadas que toman partido por uno de los bandos en pugna y justifican su
intervención inventado, a partir de la reintepretación de datos y discursos existentes, otro escenario, ficticio, que justificase una estrategia orientada a impedir la viabilidad en el futuro de un proyecto político, como el de la revolución a la chilena, que había sido posible por la tradición democrática pluripartidista, con sufragio universal,
elección periódica de sus máximas autoridades públicas, y fuerzas armadas profesionales y prescindentes de la política.

La alianza golpista se impuso construir un nuevo orden social, cultural y político hegemónico que redefiniera la ciudadanía, el papel del Estado y la economía, con un fuerte control sobre la población y una estrategia represiva frente a los opositores a este nuevo orden («que sea una dictadura dura», dijo un civil connotado en ese
momento).

fotoEl escenario ficticio: la guerra antisubversiva

Se definió que Chile estaba inmerso en una guerra revolucionaria, para aplicar la doctrina militar denominada «de la guerra moderna», que había comenzado a ser difundida entre los mandos de las fuerzas armadas de la región a partir de los 60′.
Esta doctrina militar nació de las guerras colonialistas de Francia durante los años 50′, su objetivo fue mantener sus posesiones más preciadas bajo su dominio: Indochina y Argelia.

Luego de la derrota del colonialismo francés fue ampliamente adaptada por los norteamericanos en las guerras del sudeste asiático y, en especial, en Vietnam. La
guerra contrarevolucionaria cambia los conceptos de la guerra. Más importante que la tropa y antes que la tropa hay que ocuparse de la retaguardia. La población es la retaguardia.

Bajo la nueva doctrina cualquiera puede ser parte del otro bando. Por tanto, cambia el eje del combate y lleva a enfrentar a un nuevo enemigo que está infiltrado en la población. El enemigo es hábil y sabe servirse de la población. En consecuencia, en la guerra contrarevolucionaria o antisubversiva no hay línea del frente, porque el enemigo está en todas partes.

Se sostiene que la organización revolucionaria es piramidal y clandestina. Por tanto para reconstruir la pirámide y llegar al Estado Mayor enemigo se deben realizar las investigaciones necesarias. La base de ese trabajo es la inteligencia, su método es el interrogatorio. El interrogatorio debe ser sistemático, de modo de obtener siempre una respuesta. Hay que quebrar la capacidad del enemigo y para eso es necesario obtener información a cualquier precio, «incluida la tortura».

Según lo ha refrendado recientemente la periodista francesa Marie Monique Robin ya desde los 60′, primero instructores franceses, luego norteamericanos formados por los franceses, y finalmente brasileros (en los 70′ en su Escuela de Manaos) habían introducido la nueva doctrina, definidos los escenarios, actores, estrategias y métodos de acción en los ejércitos del Cono Sur (Siete+7 «Escuadrones de la muerte: la conexión francesa» por Daniela Muhor. 05/09/2003, pgs 8-12).

«Nosotros éramos grandes admiradores de la OAS, (la organización terrorista de la
derecha colonial francesa en Argelia 1 ) por su actitud valerosa y combativa. Para
nosotros era un verdadero modelo» … «Envié muchos oficiales chilenos para que se
entrenaran en Manaos. Cada dos meses yo le mandaba un nuevo contingente de
oficiales para que él los formara (él era el coronel francés Aussaresses su principal
divulgador e instructor 2 ). Él trabajaba normalmente en la sede del Servicio de
Inteligencia, en Brasilia, pero viajaba a Manaos seguido para el entrenamiento» (Manuel Contreras en entrevista con Marie Monique Robin, Siete+7 05/09/2003).

Definido el escenario como de guerra revolucionaria, correspondía aplicar los métodos de la guerra contrarevolucionaria o antisubversiva.

Bajo está nueva doctrina las operaciones de inteligencia y la obtención de información eran la clave para identificar a los enemigos. En ese sentido, las torturas, las desapariciones de los cuerpos de las personas torturadas y los escuadrones de la muerte eran caracterizadas como un nivel más del elaborado y renovado modelo de guerra.

«Tuve que realizar acciones reprobadas por la moral común, muchas veces al borde de la ley y, por ello, cubiertas por el secreto, como robar, asesinar, aterrorizar»…»Me habían enseñado a violar cerraduras, matar sin dejar rastros, mentir y ser indiferente a mi sufrimiento y al de los otros» … «Lo primero a que recurríamos eran los golpes, después venían los otros métodos, de los cuales la parrilla eléctrica era el más famoso y, por último, estaba el agua». … «Cuando teníamos un tipo que ponía una bomba le apretábamos para que diera toda la información. Una vez que había contado todo lo que sabía, terminábamos con él. Ya no sentiría nada. Lo hacíamos desaparecer». Esto lo escribió en sus memorias el maestro francés de esta doctrina Paul Aussaresses (Aussarensses, Paul en entrevista a La Tercera 14/09/2003, pg 11).

La construcción del enemigo
y la política de género

La definición de este escenario y de la doctrina de la guerra antisubversiva (de la
seguridad nacional) implicó la construcción de un enemigo que debía responder a
intereses foráneos, que ponía en grave riesgo la convivencia nacional, con un plan de eliminación física (exterminio) de aquellos que se oponían a su hegemonía.

«Querían que firmara que el Plan Z era efectivo, que yo estaba implicada y que los cabecillas eran los hombres, con nombre y apellido, de la Dirección de varios partidos de izquierda» (Rojas,s/d:18).

Así se justificó la participación de las fuerzas armadas y policiales de Chile contra un sector de la población y la suspensión de las garantías constitucionales y del estado democrático. Este escenario se sustentó en políticas de clases y de género que permitieron la hegemonía de la alianza que había provocado el golpe de estado, el control del Estado y sus recursos.

La doctrina de la guerra antisubversiva, a diferencia de las guerras de antaño, no distinguía entre hombres, mujeres o niños. Todos podían ser parte de la retaguardia, potenciales enemigos/as. La guerra dejó de ser una cuestión de
hombres, ahora mujeres y niños, podían ser parte del botín a repartir o sacrificar.

Como no había frente de batalla o todo lo era, se hizo necesario definir una política de género que a lo menos neutralizara a las mujeres, las mantuviese supeditadas y les señalase qué se esperaba de ellas y los castigos que arriesgaban si no se ceñían a lo establecido. De la misma manera se hizo una política de clases que permitiese, por una parte, el control de los trabajadores del campo y la ciudad y del movimiento obrero, y por otra la libre disposición de las empresas y recursos públicos para los
golpistas.

El CEMA Chile fue una de las expresión públicas más significativas de la política de género hacia las mujeres pobladoras y esposas de los miembros de las fuerzas armadas, una fuerte señal para el conjunto de las mujeres del país y una advertencia para sus maridos, padres, parejas. El lugar de éstas era la reproducción. Su posible
participación en lo público y/o en la vida política, fuese ayudando o protegiendo a su hombre o teniendo actoría propia, les hacía entrar al espacio sospechoso, donde estaba el enemigo, y por tanto podía ser objeto de represión.

El mensaje era la dominación: o te mantienes en tu lugar o tendrás que temer. Este era un argumento profundamente político, resultado de las relaciones estructurales de poder, dominación y privilegio establecidas entre hombres y mujeres en nuestra sociedad.

Esta política de género fue fundamental para mantener esas relaciones de supeditación en el hogar, el trabajo y en las esferas públicas. Para que no quedara duda, algunas eran reprimidas. Así, la violencia contra las mujeres no era una violencia fortuita, el riesgo era ser mujer; las víctimas eran escogidas a causa de su
sexo (Bunch 1996).

Las mujeres que sobrepasaban el límite señalado eran consideradas enemigas y tratadas como tales. Según Ximena Bunster (1996), dos categorías de estas mujeres eran el blanco de especial atención: una, aquellas cuya conciencia política había estimulado su activismo político con el fin de establecer un orden social más justo; este grupo de mujeres, muchas en cargos públicos -como dirigentas políticas y sindicales, abogadas, médicas, profesoras- eran seleccionadas por su compromiso con la lucha popular y el proyecto político de revolución a la chilena.

«En 1976 Max Santelices, el cónyuge de la detenida desaparecida, ha expresado: ‘Mi esposa ha sido detenida por organismos de seguridad del Estado a los que me referí anteriormente, porque ya había sido detenida por su militancia política comunista y connotada actividad sindical,…'» (Rojas et al 2002:68-69).

Una segunda categoría de mujeres, que no tenía una identidad política propiamente reconocida, era objeto de atención por su relación con un hombre; éstas eran escogidas por el activismo de su esposo, amante, hijo, padre o hermano. Ellas eran vistas como extensión del hombre y de su propiedad; hombre a quien consideraban el enemigo (Bunster 1996:50-51).

Andrés Valenzuela, centinela, relata: «Yo estaba frente a la pieza donde se encontraba la señora de edad, era la esposa de un diputado comunista, estaba con sus hijas»…

»
Le pusieron corriente y ella gritaba. Era novia de un muchacho del MIR, karateca» (Soto 1999:63-65).

Siguiendo a Scarry (citado por Seifert 1996:37), lo que se buscaba era la destrucción/deconstrucción de un orden social y de un tipo de sociabilidad que había permitido la emergencia de un proyecto político-cultural. En el caso de
Chile, era el orden que posibilitó el proyecto de la revolución a la chilena, pero a su vez pretendía construir un nuevo orden hegemonizado por la alianza triunfante.

La deconstrucción del antiguo orden sólo sería posible lograrlo a través de la destrucción de la cultura material, de las personas y de los elementos de la conciencia que lo habían sustentado. El daño y la destrucción de seres humanos fue la forma más eficiente (más impresionante) para lograr un objetivo de esa naturaleza; como lo ha sido en otros países donde se ha aplicado esta doctrina militar. La función de
la violencia física, el sufrimiento y las atrocidades experimentadas tanto por hombres como mujeres tuvieron un lugar particular en esta lógica de destrucción.

En el caso de la violencia contra las mujeres lo que se buscaba era destruir los lazos de sociabilidad y la cultura de quienes sustentaban el orden que se trataba de deconstruir, pues se partía de la base que ellas eran las que mantenían unidas a las familias y a la comunidad de la que formaban parte. Su destrucción física y emocional se orientaba a destruir la estabilidad social y cultural de ese grupo construido como el enemigo. A devaluarlo y disolverlo. Con la violencia hacia las mujeres se buscaba afectar la cohesión del enemigo, en ese sentido su destrucción era de una importancia extrema (Seifert 1996).

Se buscaba, asimismo, aislar al núcleo familiar al que pertenecía la mujer, ensuciándolo, enturbiando su mundo social y mostrándolo como sospechoso de no haber vigilado suficiente a sus mujeres para que no sobrepasaran la línea demarcatoria entre lo aceptable y lo prohibido.

«El miedo, el ocultamiento, la desvergüenza, hizo que en todos estos años nadie hiciera nada. Periodistas destacados, miembros de la colonia israelita, antiguos compañeros de trabajo, asiduos de casa de Ricardo Lyon, callaron, se marginaron, desaparecieron, la familia quedó prácticamente aislada» (Rojas et al 2002:35).

La política de género sobre los cuerpos

Los hombres del enemigo están en la vanguardia, son los combatientes, pero a la vez deben proteger a sus mujeres de los extraños. Apropiarse de las mujeres de los enemigos y sus hijos, violentándolos, es un recurso de género para controlarlos, feminizarlos, quebrarlos y destruir el proyecto que sustentan (Seifert 1996:39).

Con esta política de género, la construcción que se había hecho de las mujeres y sus cuerpos, especialmente desde las concepciones marianas y el marianismo se relativiza: su asexualidad sagrada, el instinto maternal, la delicadeza de su
cuerpo, su sensibilidad y ternura; la protección y respeto a que tenía derecho se desvanecen cuando se justifica esta política de género sobre sus cuerpos, especialmente la tortura y la violación sistemáticas, en aquellas que han
sobrepasado el límite de lo permitido.

Pero no sólo las mujeres directamente violentadas son las afectadas sino que,
según Ruth Seifert, la violación contra las mujeres de una comunidad, cultura o nación puede ser considerada, y así es vista, como la violación simbólica del cuerpo de esa comunidad. Así se observó en investigaciones efectuadas en Croacia y Bosnia-Herzegovina, Mozambique, Sri Lanka y en Bangladesh.

Osvaldo Romo lo expresa de la siguiente manera «Mira la mujer aguanta para tener una guagua… el hombre nunca ha tenido una guagua… Un hijo… Entonces, con eso te digo todo. Si la mujer es capaz de tener un hijo, de 70 centímetros, sin cesárea, la mujer puede aceptar todo, porque la mujer no entrega, no da, no entrega nada. No es tan débil. La mujer es más firme. … ¿La electricidad?… ¿qué les producía?… Sed, mucha sed… Ganas de tomar agua» (Soto 1999:71-72).

La política de género de la guerra declarada por los golpistas desconoció los derechos humanos de primera generación de las mujeres. El derecho a la vida y al integridad corporal.

El cuerpo de las mujeres que entraba al espacio de la sospecha se transformaba en territorio a ser dominado. El abuso físico hacia las mujeres era un recordatorio de esta dominación e iba a veces acompañado por otros atropellos contra los derechos humanos, tales como esclavitud (prostitución obligada), terrorismo sexual (violación), encarcelamiento (confinamiento en el hogar) o tortura (agresión sistemática) (Bunch 1996:23).

Torturas y violaciones

Se podría afirmar, como lo hizo el comité de investigación de la Comunidad Europea, en relación con las violaciones en masa y/o tortura sexual de las mujeres en Bosnia-Herzegovina, que estos fueron actos sistemáticos, ordenados
secuencialmente y que formaban parte importante de la estrategia de esta guerra inventada.

Es así como la violencia, las torturas y las violaciones contra las mujeres -lo que se ha llamado la tortura sexual- pasan a ser formas sistemáticas para lograr los objetivos políticos militares. Infringir dolor extremo en forma deliberada, como en la tortura, posee un guión cultural, cuya estructura -en parte premeditada y en parte inconsciente- se basa en la naturaleza del dolor y del poder: el cuerpo es el locus del dolor y la voz el locus del poder. Mientras se inflige dolor por la tortura el interrogador pregunta, si no responde lo que se espera intensifica el dolor (Seifert 1996:33-40).

«Insistí en mi negativa. Entonces cambió de tono y ordenó en forma violenta que me sacaran de la pieza. Fue algo espantoso, afuera me esperaba una verdadera jauría de hombres; eran como 10 que me gritaban, me insultaban, me arrastraron hasta un patio amarrándome en el suelo los brazos y las piernas. Luego sentí el ruido de un motor, de una máquina, me gritaban ‘habla sino te vamos a atropellar’, permanecí desesperada en silencio.

«Alguien dijo ‘aquí nosotros no matamos pero dejamos lisiados para el resto de la vida’. Me pasaron una rueda sobre ambas piernas, quemante, atroz, … confesé.. perdí el conocimiento». … Al cabo de tres días la volvieron a torturar, ahora junto a su esposo (Rojas et al 2002:56).

Según Scarry, la tortura convierte el sufrimiento de la víctima en un despliegue de poder perfectamente convincente para el torturador y para el régimen que él representa. La víctima de la tortura experimenta una reducción extrema de
su cuerpo, una negación aniquiladora del yo, del sí mismo, sentida a través del cuerpo, mientras que el torturador transforma el dolor en poder. La agonía de la víctima promueve la propia extensión del sí mismo. Parte de aquello
que convierte a su mundo en uno tan inmenso es su yuxtaposición al pequeño y triturado mundo que le queda a la víctima. A medida que la víctima es reducida a un montón de dolor y pierde terreno en forma constante, el torturador
siente que está ganando territorio (Seifert 1996:40-41).

El hecho de que las mujeres son violadas por hombres, significa la realidad incuestionable de que los cuerpos de mujeres torturadas se traduce en poder masculino.

La tortura se concibió para consolidar el poder, fue política por definición y sirvió un propósito decididamente político, para tener efectos duraderos sobre quienes fueron sometidas a esas vejaciones y sobre las relaciones de género (Seifert 1996).
Por lo tanto, no fueron de ninguna manera simples actos de brutalidad sin sentido, sino actos destructores de la cultura cometidos con fines estratégicos, así como
también actos políticos en lo que se refiere a la organización del género.

Desaparición de los cuerpos

«Habíamos sido secuestradas sin testigos desde nuestras casas o en la calle, por un grupo de hombres armados y sin identificación para ser llevadas a lugares desconocidos. Ningún organismo oficial daba cuenta de nuestra captura ni figurábamos en ninguna lista de prisioneros» (Rojas s/d:67).

La práctica de la desaparición, según Stéphane Douailler (2000:99), requiere de una metodología y un aprendizaje, un modus operandi que exige haber examinado, perfeccionado, ensayado y finalmente, puesto a disposición de un poder una serie de actos capaces de resolver una dificultad muy específica, a saber la de capturar una serie de personas mediante una acción que requiere de toda la visibilidad del campo en el cual opera (identificación de personas, ubicación de lugares y conocimiento de lo que ocurre habitualmente en ellos, etc,); una acción que se efectúa en dicho campo de visibilidad, pero sin que nada de esta visibilidad agenciada se haga visible o al menos, sin que nada de lo que se ve sea realmente equiparable a lo sucedido.

La palabra desaparición nos dice, entonces, que una técnica que logró sortear la dificultad señalada pudo ser perfeccionada y puesta en obra en relación al poder que recurrió a ella. Técnica que sigue poseyendo, e incluso, que la podría seguir perfeccionando.

No bastó simplemente con torturar, violar, asesinar, según Antonia García (2000:88-89) eran necesarios esos lugares específicos de tormentos, ocultos, donde el poder fue ejercido de manera absoluta. Estos lugares no fueron sólo sitios de exterminio sino también centros, focos de poder, desde donde se iba elaborando un mensaje mudo dirigido a la sociedad entera, que se extendía a la manera de una piel de cebolla, es decir, por capas.

La opción por desaparecer personas pasaba fundamentalmente por el disuadir a los demás de erigirse en opositores -enemigos- y señalarles a ellas que debían someterse. Algunos que no tenían militancia política, también desaparecieron. No fueron inútiles al poder porque contribuían a crear la ficción de que cualquiera podía desaparecer. De esta ficción se nutría el miedo y el miedo fue uno de los principales mecanismos de control sobre la sociedad chilena.

El silencio a voces de las desapariciones requería de las voces de personalidades públicas que no aparecieran directamente involucrados con esos actos y que los negaran con el mayor desparpajo, de manera que se pusiese en duda la realidad de las torturas y desapariciones por quienes no tenían las vivencias directas.

En el extranjero lo hizo Sergio Diez, representante ante las Naciones Unidas, cuando declaró que los detenidos desaparecidos no existían en Chile, o la célebre frase de Israel Bórquez, presidente de la Corte Suprema de Chile: ‘Los desaparecidos me tienen curco» (Rojas et al 2002:105); también aquellas de José María Eyzaguirre el año 1976 cuando la Asamblea de la OEA se efectuó en Santiago, señalando que luego de visitar distintos lugares de detención y de haberse entrevistado con algunos detenidos, «nadie había denunciado tortura y que algunos le habían solicitado que intercediera para que no los pusieran en libertad por temor a represalias terroristas de algunos compañeros» (Rojas et al 2002:106), o diciendo que coincidía plenamente con la declaración del Pleno de la Corte Suprema en el sentido que: «Los
tribunales ordinarios respetan la competencia exclusiva del Ejecutivo respecto de los detenidos en virtud de un decreto de Estado de Sitio» (Rojas et al 2002:105) o las de marzo del mismo año durante la apertura del año judicial, «de los informes de los procesos sobre detenidos desaparecidos se desprende que numerosas personas se
encuentran en libertad, otras han salido al extranjero, otras están detenidas en virtud del estado de sitio, otras procesadas por tribunales militares y finalmente, respecto de algunas, se trata de delincuentes de derecho común» (Rojas et al 2002:105-106).

Institucionalidad y orden interno de la represión

La política de género aplicada por la dictadura tenía procedimientos burocráticos y una división del trabajo claramente establecidos. No era fruto de la espontaneidad y de la iniciativa particular de algunos. Se creó, por el contrario, una institucionalidad, con procedimientos, jerarquías, recursos públicos, capacitación, asignación de
personal.

Unos detenían, otros torturaban, junto a ellos estaban los que interrogaban, también los centinelas que vigilaban, los que mataban -si no morían en la tortura-, y los que hacían desaparecer. Cada uno en lo suyo. Sin olvidar los que iban a la Escuela en Manaos.

«El funcionario, con voz monótona y cansada, dijo: Ponga aquí sus pertenencias. Sáquese el reloj y el anillo. Su nombre. Estado civil. Dirección» (Rojas et al 2002:12). …

«Nos formaron en el patio para entregarnos las «pertenencias» y firmar y papel, porque la burocracia no perdona» (Rojas et al 2002:77). …

«Nos condujeron hacia el centro de la ciudad, al llegar a una casa nos preguntaron nombres completos, carnet de identidad, estado civil, edad, decir todos nuestros antecedentes» (Rojas et al 2002:57).

«El día que murió Roberto, llegó el Ronco atronando como siempre a la Villa con sus gritos: -¡Los huevónes, la tuvieron que cagar! -gritaba-. La orden es clara. ¡Los queremos vivos! Si se resisten, los matan… y que otros
carguen con los muertos… Aquí, me los traen a los huevones enteros, para que hablen. (53) «¡Ahora, con este pastel, viene el sumario, los informes para arriba y para abajo… y toda esa joda. Más encima se nos van a tirar en contra la otras Fuerzas, los curas y hasta los gringos con el famoso cuento de los Derechos Humanos y cuanta huevada se le ocurra para joder» (Rojas s/d:53).

Para finalizar

La violencia y tortura sexual hacia las mujeres fue la expresión de una política de
género basada en una guerra que nunca existió, pero que sí permitió a la alianza cívico-militar triunfante el ’73 controlar el país durante casi dos décadas. Ésta fue una política de Estado, en la que participaron tanto militares como civiles que
justificó el uso de la represión y la violencia hacia las mujeres para su proyecto
hegemónico.

Si las políticas de género, con la violencia y dominación que implican, son
comprendidas como una realidad construida, es posible imaginar la deconstrucción de éstas y la construcción de políticas que apunten al reconocimiento de derechos, a la equidad, y al fortalecimiento de la diversidad.

Que el sexismo no vuelva a matar ni torturar mujeres y hombres en Chile.

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* De la Facultad de Ciencias Sociales (FLACSO), Chile.

Bibliografía

Bunch, Charlotte (1996) «Hacia un re-visión de los derechos humanos» pgs. 17-30 en
Bunster, Ximena, Cynthia Enloe, Regina Rodríguez (editoras) (1996) La mujer ausente. Derechos humanos en el mundo. Ediciones de las Mujeres N°15.
Segunda edición actualizada. ISIS Internacional. Santiago, Chile.

Bunster, Ximena, Cynthia Enloe, Regina Rodríguez (editoras) (1996) La mujer ausente. Derechos humanos en el mundo. Ediciones de las Mujeres N°15. Segunda edición actualizada. ISIS Internacional. Santiago, Chile.

Bunster, Ximena (1996) «Sobreviviendo más allá del miedo» pgs. 45-63 en Bunster,
Ximena, Cynthia Enloe, Regina Rodríguez (editoras) (1996) La mujer ausente. Derechos humanos en el mundo. Ediciones de las Mujeres N°15. Segunda edición actualizada. ISIS Internacional. Santiago, Chile.

Douailler, Stéphane (2000) «Tragedia y desaparición» pgs. 99-104, en Richard, Nelly Editora (2000) Políticas y estéticas de la memoria. Editorial Cuarto Propio. Santiago, Chile.

Enloe, Cynthia (1996) «La política de la masculinidad y de la feminidad en las guerras nacionalistas» pgs. 81-95 en Bunster, Ximena, Cynthia Enloe, Regina Rodríguez (editoras) (1996) La mujer ausente. Derechos humanos en el mundo. Ediciones de las Mujeres N°15. Segunda edición actualizada. ISIS Internacional. Santiago, Chile.

García, Antonia (2000) «Por un análisis político de la desaparición-forzada» pgs. 87-92 en Richard, Nelly Editora (2000) Políticas y estéticas de la memoria. Editorial Cuarto Propio. Santiago, Chile.

Rojas, Carmen (sd) Recuerdos de una mirista. Impresión José Miguel Bravo. Sd lugar.

Rojas, Paz; María Inés Muñoz, María Luisa Ortiz y Viviana Uribe (2002 2ª edición)
Todas íbamos a ser reinas. Estudio sobre diez mujeres embarazadas que fueron
detenidas y desaparecidas en Chile. Colección Septiembre. LOM-CODEPU.
Santiago, Chile.

Seifert, Ruth (1996) «El segundo frente. La lógica de la violencia sexual en las guerras» pgs. 31-44 en Bunster, Ximena, Cynthia Enloe, Regina Rodríguez (editoras)
(1996) La mujer ausente. Derechos humanos en el mundo. Ediciones de las
Mujeres N°15. Segunda edición actualizada. ISIS Internacional. Santiago, Chile.

Soto, Hernán (ed.) (1999) Voces de muerte I y II. Libros del cuidadano. LOM. Santiago, Chile.

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