Puerto Rico: huevos del país

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Carlos Rivera Lugo.*

El otro día escuchaba a la compañera periodista puertorriqueña Wilda Rodríguez decir que hacían falta muchos más huevos en este país, en alusión al ejemplarizante acto de rebelión civil protagonizado en estos días por un ciudadano contra el gobernador colonial de Puerto Rico, Luis Fortuño.  Se trata de Roberto García Díaz, un ex-empleado de más de veinte años de la antigua base naval estadounidense de Roosevelt Roads en Ceiba, quien le lanzó un huevo al gobernador en protesta por sus decisiones recientes que han resultado en el despido de aproximadamente 20,000 empleados públicos.

En una carta que logró entregarle a un periodista antes de su detención, García Díaz se quejó de que “los políticos deciden mal y el pueblo sufre y pierde”.  Firmó la misiva con el calificativo de “Un tipo común”.  Incluso, en el momento en que lanzó el huevo al gobernador, García Díaz gritó que “el pueblo quiere justicia” y cuando un agente del orden público le pidió que se identificase, exclamó: “soy un tipo común como tú”.

Este acto de desobediencia civil se da en el contexto de la creciente tensión en Puerto Rico entre el poder constituido y el poder constituyente, sobre todo ante la escandalosa usurpación de la soberanía del pueblo por parte de una elite política y económica cada vez más corrupta y decrépita. 

Tal y como expresó García Díaz, la experiencia vivida en estos tiempos nos demuestra claramente que el gobierno, en su calidad de poder constituido, ha perdido la capacidad para gobernar sobre lo concreto, a la vez de que el pueblo se ha visto forzado a constituirse en poder soberano efectivo, desde la esfera de lo local en que habita en la vida cotidiana, rompiendo así el monopolio que hasta ahora ha ejercido el Estado colonial-capitalista sobre las decisiones que atañen al bienestar general de los ciudadanos puertorriqueños.

Pocos días después de la protesta de García Díaz, un grupo de empleados  públicos recientemente despedidos que se manifestaba frente a una dependencia gubernamental, lanzaron huevos contra un cartelón con la imagen del gobernador.  “Huevos justicieros”, le bautizaron. 

Ahora bien, no podemos estar ajenos al hecho de que ese poder soberano que hoy incipientemente ejercen los ciudadanos, de manera directa, tiene como nunca antes un efecto constitutivo de otra sociedad posible que anida ya en las entrañas de la actual.  Siempre he insistido en que la soberanía no es algo que se nos concede o reconoce por alguna instancia externa o ajena a cada uno, sino que es algo que se construye materialmente desde abajo, desde las entrañas mismas de la sociedad, a partir de nuestros actos soberanos.  La autodeterminación es eso mismo: autodeterminación.  Es un fenómeno inmanente y no trascendente.

En ese sentido, la decisión política ha dejado de ser algo privativo de los funcionarios gubernamentales y se ha convertido, por necesidad histórica, en un acto crecientemente común.  Lo que quiere el pueblo, ya no está representado adecuadamente por el Estado colonial-capitalista, si acaso alguna vez efectivamente lo estuvo.

El poder constituyente nunca se agota en el poder constituido. Existe siempre como potencia constitutiva que ha pasado a ser expresión de una multiplicidad o pluralidad de singularidades, que ya no se deja representar si no es por sí misma.

En ese sentido, la protesta individual de García Díaz es un acto que transita sobre las huellas de lo común como forma alternativa para la construcción de decisiones políticas.  Su gobierno lo desamparó y, por ende, él le niega su reconocimiento como representante suyo.  Como tal, su insumisión es radical pues pone en entredicho la propia facultad exclusiva de decidir y mandar del gobierno, la cual ha quedado cada día más desprestigiada por sus actuaciones parcializadas como agente, en última instancia, del capital.  Sólo hay que recordar la verbalización de ese compromiso de clase hecho por el actual Secretario de Desarrollo Económico y Comercio, José Pérez Riera, cuando expresó cándidamente, ante un grupo de empresarios, que el gobierno es suyo.

Ante ello, la rebelión de García Díaz es expresiva de un malestar general que empieza a cuestionar la legitimidad del gobierno y de los poderes fácticos que éste representa.  Por su parte, el gobierno pretende criminalizar su conducta a partir del actual Estado de Derecho colonial-capitalista.  Bajo éste, la soberanía popular queda aprisionada en la ley que se promulga alegadamente en representación del pueblo pero que, en realidad, sólo apuntala los intereses de los social y económicamente más privilegiados.

Allí radica la trampa lógica y práctica propia de la ideología legalista con la que se pretende maniatar la voluntad soberana: La vigente legalidad pretende encubrir las injusticias políticas y desigualdades sociales que constituyen la realidad verdadera del Derecho en nuestro país.  De ahí la ausencia creciente de legitimidad de las decisiones que toman las autoridades gubernamentales en total desprecio y menoscabo de la voluntad y el bienestar general del pueblo.  Allí la crisis de legitimidad que hace ya varias décadas arrastra nuestro Estado de Derecho y régimen político. 

Por ejemplo, el monumental engaño en el que incurrió Fortuño cuando expresó en su campaña electoral para la gobernación que no despediría un solo empleado público, para luego despedir a miles, deslegitima sus actuaciones independientemente de su correspondencia estricta con la legalidad.

Su acción vulnera la obligación contraída por éste a partir del mandato sobre el cual se ha constituido su autoridad gubernamental. Ante ello, el criterio de validez que Fortuño esgrime para imponerse se limita estrictamente a la eficacia que pueda garantizar a partir de los dispositivos de poder a su disposición, sobre todo de la fuerza policial.  Descalifica las protestas populares como actos terroristas, pretendiendo con ello intimidar a los insumisos.  De esa forma da un paso significativo hacia el Estado de Policía tan afín ideológicamente a sus aliados políticos republicanos en Washington, pues al no contar con el consentimiento democrático del pueblo, pretende imponer su voluntad unilateral, a través de la temible macana policial.

El Derecho se ha visto así reducido, bajo el gobierno de Fortuño, a la validación abierta de un hecho de fuerza, a la coacción resultante de una autoridad reguladora externa que se ejerce al margen del mandato políticamente consensuado entre el poder constituyente y el poder constituido. Pretende el gobernador colonial imponerle al pueblo una obligación absoluta a la obediencia, en total desconocimiento de aquello que define la legitimidad en una sociedad que se precie en llamarse democrática: el libre ejercicio del derecho inalienable del ciudadano y la ciudadanía a la autodeterminación. 

Y dicha autodeterminación, como acto soberano, no se limita al voto o no-voto que se protagoniza cada cuatro años, sino que tiene que verse como una prerrogativa permanente del pueblo para asegurarse de que sus gobernantes cumplan con su mandato.  De no cumplirlo, el gobierno pierde su legitimidad y, con ello, cualquier razón para seguir gobernando.  La democracia no es, pues, un cheque en blanco para que los gobernantes hagan lo que se le antoje.

En este contexto, la violencia política del ciudadano constituye una expresión legítima de la práctica democrática más consecuente.  Es el derecho inalienable a la rebelión contra cualquier autoridad gubernamental ilegítima.  Representa la acción contestataria que autónomamente articula el ciudadano frente a unas actuaciones estatales que, como en el caso de Puerto Rico, sólo se sostienen a partir de una relación arbitraria de dominación y control que le niegan como sujeto político soberano, tanto en lo individual como en lo colectivo.

El pintor surrealista catalán Salvador Dalí le asignaba siempre un valor simbólico especial al huevo.  Para él representaba el origen, el comienzo de la vida misma y todas sus potencialidades.  Por otra parte, también el insigne padre de la patria, Ramón Emeterio Betances, hablaba de los huevos, aunque en su caso era para sentenciar, en una analogía con el carácter inescapablemente rupturista del cambio radical, que “cuando se quiere una tortilla, hay que romper los huevos; tortillas sin huevos rotos o revolución sin revoltura, no se ven”.
 

* Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico.
Despacho de http://alainet.org

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