Rapa Nui y las nuevas maravillas – LA ISLA GRANDE NO NECESITA CERTIFICADOS
Veinte mil ovejas pastaban y ramoneaban hacia 1886 en la isla, cuya superficie triangular no llega a los 120 kilómetros cuadrados. Se lo comieron todo. No fue el primer desastre de Te Pito-Te Henua. Las ovejas fueron llevadas en los barcos de la Armada chilena; quizá con buenas intenciones, pero setenta años después sobrevivía un solo toromiro, el recio arbusto cuya madera permitió casi por 24 siglos a sus habitantes tallar las figuras que representaban su memoria histórica.
Ese último toromiro murió en una fecha próxima a 1960. Algunos de sus descendientes mal crecieron en el jardines botánicos del continente americano, en Gotemburgo, Suecia, en Inglaterra. Hoy se intenta reintroducirlo, de hecho existe un vivero en la isla, pero no será el mismo que nunca supo crecer en otra geografía.
Son hermosas las fotografías de los moais: las hay en las que se ve a las enormes estatuas –de hasta 10 o más metros de alto– de frente a la mar. Sólo que se erigieron de espaldas al océano. Su misión –la de todos los reyes de antaño, de los dioses y ancestros– es cuidar los poblados, no advertir naves en lontananza.
Unas tres mil personas viven allí en la actualidad; son en su mayoría bilingües: hablan castellano y rapanui. Cuando comenzó el último cuarto del siglo XIX los tal vez 20.000 habitantes de su esplendor eran poco más de un centenar. Ninguno hablaba lenguas extranjeras.
Por qué nuevas maravillas
New Seven Wonders –Nuevas siete maravillas– es la organización fundada por el ciudadano suizo Bernard Weber que busca, quién sabe, recuperar magia para un mundo a través de siete maravillas para recordarle al futuro –si todavía existe un futuro– que los habitantes de esta época podíamos sorprendernos ante los hechos propios y los de nuestros antepasados.
También posible que la beneméita empresa conforme la expectativa de alguna pequeña ganancia. Uno nunca sabe con los benefactores.
«La Isla de Pascua es un tesoro secreto del mundo (…) Creo que lo más interesante es su misterio», dijo Weber, asegurando que «despierta la fantasía de la gente». Refiriéndose a su proyecto señaló: «Espero que logremos crear, por primera vez en la Historia, una memoria global: siete cosas, siete símbolos de unidad de este mundo que respeten la diversidad cultural». Bien se respetaron biblioteca y museo de Bagdad.
Se estima que los moais impulsarán la elección de Rapa Nui. El Cristo en el Corcovado, Macchu Picchu y Chichén Itzá son otros «candidatos» americanos a ocupar un lugar entre las nuevas siete maravillas.
Las maravillas del mundo clásico europeo
Para los historiadores griegos y romanos las siete maravillas creadas, construidas por los hombres fueron:
– La pirámide de Giza, en Egipto, cuya construcción comenzó hace unos 46 o 47 siglos para morada final del faraón Keops. Miles de esclavos y hombres libres: obreros, artesanos, arquitectos, escultores y otros artistas, trabajaron en la obra. Los que conocían el secreto de los túneles para llegar a la cámara mortuoria tuvieron el privilegio de acompañar al mundo de la muerte al rey del país de Kemi.
Es la única maravilla de la Antigüedad de la cultura mediterránea que permanece en pie.
– Los jardines colgantes de Babilonia, del siglo VI AC., cuya real dimensión –incluso existencia– ha llegado a discutirse. Hay, no obstante, algunos testimonios sobre la delicada ingeniería que permitió su belleza. Babilonia estuvo enclavada en lo que hoy es (todavía) Iraq. Se los supone derribado por un terremoto. No quedan vestigios.
– El Templo consagrado a Artemisa, en Éfeso, Turquía. Artemisa –Diana para los romanos–, hermana de Apolo, siempre virgen, rostro de la Luna, reinaba sobre el mundo natural. Es una diosa considerada de la fertilidad –en absoluto virgen– en Asia Menor, en un tiempo anterior a la cultura del Mediterráneo (el culto a Artemisa surge en Europa probablemente en Creta). El año 365 a.C. un tal Eróstrato quemó la edificación principal. No faltan quienes achacan a Eróstrato el incendio de la Biblioteca de Alejandría. El hombre quería pasar a la historia. Lo consiguió.
La historia –o la leyenda– pretende que el día del incendio, en julio de 365 a.C. nació Alejandro, el Magno, asunto que preocupó tanto a Artemisa, que dejó arder su santuario por asistir al parto. Reconstruido, fue quemado nuevamente, ahora por los godos –se lee en la Wikipedia– en el siglo III de la era cristiana.
– La estatua a Zeus (el Júpiter romano) en la ciudad de Olimpia, en Grecia. Esculpida por Fidias en mármol, llevaba inserciones de marfil, oro y otros materiales. El dios sentado en en su trono recibía las ofrendas y repartía –eso nunca era seguro: Zeus tenía su genio– un don acá, alguna fortuna allá. El escultor tardó más de un año en terminarla, ayudado por una corte de otros artistas. Tenía unos 12 metros de alto.
El templo –y la estatua– fueron arrasados por un terremoto en el siglo VI d.C.
– Mausoleo en la actualidad es un sepulcro fastuoso; ello se debe a que fueron las habitaciones mortuorias de Mausolo, rey de Caria. En esta zona de Asia Menor estaba la ciudad de Halicarnaso, una de las polis más famosas de su tiempo (siglo IV a.C.). Mausolo era el rey. En esta ciudad incluso se acuñaba moneda –ese medio de pago que, dicen, habría diseñado nada menos que el mismísimo Creso.
Al morir el rey, su cónyuge, Artemisa –no la diosa– hizo levantar en su honor una estructura de más de 40 metros de alto. Los arqueólogos han encontrado restos de la edificación, destruida por Alejandro el Magno, quizá porque el monumento –que para entonces Mausolo compartía con Artemisa (una suerte de Taj Majal occidental, en el sentido que fue arquitectura por amor)– se levantó en terrenos del antiguo templo consagrado Artemisa, la diosa, o porque los habitantes del lugar le cayeron mal.
De cualquier modo, en el siglo XIV los caballeros cristianos europeos de San Juan usaron las piedras y bloques para construir un castillo, que se mantiene todavía en pie; la ciudad, hoy turca, se llama actualmente Bodrum.
– El Coloso de Rodas. Impresionante obra estatuaria en la isla griega del mismo nombre –mar Egeo, entre Asia Menor y Grecia– construido en el siglo III a modo de conmemoración del heroísmo del puerto que había resistido un largo asedio de los macedónicos.
Era una estructura de más de 30 metros de alto a la entrada de la pequeña y angosta bahía hecha de fierro recubierto por planchas de cobre. No duró mucho: un sismo y la ulterior marejada acabaron con él. Durante mucho tiempo se pensó que era imposible con la tecnología de la época levantar semejante estatua, pero consta que a mediados del siglo VI d.C, los musulmanes encontraron restos de hierro y cobre en el fondo de la rada y se lo llevaron, con esos materiales acabaron las dudas de que sí hubo un coloso semejante allí. Fue dedicado a Helios, el Sol.
– Marítima también es la última maravilla: el Faro de Alejandría. Ubicado en la isla de Faros, frente a la ciudad portuaria de Alejandría, en Egipto, se levantó contemporáneamente al Coloso de Rodas. Es obra de la dinastía de los Tolomeos.
Para evitar la corrosión del mar, se usaron para recubrir los cimientos planchas de vidrio muy grueso –el vidrio no era económico en esos tiempos– y bloques de mármol unidos con plomo fundido constituyeron el resto del edificio, que tenía una altura de 134 metros. Una ingeniosa serie de espejos reflejaba de día la luz del sol y de noche la de grandes hogueras para ayudar a los navíos a entrar al puerto. El faro tuvo una larga vida: alrededor de nueve siglos. Se desmoronó a causa de un terremoto.
No es una maravilla, la isla es un testimonio
Las culturas no se expanden, trascienden tiempos y fronteras, generaciones y lugares. Sólo en sentido figurado Isla de Pascua es un monumento, su ser maravillosa no se debe a la construcción de los grupos escultóricos, por grandes que sean. Cualquiera sea el nombre por el que la reconozcamos, su preservación no es para recordar una era muerta, está y existe para recordarnos la tenacidad de la vida.
Isla de Pascua comenzaron a llamarla desde abril de 1722, cuando la «descubrió» y desembarcó en ella un grupo de marineros holandeses el domingo de Pascua de ese año. Los moradores de Te Pito Te Henua –el ombligo del mundo, uno de sus nombres– o de Mata Kite Rangi –ojos que miran el firmamento, otro nombre autóctono– o de Rapa Nui –Isla Grande, que también así la llamaban– no habían tenido visitas por alrededor de 2.100 años. En los siguientes llegarían a sus costas dos expediciones: inglesa y francesa.
Es que está muy lejos de todas partes: a unos 3.700 kilómetros de la costa americana –hacia la cual deriva a una velocidad de hasta nueve centímetros por año–, a unos 4.000 de Tahiti, a más de dos mil de las Pitcairn. La sencación es que está al centro de todas las osas: de la mar, del planeta, del Universo.
En esa época la cultura de los moais había colapsado producto de guerras –en tiempos anteriores, ya olvidadas– por la supremacía entre los distintos clanes; las grandes estatuas de piedras habían sido derribadas y se encontraban diseminadas por la isla. Los moais eran culto y tributo a reyes, no a dioses, del pasado. Esas guerras, por hambre debido al exceso de población, aventuran algunos; por sed de poder, otros, habían de hecho provocado hambruna y reducido la población; se habla de canibalismo en esta etapa. El canibalismo ha existido en muchas culturas, y no precisamente por necesidad.
Poco sabemos del pasado de los habitantes de la isla. La memoria se enreda y se pierde, y ellos perdieron –la soledad, los misioneros cristianos– la capacidad de descifrar los textos rongo rongo (su escritura), habilidad que no se ha recuperado. Luego de la destrucción de los ahu –base donde se erigían los moais– los viejos cultos polinésico-mahoríes habían regresaron, entre ellos el de los pájaros: buena suerte, libertad.
En la primera mitad del siglo XIX el tráfico de esclavos arrasó con la población: fueron llevados a trabajar en las guaneras del Perú. Pero el «hombre blanco» no sólo mercó con ellos, dejó un obsequio: las enfermedades. Hacia 1871 unos 110 eran todos los descendientes de la expedición polinésica del 400/500 a.C.
En 1888, tras echar el ancla el Angamos en la bahía y desembarcar el capitán Policarpo Toro, Rapa Nui pasó a ser territorio chileno, como lo era todavía Magallanes. A los menos de mil sobrevivientes les fue entregada la soberanía en un pacto suscrito con el último ariki, Atamu Tekena. Soberanía coja por cuando no recuperaron la propiedad de su tierra.
Durante la primera mitad del siglo XX viven bajo arraigo, al extremo de que se les prohibe salir del poblado de Hanga Roa. En 1935 se la declara a la isla parque nacional y monumento histórico, sin que sus condiciones sociales, minusvalidez jurídica, cambiaran. Recién en 1965 el continente escuchó sus reclamos, se integró Rapa Nui a la provincia de Valparaíso y se revocó el arraigo. No por gracia presidencial, sino por necesidad de imagen del país.
En 1951 había amarizado el capitán Parragué, de la fuerza aérea chilena, en un Catalina tras 18 horas de vuelo y años después Thor Heyerdahl echó el ancla de la Kon Tiki en la bahía. El noruego quería probar la tesis peregrina de los americanos como pobladores de la Polinesia, el chileno en algún sentido emular al capitán Franco, el bueno, piloto español que en los años treintas había cruzado el Atlántico. Ambas hazañas tuvieron cobertura de prensa internacional y el mundo terminó por descubrir la existencia de los ojos que miran al firmamento.
Para 1967 la entonces estatal Línea Aérea Nacional de Chile inauguraba vuelos regulares a Te Pito Te Henua. Chile reivindicaba la unidad del territorio considerado propio. Nadie les preguntó nada.
Si hasta entonces sólo los habitantes de Valparaíso podían ocasionalmente ver en sus calles, vendiendo artesanías frente a la estación de ferrocarril, a la vera del restorán del club de salvavidas, a alguna hermosa muchacha o un muchacho apuesto de Pascua, al menos en teoría se hizo posible que cualquier chileno se acercara a la isla. En teoría: el viaje aéreo costaba –y cuesta– muchos meses de sueldo de un trabajador con empleo estable. Para el habitante del ombligo del mundo las cosas no son distintas. El turismo –solución económica cuando no se es capaz de buscar otra– sigue reservado para los pudientes, extranjeros o locales.
En este marco el señor Weber, dice la prensa, viaja a Rapa Nui para «para proceder a la evaluación de las célebres estatuas de piedra». El viaje sigue a la «evaluación» realizada del Cristo en Río de Janeiro. Demostrando el interés gubernamental por la «candidatura» de los moais, la ministro chilena de Cultura, Paulina Urrutia, se sacrificó yendo a Isla de Pascua para respaldarla. La decisión se tomará el próximo siete de julio (2007) en Lisboa.
Se puede votar por internet para elegir las siete nuevas maravillas; no se pide ninguna calificación especial. O sí: si no es integrante del club abonará dos dólares estadounidenses y recibirá un hermoso certificado; hacerse miembro de la benemérita institución es, al parecer, gratis y le da derecho a siete votos. Claro que tiene que dejar algunos datos personales.
En fin, es cosa suya, votar o inscribirse puede hacerlo
El comercio de espejitos de colores, se ve, no ha acabado. Siempre hay «naturales» de países lejanos… La dignidad vale poco en estos días.
Un relato de la isla
Tome nota lector/a:
La autora es Viki Haoa Cardinali, profesora bilingüe, presidenta de la Academia de Lengua Rapa Nui y Miembro Directivo de la Corporación de Resguardo Cultural Mata Nui a Hotu Matu’a o Kahu-Kahu o Hera», desde 1989, nació en Rapa Nui.
Estudió tecnología médica en la Universidad de Chile, pero cambió de rumbo al ver que sus hijas tuvieron los mismos problemas que ella al asistir a la escuela de Rapa Nui: las clases eran en castellano y ellas sólo hablaban rapanui. Decidió entonces estudiar Educación General Básica en la Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, y después capacitarse en lectoescritura, gramática y traducción en lengua rapanui. Además se capacitó en Administración de Asuntos Indígenas en la Universidad de Regina, Canadá.
Ha realizado investigaciones de Historia de Rapa Nui, Lenguas y cultura polinésica (recopilación hecha en Maŋareva para un diccionario rapanui – maŋarevano), Botánica comparada y paleobotánica (rapanui y maŋarevano) y Plantas Medicinales en la Isla e Pascua y la Polinesia.
Ha participado en diversos congresos internacionales, especialmente en los de lenguas polinésicas y ha realizado pasantías en Canadá, Alemania, Tahiti e Italia.
En el 2003 recibe la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral.
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* Editor de la revista.