Relato. – TRAGEDIA DE UN ROSTRO

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Tengo el gusto de comunicar a mis biógrafos que vivo en el único cuarto alto que hay en mi casa. Una casa con sólo una habitación de segundo piso es harto rara si pensamos que apenas habrá dos de éstas en toda la ciudad. No voy a describir lo que hay en mi cuarto. Me limitaré a decir que todo en él es pobre. Un ropero pendiente de un clavo, oblicuo por esto en la pared, donde todas las noches, al regresar, cuelgo mi sobretodo que ya empieza a tener parecido conmigo. Una cama, una cama dormida como cualquier otra cama del mundo. Y además de muchos objetos insignificantes, una mesa vulgar y coja sobre la cual hay varias hileras de libros. Encima de una de estas hileras, un reloj que anda al estricote, maltrata las horas de un modo doloroso.

Todo, excepto los libros, a los que amo con un amor humano, como si fueran personas, vale muy poco o no vale nada. Iba a decir de la escalera, que está ahí, detrás de la puerta, y que es como la cola de mi cuarto; iba a decir lo que hace mucho viene mortificándome y que años ha tuve la intención de someter a una encuesta: – ¿Cree usted que las escaleras tienen la intención de subir o la de bajar? Yo lo iba a decir, pero Ramón, el más ilustre de los Ramones que en el mundo han sido, según cálculo aproximado, pero no promedial, se ha apoderado de la idea antes que yo. A veces también tengo ideas y, sin embargo, no soy un escritor. No me acuerdo haber urdido nunca una mentira. Lo que ahora voy a decir es tan cierto, tan cierto pero inverosímil como, por ejemplo, la muerte del infalible pontífice.

Si dije al principio dónde vivo y cómo es mi cuarto, lo hice porque así lo necesito para mi historia. Confieso que me he distraído en cosas que no vienen a cuento y que todo lo anterior se podría suprimir, lo que no hago, sin embargo, porque creo que fue Stendhal quien me pidió que le pusiera este marco a mi narración.

Desde mi cuarto se ve el patio de la casa vecina. La pared en la que está incrustada la puerta de mi cuarto forma ángulo recto con un tramo del tejado de la otra casa. De suerte que desde la puerta, apoyando las manos en el tejado, es fácil divisar el corto corredor, al otro lado del patio.

Una personita encantadora atravesaba en ocasiones por este corredor. Nadie más pasaba por él, como si estuviera destinado exclusivamente para ella. Se oían voces en la casa, pero jamás vi a los dueños de esas voces. Esa bella persona carecía totalmente de personalidad. A primera vista se le comprendía y lo acabé de comprobar una mañana que ella, buscando el sol, había arrastrado su pequeño asiento hasta el corredor y se había puesto a hacer un tejido de crochet, moviendo la aguja entre los ágiles dedos.

A veces, por breves instantes, dejaba su labor para mirar a un punto determinado, invisible para mí, y entonces, con extraordinaria claridad descubrí que su rostro reflejaba la expresión de la persona que yo no veía. Esto determinó en mí una invencible curiosidad: la de estudiar a las personas de la casa a través de ese rostro, en el cual se veía todo como en un espejo.

Por este medio supe que allí había un hombre severo y pronto pude darme cuenta de que era su marido, porque en el rostro que ella copiaba se advertía la expresión de la posesión, pero de la posesión desdeñada. «Te poseo y por eso te desprecio», decía aquel rostro severo. Al contrario de éste, el otro rostro que conocí aquella mañana de sol era el de un hombre dulce y joven, un tanto triste, cuya expresión, de un sentimentalismo semi-risueño, decía claramente: «Te amo».

Así, durante meses, asomado por momentos a la puerta de mi cuarto, con los codos en el tejado vecino, acumulé paulatinamente detalles, gestos, rictus de amor y de odio, rasgos de cara melancólica, sonrisas, recriminaciones, todo el cúmulo de sentimientos que pasaba alternativamente por la faz hermosa de la mujer. En un cuadernillo llevé nota minuciosa de todo esto por separado; es decir, que cuando uno de estos caracteres era severo se lo apuntaba al marido y cuando era dulce iba a completar la personalidad del otro hombre. Llegué a definirlos con tal exactitud que pude saber hasta su estatura. Por una relación entre el piso y la mirada de ella calculé que su marido tenía aproximadamente un metro con setenta centímetros y que el joven no pasaba de un metro con sesenta.

Como me ciño estrictamente a la verdad, esta historia aparece trunca e incompleta constantemente, pues rara vez se daba la casualidad de que ella estuviera en el corredor y de que uno de los hombres se hallara en la casa. En el transcurso de ese tiempo los dos hombres no llegaron a estar simultáneamente en la casa. Lo que sí sucedía con frecuencia, y hasta por ocho o diez días, era que en el rostro de la mujer no aparecía sino la faz del hombre dulce, por lo cual colegía yo que el otro estaba ausente de la casa, quizás en misiones de su oficio.

En una de esas ausencias tuvo lugar algo que clausuró definitivamente mi libreta de apuntes. Era una noche clara, como ha habido pocas en el mundo. Por sobre los tejados –lejos– se veían las copas de los árboles y en la rama de un eucaliptus recortábase la luna. Sobre el patiecillo vecino la sombra de una palma era una araña enorme, negra, que movía las patas. Serían las dos de la mañana. Reinaba un silencio de sombras. Yo subía la escalera, de regreso de mi paseo nocturno, y ya iba a entrar a mi cuarto cuando oí voces en la casa vecina. Por un instante volvió la calma en la que se sentía la respiración de la noche. Pero luego, un grito bestial hizo trizas el reposo. Se oyó una carrera precipitada y la mujer, en bata de dormir, llegó hasta el extremo del corredor. Estaba desgreñada. En su rostro pude ver alternativamente al agrio marido y al amante romántico.

Las anotaciones de mi libreta me permitían esperar, por una lógica común y corriente –y tal vez también por el ansia de espectáculo que atosiga a los seres– el desarrollo y culminación del drama que ocurriría ante mis ojos. Me dispuse a presenciar en el rostro de la mujer la lucha de los dos hombres y hasta me adelanté a imaginar cuándo el uno, momentáneamente, triunfaba sobre el otro; cuándo los dos rodaban por el suelo; cuándo cejaban en el duelo para tomar aliento; cuándo volvían a trenzarse en la lucha. Pero la escena, esperada por mí durante meses enteros, no se presentaba.

De pronto hubo un silencio, grande como una piedra. Creí llegado el momento. La mujer palideció, sus facciones se desencajaron y las pupilas, desmesuradamente abiertas, se inmovilizaron en el blanco. Esto solo duró un segundo y pensé que la partícula de tiempo era más que suficiente para comprender que aquello era el reflejo de la cara del muerto.

Pero no fue así. Las expresiones de los dos hombres se refractaron en la suya, con sus características propias; y en los días siguientes volvieron a pasar por el rostro de la mujer hermosa la faz severa del marido y la dulce del hombre melancólico. Me veo en la necesidad de consignarlo así en honor a la verdad. Tal vez esto desaliente al lector. A mí me ocurrió lo mismo. Lancé al aire las páginas de mi libreta de apuntes, que volaron como hojas de un calendario, y no volví a fisgonear hacia el patio de la casa vecina. ¿Para qué? Pero… ¿qué espectáculo es capaz de mantener nuestra curiosidad –vulgar o no– durante meses enteros? Si algo de esa curiosidad he podido transmitir al lector, me sentiré pagado por el fracaso de este relato.

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* Cuarto hijo del maestro Roberto Vidales y de Rosaura Jaramillo de Vidales, Luis Vidales nació en la hacienda Río Azul, jurisdicción de Calarcá, el 26 de julio de 1904 según los registros bautismales, pero al parecer en realidad cuatro años antes (1900) según datos familiares (la Guerra de los Mil Días y el hecho de que sus padres fueran liberales radicales y masones parece haber impedido su bautismo durante cuatro años).

Estableció una amistad entusiasta y profunda con dos jóvenes geniales: el inolvidable cronista Luis Tejada y el admirable caricaturista Ricardo Rendón, con quienes compartió audaces aventuras intelectuales y una ruidosa bohemia que sacudió y escandalizó las sombras estancadas de las noches bogotanas. Tejada, Rendón y Vidales colaboraron en El Espectador de manera regular y ocasionalmente en El Tiempo, que publicó por aquellos años un suplemento de homenaje a Charles Chaplin, dirigido por Vidales.

Por esta época se conformó el grupo intelectual de Los Nuevos, en que se distinguieron como fundadores y participantes Luis Vidales, Luis Tejada, Ricardo Rendón, León de Greiff, José Mar, Moisés Prieto, Felipe y Alberto Lleras, Carlos Lozano y Lozano y muchos otros brillantes escritores, poetas y periodistas. A fines de 1922 fue fundado el diario matutino El Sol bajo la codirección de José Vicente Combariza, José Mar y Luis Tejada. En sus páginas colaboró asiduamente Luis Vidales, al lado de Jorge Eliécer Gaitán, Gabriel Turbay, León de Greiff, Alejandro Vallejo, Carlos Lozano y Lozano, Nicolás Llinás Vega y otros escritores de vanguardia.

En 1926 publicó Vidales su primer libro de poemas y la más importante de sus obras: Suenan Timbres, original creación que causó estupor, admiración y escándalo en los círculos intelectuales del país, todavía dominados por un tradicionalismo decadente. La edición se agotó en tres días. El autor de esos versos inverosímiles era agredido en plena calle por los defensores de la poesía de rima y sonsonete. En actitud provocadora, el joven Vidales salía a pasear a la carrera séptima llevando en la mano un bastón con empuñadura de plata que más de una vez empleó como garrote para defender su concepto de la literatura.

Viajó a Europa. Estudió ciencias políticas en la Escuela de Altos Estudios de París, entre 1926 y 1929, con un intervalo de estadía en Italia (1928) durante el cual se desempeñó como cónsul de Colombia en Génova. Renunció a su cargo a raíz de la masacre de las bananeras y regresó a París, ciudad que fue la que más amó en la vida, junto con su tierra natal de Calarcá.

De regreso en Colombia formó parte del grupo fundador del Partido Comunista colombiano (17 de julio de 1930) y llegó a ser su Secretario General en 1932. Se distinguió como agitador, organizador y propagandista. Dirigió varios periódicos de combate, entre ellos Vox Populi de Bucaramanga (1931), que después de haber sido un medio de expresión del socialismo revolucionario (1928-29) se sumó a las fuerzas del comunismo. En 1932 asumió como jefe de redacción del periódico Tierra, órgano oficial del Partido Comunista bajo la dirección de Guillermo Hernández Rodríguez.

Los comunistas tenían entonces cordiales relaciones de amistad con amplios sectores del liberalismo y la casa editorial de El Tiempo, a través de Enrique Santos Montejo (Calibán) regalaba a los impresores de Tierrael plomo necesario para fundir los tipos cada vez que la economía estrangulaba al periódico comunista. Como redactor, Vidales desarrolló una enérgica campaña contra la guerra colombo-peruana, llamando a los soldados de ambas naciones a confraternizar en el frente y a «volver sus armas contra sus propios oficiales». Naturalmente, el periódico fue atacado por las turbas patrióticas y sus instalaciones fueron destruidas.

Las luchas internas en la Tercera Internacional condujeron a la marginación de Vidales de las filas comunistas desde 1936 hasta 1964. Mantuvo a pesar de todo una posición de izquierda militante. Fue redactor del periódico El Soviet, tabloide fundado en diciembre de 1933 y que logró sobrevivir hasta 1939 bajo la dirección de Jorge Regueros Peralta. Su adhesión al caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán lo llevó a ocupar importantes cargos en su movimiento, entre los cuales destaca el de columnista del diario Jornada, órgano del gaitanismo. Ese aguerrido periódico continuó publicándose después de los hechos trágicos del 9 de abril de 1948, y en sus páginas continuó jugándose la vida, día a día, el periodista Luis Vidales. Luego vino un período de dura clandestinidad durante el cual colaboró activamente en las redes de información y abastecimientos de la guerrilla liberal (1948-1952).

En 1953 ,recibió asilo político en Chile.

En 1956 ganó un concurso convocado para la producción de una biografía del difunto presidente radical de Chile, Juan Antonio Ríos, pero su trabajo (Juan Antonio Ríos, biografía de una voluntad) no pudo ser publicado, a pesar del premio, debido a presiones de la poderosa familia Alessandri, que no salía muy bien parada en la obra.

Rehabilitado discretamente por el Partido Comunista, se mantuvo en sus filas hasta el día de su muerte (junio de 1990), a los noventa años de edad. En 1986 le había sido concedido el Premio Lenin de la Paz.

Obras publicadas: Suenan Timbres (1926); Tratado de Estética (1945); La insurrección desplomada (1948); La circunstancia social en el arte (1973); Historia de la estadística en Colombia (1975); La Obreríada (1978); Poemas del abominable hombre del barrio de Las Nieves (1985).

Una colección de su obra inédita fue publicada en los Cuadernos de Filosofía y Letras de la Universidad de Los Andes (Vol. V, núm. 3, Bogotá, julio-septiembre de 1982). Muchos de sus trabajos inéditos se perdieron en el saqueo que algunos de sus «amigos» y «compañeros» hicieron en su casa pocos días antes de su muerte, aprovechándose de su vejez, confianza y hospitalidad.

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