REQUIESCAT IN PACE

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Nos conocimos cuando niños en Punta Arenas una tarde de otoño en un sitio baldío en la esquina de las calles Chiloé y Fagnano. Allí se jugaban largos partidos de fútbol –que solían terminar con aparatosas reyertas–. No teníamos más de ocho o nueve años. Participábamos poco, casi nunca, en las pichangas: ninguno de los dos tenía habilidades con la pelota ni entre las piedras que solían marcar los arcos. Charlábamos.

Pepe es el último de los amigos de infancia que me queda. Que me quedaba.

Nunca terminó sus estudios de periodismo en la Universidad de Chile. No lo necesitó. Esta actividad que le come a uno la piel y los ojos le ardía: fue su única vocación y, de algún modo misterioso, me empujó también a ella.

Jamás pretendió nada, lo suyo era dar. Beber una larga cerveza, comer a cualquier hora, oír lo que podían querer decirle. Respetar al prójimo. No mereció, desde luego, que lo embarcaran, en las condiciones en que todos fueron embarcados, y lo depositaran en esa isla en medio del Estrecho para cumplir la pena de ser peligroso en tiempos de golpe, tortura y negación de la persona humana.

Pepe fue socialista toda su vida. Dawson no lo aniquiló.

Nos reencontramos, luego de tres o cuatro años, en el extrañamiento en Caracas. Solíamos sentarnos en el balcón de mi casa, que miraba al poniente, a esperar la breve puesta de sol de esa latitud. Para entonces habíamos aprendido el silencio, y en silencio compartíamos un ron y escuchábamos el canto de la noche que surgía de la quebrada de Chacaíto.

Luego dejamos de vernos: el quedó en Caracas, yo viajé a su amada Buenos Aires. Y en este marzo tristísimo de 2006 conversamos de nuevo en Santiago. Una enfermedad que jamás terminó de confesar –y que no era inconfesable, simplemente no hablaba de ella– lo tenía a la espera de los cirujanos.

No alcanzó a esperarlos; se sentó, quizá para hacer una llamada, para descansar, porque tuvo ganas de hacerlo en la noche del viernes 17 y en algún momento ese corazón suyo tan lleno de cosas dijo basta. Hoy lunes cae el sol de Santiago y no tengo nada que decir. Estoy inmensamente solo.

Jorje Alejandro Lagos Nilsson.

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