Reseña crítica / En un libro los estrechos marcos analíticos de la lógica binominal

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Una forma, entre otras, de resumir la estructura de  ¿Por qué no me quieren? Del Piñera way a la rebelión de los estudiantes,  es la siguiente: se abre con una caracterización del estilo personal (al borde del perfil sicológico) de Sebastián Piñera, en los negocios y en la política, y concluye con una valoración optimista de su gobierno como detonante para la irrupción, y las transformaciones, que encarna el movimiento estudiantil. ⎮ÓSCAR BUSTAMANTE F.*

Entremedio, el autor[1] despliega su tesis al respecto: la de los estudiantes, se trataría de una revolución cultural que se gesta en malestares de dos tipos (inmediatos y mediatos, contingentes y de largo plazo) y que es impulsada por jóvenes ideologizados que, de un lado, perdieron el miedo a actuar como tales y que, de otro lado, se parecen bastante a sus coetáneos franceses de Mayo del ’68.

Subyacente a esta hipótesis, y a toda la argumentación del libro, se encuentran una serie de supuestos teóricos y conceptuales que no son explicitados pero que, sin embargo, valen la pena discutir. Tal es nuestro propósito.

El "framing" y la política mediática

Veamos. Para Tironi, la trayectoria pública de Piñera se ha caracterizado por un afán competitivo que, obsesivamente, lo mueve a diferenciarse de los demás. “Nueva forma de hacer negocios”, “nueva forma de hacer política” y, a partir de marzo de 2010, “nueva forma de gobernar” serían los "slogans" que resumen esa trayectoria. Sin embargo, mientras en los dos primeros ámbitos la fórmula habría redituado, es en este último —el ejercicio de la primera magistratura— donde ella demostró su fracaso.

¿La razón? Ella se encontraría en el "framing", el enmarcamiento mental de la ciudadanía, según Tironi.

Hasta donde sabemos, por "framing" se alude a un proceso que, desde diferentes perspectivas disciplinarias, refiere a la construcción de esquemas cognitivos e interpretativos en las personas, a través de los cual seleccionamos y codificamos, otorgamos sentido, a nuestras experiencias cotidianas y el acontecer social. Todos enmarcamos según el repertorio de ideas, conceptos, creencias y valores que hemos incorporado, pero también según las emociones que ellas nos producen. De manera tal que tendemos a excluir aquello que sobrepasa nuestros marcos, por muy racionales que sean determinados argumentos, para así evitarnos la “disonancia cognitiva” y el coste emocional asociado.

Los marcos interpretativos, de ese modo, se vinculan con nuestra ideología e identidades, y en esa medida además, con nuestra historia y memoria individual y colectiva, siempre de manera dialéctica. Por tratarse, sin embargo, de una dinámica procesual, que no es otra que la impuesta por la interacción cotidiana, los marcos interpretativos están sometidos también a la negociación de significados con los otros, ya sea a través de interacciones presenciales o, como viene ocurriendo de manera creciente, a través de los medios de comunicación masivos e Internet.

La perspectiva del "framing" a que se refiere Tironi, entonces, es la desarrollada por la comunicación política cuya orientación, como señala Chihu Amparán, es la persuasión de los ciudadanos durante las campañas electorales y en cuyas estrategias progresivamente, agrega Castells, se han venido incorporando los hallazgos de las neurociencias para hacer de los discursos políticos dispositivos altamente eficientes sobre la conducta electoral de los ciudadanos.

Según las neurociencias, y particularmente los trabajos de Lakoff, quien de hecho es un referente para los partidos demócrata y republicano en EEUU, a través del enmarcado se influyen las “emociones básicas” de las personas, una de las cuales es el miedo. Miedo que, a su vez, es clave para inhibir la acción política y contestataria de las personas. Como enfatiza el sociólogo Manuel Castells, “los ciudadanos votan según su identidad, sobre la base de quiénes son, de qué valores tienen y a quienes admiran. Los estereotipos culturales y morales son los que más directamente enmarcan el voto por afinidad o por rechazo”.

Estos hallazgos, como dijimos, han calado fuerte en los partidos y las campañas electorales estadounidenses, siendo la elección de Obama un caso paradigmático en este sentido y objeto de investigaciones que confirman lo anterior. Naturalmente, todo este "know how" de la comunicación política desarrollado en EEUU, se ha exportado hacia otros países, incluido Chile por supuesto, en donde se ha implementado como parte de la “política mediática” a la que nos interesa aludir.

Volviendo ahora al caso de Piñera, éste habría incurrido entonces, según Tironi, en el error de generar durante su campaña un tipo de relación contractual con la ciudadanía basada en tres promesas hasta ahora incumplidas: producir un cambio ostensible en el país, diferenciarse de la Concertación y hacer de Chile una sociedad desarrollada.

Esta relación es de carácter instrumental y carente de emoción, muy distinta a la relación autoritaria o maternal, si la remitimos a Lagos o Bachelet, respectivamente, y se asemeja más a la de un gerente o un proveedor de servicios. Piñera, además, antepone el “Yo” al “Nosotros”, es decir, el individuo por sobre la colectividad. En esa medida, entonces, al ser fiel a su estilo, a las ideas y valores desplegados durante su trayectoria pública, su “nueva forma de gobernar” contradice el enmarcado al que estaban habituados la mayoría de los chilenos, esto es, al de una relación paternalista, afectiva, con la figura presidencial que, así como domina, también provee seguridad cognitiva y emocional a los ciudadanos.

Lo que, a nuestro parecer, omite Tironi en esta argumentación son dos cosas: primero, que en la sociedad chilena, el proceso de "framing" de la política se ha venido realizando en y a través de los medios de comunicación masivos, siguiendo la lógica de la política mediática, como le llama Castells, y orientada sobre todo a la dominación social, esto es, a la desactivación de una participación social directa a cambio de una participación vicaria o indirecta, a través de una clase política configurada según el sistema binominal heredado de la dictadura.

Basada en el principio de que “lo que no está en los medios no existe”, la política mediática, en tanto modalidad de la política, no solamente refiere a la serie de pautas de comunicación persuasiva y centrada en la personalización de los candidatos (aquella idea que los políticos son equiparables a “rostros” televisivos) o en el escándalo como estrategia de lucha política, sino que además se retroalimenta de toda una industria formada por las encuestas de opinión pública, las consultoras comunicacionales, los inefables "think tanks" y la creciente estructura de propiedad concentrada y desregulada de los medios de comunicación.

El efecto político de esta configuración compleja de intereses cruzados (eficiente pero nada lineal, hay que decir), se tradujo, para el caso chileno, en una relación distante con la ciudadanía, en una forma de gobernar basada en el uso propagandístico antes que deliberativo de los medios y en la ilusión mediática, para un alto porcentaje de las personas, de un consenso artificial, de la inexistencia de malestares profundos y conflictos urgentes por resolver y, menos aún, de la gestación de movimientos sociales tan resonantes como el que emergió este año en el país.

Es decir, la política mediática, así como ha favorecido los intereses de grupos económicos y de la clase política en general, ha tendido a excluir los intereses de la sociedad civil cuya único camino para “hacerse escuchar” —y esto se confirma con el movimiento social estudiantil— ha sido el de irrumpir en el espacio público urbano y mediático.

Rastreando en su origen, y aventurando una hipótesis, la política mediática para nosotros se fue asentando en Chile a partir de 1990 (un embrión, de hecho, se podría reconocer en la campaña televisiva del plebiscito de 1988) y ha sido la persistencia de su lógica la que mantiene, por ejemplo, a Sebastián Piñera más preocupado de su caída en las encuestas que del clamor ciudadano que, cada jueves, se acerca un poco más al perímetro del palacio de La Moneda.

Más que una omisión, entonces, cabría señalar que para Tironi la política mediática se haya totalmente naturalizada en tanto lógica de ejercicio del poder político y de dominación social que no es objeto de cuestionamiento. ¿Por qué? quizás porque fue el propio Tironi quien contribuyó a la conformación de esta red de intereses mediáticos, políticos y empresariales al sentenciar, allá en los albores de la transición, cuando oficiaba como encargado de comunicaciones del gobierno de Patricio Aylwin (1990-1994), que “la mejor política de comunicaciones es la no política”.

La segunda omisión de Tironi es que los marcos interpretativos, como dijimos, son procesos, son el resultado de dinámicas de negociación de las personas con los otros, en el contexto de las estructuras y el entorno sociocultural del que participan y en temporalidades largas que vinculan pasado, presente y futuro que, en grados variables, otorgan sentido a nuestras vidas.

Lo anterior significa que, para el caso de una sociedad como la chilena que ha sido enmarcada durante muchos años en una lógica binominal de la política, la irrupción del movimiento social estudiantil ha traído consigo también nuevos valores, creencias y significados que han venido a desafiar los interpretaciones preexistentes, aunque ya resistidas, sobre la educación, la democracia, el modelo neoliberal, el pasado, el futuro y hasta nuestra propia convivencia social.

Es decir, mediante su irrupción en el espacio público y mediático —en aquella modalidad carnavalesca de protestar en las calles y en el estilo directo de expresarse en los medios (masivos e Internet)— los estudiantes han venido a ofrecer marcos interpretativos renovados, que si bien no son del todo novedosos pues recogen críticas repartidas en diferentes sectores de la sociedad, claramente marcan una ruptura con los marcos preexistentes. Es decir, y valiéndonos de otra expresión de Castells, el movimiento estudiantil ha venido a “reprogramar” a la sociedad chilena.

De este modo, y volviendo ahora al libro de Tironi, si bien es plausible su énfasis dado a que el fracaso actual de Piñera se fundaría en una nostalgia de los ciudadanos por una relación más cercana con la figura presidencial, cuestión que, a su juicio, sí supo “leer” la Concertación, el argumento es incompleto y sesgado.

Y aquí es necesario enfatizar algo que el propio Tironi señala en su hipótesis: el movimiento social estudiantil no corresponde a un mero estallido de malestares acumulados sino que, a partir de ellos y de una estructura organizativa a toda prueba hasta ahora, ha construido un discurso coherente y propositivo, transversal y resonante a lo largo del ciclo de protesta, ofreciendo a los chilenos una reinterpretación “global” de problemas y soluciones que, a juzgar tanto por la convocatoria de sus 36 marchas así como por las encuestas, ha calado en la conciencia de los chilenos que, en porcentajes que bordean el 90%, le otorgan su apoyo.

En esa medida, entonces, los estudiantes sí son ideologizados, y ellos mismos lo han reconocido en algunos programas de TV, pues precisamente desafían las estructuras dominantes.

Retomando entonces el análisis de los marcos, aunque esta vez desde el punto de vista del movimiento social, creemos que precisamente lo anterior es lo que sesga el análisis de Tironi: las interpretaciones provistas por el movimiento social estudiantil no sólo se distancian sino que rompen con la lógica binominal, con la ideología, los principios y los valores que fundaron la transición democrática, exigiendo el paso a un nuevo “orden de cosas”. De ahí que dos frases recurrentes que podrían resumir esto son las siguientes: “somos la generación que perdió el miedo” y “el cambio llegó para quedarse”.

De los malestares y el valor de la alternancia

Llegados a este punto es necesario precisar dos cosas. La primera es que la expresión “malestares sociales” tuvo su estreno en el debate público nacional durante el cambio de milenio y a partir de dos informes de Desarrollo Humano publicados por el PNUD: Las paradojas de la modernización (1998) y Nosotros los chilenos: un desafío cultural (2002) que exploraban los cambios estructurales y subjetivos propiciados por la modernización económica y la globalización sociocultural.

En ambos informes se revela un panorama social complejo en el que resaltan nítidamente una serie de temores, inseguridades, molestias y desconfianzas en las personas en medio de ambos procesos que, temporalmente, funden la dictadura y la transición política. Los encuestados y entrevistados señalaban sentir temor ante el “otro”, percibían el modelo económico como una “máquina”, expresaban una fluctuante adhesión democrática al tiempo que también demandaban, en grados variables, mayores espacios para desplegar sus proyectos individuales.

La segunda cuestión para precisar, es que fue el propio Tironi quien por entonces, y junto a otros analistas, refutó esta tesis señalando que ella no era extensible al conjunto de la sociedad chilena sino que era acotable a los temores inconfesos de las élites frente a la “irrupción de las masas” aspiracionales y empoderadas por el consumo, la modernización económica y la globalización cultural. Para resumir, aunque no por ello caricaturizar, se puede decir que mientras las masas disfrutaban de ver ampliadas sus posibilidades de acceso a bienes y servicios otrora negados para ellas, las élites traslucían una posición defensiva, ideológicamente conservadora y antiprogresista.

Transcurrida más de una década de ese debate, y a la luz de la emergencia de los movimientos sociales, ahora sí Tironi valida el “malestar difuso” que recorre a la sociedad chilena y los interroga: ¿cuáles son los detonantes del malestar que se tradujeron en “una muchedumbre de manifestantes por las calles”?

Ensaya primero unas tentativas:
¿Es la desigualdad económica? No, se responde.
¿Son las famosas redes sociales? Tampoco.
¿Se trata de un reclamo emocional de los chilenos? Menos.
Y luego apunta al blanco. ¿Es posible que se trate de un reclamo ideológico? “Bingo”, parece decir.

Las tan despreciadas ideologías estarían de regreso pero con una variante fundamental: ya no pueden ser entendidas como pura racionalidad o, mejor dicho, disociadas de las emociones, los valores y los principios que movilizan a las personas. ¿Cómo se expresa aquello? para el caso de los jóvenes, en que son capaces de sacrificar sus intereses formativos por el valor social de una educación gratuita para todos; para el caso de los ecologistas, en que anteponen el cuidado de la naturaleza a su uso como fuente de energía. Es decir, y en base a estos ejemplos, las ideologías estarían de regreso con los movimientos sociales recientes.

Pero allí no acaba todo. Siguiendo con su indagación sobre los malestares sociales, Tironi repasa una lista de “fuentes del malestar” que distingue entre inmediatas y mediatas, contingentes y de largo alcance. Críticamente, nos concentraremos en estas últimas:

La gestión del capitalismo desde el capitalismo que ejerce el gobierno de Piñera. Según Tironi, y pese a vivir bajo sus condiciones durante las últimas décadas, la mayoría de los chilenos tiene un ethos, un alma anticapitalista o, por lo menos, han adquirido plena conciencia de sus estragos.

Si bien a la Concertación le correspondió administrar este modelo (en su versión neoliberal) heredado de la dictadura, sus esfuerzos fueron por humanizarlo y así no traicionar del todo su historia, su memoria, su originaria alma anticapitalista. Y este solo hecho la exculpa y redime.

La Derecha, en cambio, es orgullosamente procapitalista. Sus miembros profitan y presumen de los éxitos alcanzados gracias al modelo y no está en sus planes transformarlo.

Remitiendo una vez más a los “marcos cognitivos”, el rechazo a Piñera se explicaría por cuanto la identidad anticapitalista del grueso de la ciudadanía es más fuerte que cualquier evidencia en contra por parte de un gobierno que, además de no proveer una imagen presidencial cercana y emotiva,  exhibe sin pudor su adhesión al modelo económico.

Además de rebuscado, este argumento nos parece falaz y excluyente: falaz porque, admitiendo por ahora el simplismo de su “sospecha” (chilenos pro y anticapitalistas), Tironi pretende exculpar a los gobiernos de la Concertación de cualquier responsabilidad en el malestar asociado a la gestión del modelo económico en Chile, por el sólo hecho de haber intentado “humanizarlo”.

Aquí valdría la pena remitir a tres evidencias: la serie de encuestas de opinión que se vienen realizando en estos últimos meses y en las cuales, al igual que el gobierno, la oposición política  no rebasa el 25%, desmintiendo, a nuestro parecer, cualquier rasgo de “nostalgia” por parte de la población para con los gobiernos de la Concertación; dos: los reiterados “mea culpa” por la prensa de casi todos sus dirigentes relevantes quienes admiten, para ponerlo en esos términos, su complicidad con los malestares sociales y, tres, la propuesta surgida desde el seno de la coalición por refundarla a fin de reconectarse con la sociedad civil y hacerse políticamente viables en las próximas elecciones.

Decimos que el argumento de Tironi es también excluyente pues aplica la lógica binominal del sistema político como matriz de las soluciones (“si el procalitalismo de la derecha se ha vuelto insufrible, sólo queda retornar al anticapitalismo de la Concertación” sería, más o menos, el razonamiento implícito) para un problema que rebasa por mucho aquella lógica, que va de lo estructural a lo subjetivo, y que incluye otras sensibilidades, otros ethos, por fuera de la Concertación y la Alianza como, por ejemplo, las que están a la base de los movimientos sociales y que, todo parece indicar, se gestaron desde la periferia de la lógica binominal y complejizan mucho más el análisis.

Un segundo malestar profundo es el desafío a las élites y las demandas por mayor poder a la ciudadanía. Aquí vale la pena remitir a otro informe del PNUD del año 2004 (El poder, ¿para qué y para quién?) en el que se estudia la relación de los chilenos con esta dimensión clave de la sociedad. Dos cosas nos parecen rescatables de dicho informe: la primera es que casi la mitad de los entrevistados demandan mayores cuotas de “soberanía” para desarrollar sus proyectos individuales pero también para participar en las decisiones colectivas, lo que nos parece desmiente la creencia difundida respecto a una apatía generalizada de la población por los asuntos públicos.

Lo segundo es que, como reverso de lo anterior, el informe consigna que las élites chilenas no disponen de un “proyecto país” claro y preciso y tienden a actuar movidas por intereses corporativos y de corto alcance. Las élites viven más bien desconectadas de las mayorías y sin sentido de responsabilidad en cuanto a su función dirigente. Ambas cuestiones, combinadas, explicarían el actual desafío a las élites que consigna Tironi, así como también el rechazo a la razón y el saber tecnocráticos que ha sustentado a los grupos dominantes. Las personas, por su parte, manifiestan un malestar por la distribución asimétrica del poder y reclaman mayor participación en las decisiones colectivas al considerarse, cada vez más, aptas y competentes para hacerlo.

El tercer malestar profundo dice relación con la actual intolerancia a la desigualdad. Dos caras tiene este argumento: una que remite al “cambio cultural” o de mentalidad entre los chilenos respecto a que la desigualdad adopta muchas formas, no únicamente la económica, y que deviene en un factor de desintegración social. La segunda cara del argumento, en cambio, repite un problema anterior: al afirmar Tironi que esta concientización representaría “el mayor logro de la Concertación”, nos demuestra la persistencia de su lógica binominal y lamentablemente no entrega antecedentes que la avalen.

Por nuestra parte, referimos a un estudio de la U. de Chile-Mideplan (2000) que más bien la contradice: consultados respecto a “los responsables de la desigualdad” un 76% de las personas consideraba al Estado como su principal causante, seguido del Parlamento con un 74%. Asimismo, apenas un 35% consideraba que su situación era mejor que hace treinta años y una cifra similar consideraba que era peor. Tal era, por lo tanto, la percepción ciudadana tras una década de gobiernos de la Concertación.

Para concluir nos referiremos brevemente a las últimas dos cuestiones: la comparación que Tironi realiza entre el movimiento estudiantil con Mayo del ‘68 y la valoración positiva del gobierno de Piñera con que cierra el libro. Ambos elementos, además, terminan por configurar la hipótesis del libro enunciada al comienzo de este artículo.

Respecto a lo primero, Tironi señala que ambos movimientos tienen una serie de paralelos que los hacen comparables: ser juventudes que se atrevieron a actuar idealistamente tras generaciones que, producto de la posguerra en el caso francés y de la dictadura en el caso chileno, debieron actuar pragmáticamente; ser juventudes que participaban de sociedades más opulentas y que experimentaron el “síndrome 15-M” (en alusión a haber sobrepasado los 15 mil dólares de ingreso percápita), esto es, el tránsito desde valores materiales hacia valores posmateriales .

No soy historiador, aclaro, pero si bien estos argumentos pueden ser persuasivos para un “texto periodístico”, como califica Tironi a su libro (por cierto, ¿por qué lo periodístico habría de ser menos riguroso que lo académico?), parecen totalmente inaceptables para una comparación histórica. Partiendo porque implica una mirada evolucionista, cíclica y mecanicista de la historia y las sociedades, todas ellas en retirada en las perspectivas recientes de esta disciplina.

En segundo lugar, se encuentra el hecho de convertir a una variable económica estructural, como el ingreso per cápita, en elemento detonador de un cambio de mentalidad, y de disposición subjetiva para la acción política, lo cual nos parece un tipo de determinismo y una relación causal abusiva. Sin mencionar que esta interpretación contradice el anterior argumento respecto a la desigual distribución de la riqueza global del país.

En tercer término, el “síndrome 15-M” minimiza los cauces más profundos del cambio histórico impulsado por los miembros de la sociedad civil, diría un historiador como Gabriel Salazar, más que a héroes o logros específicos que los operan milagrosamente. Es decir, al ofrecernos esta interpretación, Tironi parece estar restándole valor a la variable histórica del movimiento estudiantil que, de un lado, es inseparable de una tradición pero que, asimismo, difícilmente se vería reflejado en una lucha por “valores posmateriales”.

Finalmente, Tironi celebra el arribo de Piñera al gobierno como una alternancia necesaria y como una oportunidad de maduración social. Dice, por ejemplo, que gracias a ella se “inaugura una convergencia que no existía en el seno de la clase dirigente chilena” para aludir a lo siguiente: “así como la Concertación fue indispensable para darle legitimidad social y moral al tipo de capitalismo creado bajo Pinochet, un gobierno como el de Piñera era indispensable para que la derecha hiciera suya el capitalismo reformado de la Concertación”; es decir y “más allá de las palabras, el gobierno de Piñera ha sido un gobierno de continuidad, no de cambio” (p.134).

Este nos parece el corolario de lo que hemos denominado la lógica binominal en el análisis de Tironi pues, como hemos intentado sostener a lo largo del texto, lo que mejor representa el movimiento estudiantil, y quien sabe si los demás movimientos que irrumpieron durante este año, es la emergencia de otras (que no necesariamente nuevas) culturas políticas que se venían gestando desde los extramuros de la democracia representativa, otros valores y propuestas respecto al modelo económico neoliberal, otros repertorios de la disputa por el poder de la comunicación e incluso, si se presta atención al discurso de los estudiantes, otras formas de la sociabilidad.

En suma, el movimiento social estudiantil ha puesto en la escena pública otros marcos a partir de los cuales construir una sociedad diferente y, esperamos, mejor.
 
Referencias:
-Amparan, Chihu (2006): El “análisis de los marcos” en la sociología de los movimientos sociales. Editorial Porrúa, UAM-Iztapalapa, Conacyt, México.
-Castells, Manuel (2009): Comunicación y poder. Alianza editorial. Barcelona, España.
-(2005): “La teoría de los marcos cognitivos”. La Nación, 4 de octubre http://www.lanacion.cl/prontus_noticias/site/artic/20051003/pags/20051003193001.html
-PNUD (1998): Las paradojas de la modernización. Santiago de Chile. Versión Internet: www.desarrollohumano.cl
-(2002): Nosotros los chilenos, un desafío cultural. Santiago de Chile. Versión Internet: www.desarrollohumano.cl
-(2004a): El poder, para qué y para quién. Versión Internet: www.desarrollohumano.cl
-SALAZAR, Gabriel y Julio Pinto (1999): Historia contemporánea de Chile (v.1: “Estado, legitimidad, ciudadanía”). LOM, Santiago de Chile.
-TIRONI, Eugenio (1999): La irrupción de las masas y el malestar de las élites. Chile en el cambio de siglo. Grijalbo, Santiago de Chile.
-Universidad de Chile-Mideplan (2000): Percepciones culturales de la desigualdad. Santiago de Chile.

[1] Eugenio Tironi, ¿Por qué no me quieren? Del Piñera way a la rebelion de los estudiantes.
Uqbar Editores, Santiago de Chile, 2011.

* Periodista y académico residente en México.

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