Rivalidades de la primavera árabe… y las balas israelíes de las que nadie habla
Robert Fisk*
La primavera árabe esconde sus secretos. Turquía y Qatar comenzaron a demostrar un apasionado enojo contra el régimen sirio de Bashar al Assad. Los turcos, incluso, están planificando una especie de “lugar seguro” dentro del territorio sirio como para evitar que una marea de refugiados invada la frontera turca. Mientras, los árabes del Golfo sospechan que Argelia está suministrando armas a Libia.
Turquía cree que Assad deshonró dos veces la promesa de quitar a sus matones armados de las calles sirias. La cobertura de la rebelión de ese país por la cadena de noticias qatarí Al Jazeera enfureció tanto a los sirios que acabaron bloqueando proyectos de Qatar en su territorio, equivalentes a inversiones por más de cuatro mil millones.
En la actualidad, las fuerzas armadas de Qatar asisten a los rebeldes libios en la ciudad portuaria de Misrata, al oeste del país. Sus oficiales son, por estos días, los entrenadores de quienes luego combaten en la guerra de guerrillas, en el perímetro del enfrentamiento principal.
Si bien no existió ningún comunicado oficial que comentara acerca de la vinculación qatarí en el conflicto libio, los emiratos del Golfo mantienen seis aviones bombarderos estacionados en Creta y otros tanto sobrevolando de manera permanente el país de Muammar Khadafi.
El miedo de que Argelia haya estado supliendo de tanques y personal militar armado al régimen de Khadafi a través de la frontera desértica de 1200 kilómetros que comparten ambos países es la verdadera razón que impulsó la visita del emir de Qatar al presidente argelino Abdelaziz Bouteflika, quien cuenta con un ejército mejor equipado que el del líder libio. Los líderes de los países del Golfo creen que las armas que los argelinos estuvieron enviando al régimen libio son la causa del lento progreso de la misión aérea de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) contra Khadafi.
Más serios, tal vez, sean los planes que Turquía comenzó a delinear en torno de la construcción de una “zona de protección” dentro de Siria, para utilizar en caso de que la rebelión allí se convierta en una guerra civil. Los turcos recuerdan con terror las semanas en las que cientos de miles de kurdos iraquíes huyeron despavoridos a las fronteras con Turquía. Por entonces, Saddam Hussein había desatado sus fuerzas contra ellos, tras la liberación de Kuwait en 1991. Miles de kurdos murieron en las congeladas montañas y sólo la “zona liberada” lograda por Estados Unidos dentro de Irak permitió a Turquía devolver a los refugiados a su país.
Tal como sucede en el norte iraquí, la mayoría de los habitantes del norte sirio son kurdos. Muchos de ellos creen que Assad no tiene ninguna intención de mantener su promesa de garantizarles a ellos la ciudadanía. En tanto, las fuerzas turcas en las montañas del sudeste aún permanecen dirimiendo su propia guerrilla con los kurdos y no quieren más de ellos cruzando las fronteras.
Aparentemente, Assad prometió a Turquía que hablaría públicamente para convencer a sus fuerzas de que abandonaran la lucha en las calles. Pero no cumplió, algo que enfureció al ministro de Relaciones Exteriores turco.
Nadie quiere hablar de balas israelíes
Fui a ver a Munib Masri en su hospital de Beirut. Él es parte de la revolución árabe, aunque no lo ve así. Su rostro denotaba el dolor que sentía; le ponían suero, tenía fiebre y unas espantosas heridas causadas por una bala israelí de 5.6mm que le dio en el brazo. Sí, una bala israelí, porque Munib era uno de los miles de jóvenes palestinos y libaneses desarmados que se plantaron frente al fuego abierto por los israelíes hace dos semanas, en la frontera de la tierra que llaman Palestina.
“Estaba furioso… acababa de ver cómo los israelíes golpeaban a un niño –me dijo Munib–. Me acerqué a la valla fronteriza; los israelíes disparaban a mucha gente. Cuando me dieron, quedé paralizado. Se me doblaron las piernas. Luego me di cuenta de lo que había pasado. Mis amigos me sacaron de allí.”
Le pregunté si forma parte de la Primavera Árabe. No, me dijo, sólo protestaba por la pérdida de su tierra. Me gustó lo que pasó en Egipto y Túnez. Me alegro de haber ido a la frontera libanesa, pero también lo lamento.
No es sorprendente. Más de 100 manifestantes inermes fueron heridos durante la marcha de palestinos y libaneses para conmemorar la expulsión y el éxodo de 750 mil palestinos de sus hogares, en 1948. Seis murieron, y entre los más jóvenes de los alcanzados por las balas había dos niñas pequeñas, una de seis años y la otra de ocho. Más objetivos de la guerra al terror de Tel Aviv, supongo, aunque la bala que mató a Munib, estudiante de geología en la Universidad Americana de Beirut, de 22 años, causó un daño terrible. Le penetró por un costado, le cortó el riñón, le dio en el hígado y luego le quebró la espina dorsal. El día que visité a Munib tuve la bala en la mano: tres pedazos refulgentes de metal color café, que se estrellaron dentro de su cuerpo. Tiene suerte de estar vivo.
Afortunado también de ser ciudadano estadunidense, para mucho que le sirvió. La embajada de su país envió una representante a visitar a sus padres en el hospital, según me contó Mouna, la madre del joven. “Estoy devastada, triste, indignada… y no quisiera que esto le pasara a ninguna madre israelí. Vino la diplomática estadunidense y le expliqué la situación de Munib. Le dije: ‘Quisiera que llevaran un mensaje a su gobierno: que presione a los israelíes para que cambien sus políticas. Si esto ocurriera a una madre israelí, el mundo se había puesto de cabeza’. Pero ella me contestó: ‘No vine a hablar de política. Estamos aquí para darles apoyo social, para desalojarlos si lo desean, para ayudarlos con los pagos’. Le dije que no necesito nada de eso: ‘necesito que expliquen la situación’.”
Cualquier diplomático estadunidense está en libertad de transmitir los puntos de vista de los ciudadanos a su gobierno, pero la respuesta de esa diplomática fue de sobra conocida. Aunque estadunidense, Munib había sido herido por una bala inconveniente. No fue una bala siria o egipcia, sino israelí, inapropiada para hablar de ella, y mucho más para persuadir a una diplomática estadunidense de hacer algo al respecto. Después de todo, cuando Benjamin Netanyahu recibe 55 ovaciones en el Congreso de Estados Unidos –más que el promedio en el parlamento baazista de Damasco–, ¿por qué el gobierno de Munib debe preocuparse por él?
En realidad, ha ido muchas veces a Palestina: su familia viene de Beit Jala y Belén, y conoce bien Cisjordania, aunque me expresó su preocupación de que pudieran arrestarlo la próxima vez que vuelva allá. Ser palestino no es fácil, en cualquier lado de la frontera en que uno se encuentre. Mouna Masri se indignó cuando su marido fue a tramitar la renovación de la residencia de la hermana de ella en Jerusalén oriental. Los israelíes insistieron en que debía venir desde Londres, aunque se les informó que estaba recibiendo quimioterapia, relató.
Yo estuve en Palestina apenas dos días antes de que hirieran a Munib, visitando a mi suegro en Nablus. Vi a toda la familia y estaba contenta, pero extrañaba mucho a Munib, así que regresé a Beirut. Él estaba muy emocionado por la marcha a la frontera. Había dos o tres autobuses para llevar a estudiantes y profesores de la universidad, y el domingo se levantó a las 6:55 de la mañana. A eso de las 4 de la tarde llamó la tía de Munib, Mai, y me preguntó si había alguna noticia; comencé a inquietarme. Luego recibí una llamada de mi marido para decirme que habían herido a Munib en la pierna.
Fue mucho peor. El joven perdió tanta sangre que los doctores del hospital Bent Jbeil temían que falleciera. Los pacificadores de Naciones Unidas en Líbano –dolorosamente ausentes de la sección de Maroun al-Ras en la frontera durante la manifestación de cinco horas– lo trajeron en helicóptero a Beirut. Muchos de quienes viajaron a la frontera con él venían de campos de refugiados y –a diferencia de Munib– jamás habían visitado la tierra de sus padres. De hecho, en muchos casos ni siquiera la habían visto.
La tía Mai describió cuántos de quienes fueron en la marcha o en autobús a la frontera sintieron una brisa que soplaba a lo largo de la frontera desde lo que hoy es Israel. Todos la aspiraron fuerte, como si fuera una especie de libertad, narró.
Y eso es. Tal vez Munib no cree formar parte de la Primavera Árabe, pero sí pertenece al despertar árabe. Aunque él tiene un hogar en Cisjordania, decidió marchar con los desposeídos cuyos hogares están dentro de lo que es hoy Israel. “No tuvieron miedo –afirmó su tío Munzer–. Esa gente quería dignidad. Y con la dignidad viene el triunfo.”
Eso es lo que gritaba el pueblo de Túnez. Y el de Egipto. Y los de Yemen, de Bahrein, de Siria. Sospecho que Obama, aunque se rebaje ante Netanyahu, también lo entiende. Era eso lo que, a su modo pusilánime, trataba de advertir a los israelíes. El despertar árabe abarca a los palestinos también.
*Periodista de The Independent de Gran Bretaña