Sabato aplaudido: mejor no hablar de ciertas cosas

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Existe una verdad a voces: el artista merece ser juzgado por lo mejor de sí, que es su obra. Definición que cobra real significado cuando se evidencia la contradicción entre el artista y su creación, muchas veces reflejo de un talento que no tiene porqué llegar acompañado de posiciones políticas o humanas razonables. Los casos de este tipo nunca terminan, artistas de propuestas revolucionarias y, a la vez, voceros de las ideas más reaccionarias de su tiempo. Cuántas veces se ha repetido el debate, y cuántas veces ha sido necesario diferenciar esos dos universos para valorar en su real medida la obra del artista cuestionado.

Lo curioso surge cuando lo que se alaba del artista en cuestión no es su obra, sino que se aplaude por sus concepciones políticas. Y la paradoja extrema se sucede cuando el creador recibe elogios por una lucha que no es la suya, por un compromiso que jamás tuvo y por un presente que oculta un pasado repleto de miserias. ¿Cómo entender este curioso conflicto? ¿Quién, en definitiva, resulta ser el responsable de tamaño error histórico? ¿El creador aplaudido o sus fieles, conmovidos por un ejemplo de vida que no se sabe bien quién inventó ni de dónde salió?

«Una de las grandes desdichas del creador es que lo admiren por sus defectos», afirmó Sabato en 1963. La frase encaja de modo perfecto para referirse a su propia historia: la trayectoria de un intelectual erigido como referente irrefutable de los derechos humanos y de la participación democrática.

Recorrer un archivo es también recorrer el pasado de un país y de su pueblo. Para ello es necesario observar el comportamiento de una sociedad que hoy elige como prócer a un intelectual que no sólo fue funcional a la política criminal de la dictadura más sangrienta de la historia, sino que también generó la teoría política que resultó la coartada en plena retirada de los mismos asesinos que, años después, se ocupó de criticar. Por suerte, existe el archivo. Vale la pena ejercitar la memoria y recorrer la tragedia de un escritor que refleja, en buena parte, la hipocresía de toda nuestra sociedad.

Entrevista con el vampiro

fotoAlguien anunció que ya salían y los flashes ametrallaron a las personalidades que recién terminaban de protagonizar un almuerzo con el dictador. Jorge Luis Borges eludió el cerco periodístico y se perdió en los pasillos de la Casa de Gobierno; el presidente de la SADE, Horacio Ratti, y el cura escritor Leonardo Castellani optaron por mantener un muy bajo perfil ante los micrófonos. De modo que la responsabilidad de hablar fue del señor Ernesto Sabato. «Es imposible sintetizar una conversación de dos horas en pocas palabras, pero puedo decir que con el presidente de la Nación hablamos de la cultura en general, de temas espirituales, históricos y vinculados con los medios masivos de comunicación», dijo. Luego afirmó: «Hubo un altísimo grado de comprensión y respeto mutuo. (…) Cada uno de nosotros vertió, sin vacilaciones, su concepción personal de los temas abordados». Ante la insistencia de los periodistas, explicó que «fue una larga travesía por la problemática cultural del país. Se habló de la transformación de la Argentina, partiendo de una necesaria renovación de su cultura».

Para el final, reservó su opinión acerca de la entrevista con el dictador, publicada al día siguiente en los matutinos de todo el mundo: «El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente» (1). Esas elogiosas palabras resuenan en los laberintos de la historia argentina todavía…

Toda reunión de importancia tiene un contexto. El 19 de mayo de 1976 fue la fecha elegida por la Junta Militar para convocar a destacados hombres de la cultura a un almuerzo con el general Videla. Dos semanas antes el escritor Haroldo Conti había sido secuestrado de su casa por un grupo de tareas, y su situación era una incógnita. Había pasado a engrosar la abultada lista de «desaparecidos».

El poeta Miguel Angel Bustos, y el cineasta Raymundo Gleyzer corrieron la misma suerte que Conti algunas semanas después, al igual que otros cientos de intelectuales, artistas, estudiantes, trabajadores y militantes. Una cacería organizada sistemáticamente por el Poder Ejecutivo. Nada se dijo en aquella conferencia de prensa en Casa de Gobierno de la desaparición de Conti, ni de ningún otro.

Con el tiempo se supo que en la reunión la suerte de algunos artistas secuestrados fue un tema que se deslizó apenas a partir de la iniciativa de Ratti -que entregó en mano a Videla una lista de una decena de escritores que se encontraban «a disposición del Poder Ejecutivo»-, y del cura Castellani, quien preguntó por la situación del ex seminarista Haroldo Conti: «Anoté su nombre en un papel y se lo entregué a Videla, quien lo recogió respetuosamente y aseguró que la paz iba a volver muy pronto al país», señaló tiempo después. Nadie más se interesó por los artistas desaparecidos.

Semanas después, la revista Crisis, dónde trabajaba Haroldo Conti hasta ser secuestrado, consultó a los protagonistas sobre los temas abordados. Ernesto Sabato fue tajante y muy democrático: «Yo no hago declaraciones para la revista Crisis». Borges adujo falta de tiempo y no respondió, aunque días antes había reconocido sin rubores el motivo de su visita a Casa de Gobierno: «Le agradecí personalmente (a Videla) el golpe de Estado del 24 de marzo que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado la responsabilidad del gobierno. Yo, que nunca he sabido gobernar mi vida, menos podría gobernar el país».

De modo que los únicos que realmente comentaron detalles de la reunión fueron el cura Castellani y Ratti. El padre jesuita explicó que «quienes más hablaron fueron Sabato y Ratti, que llevaban varios proyectos. (…) Videla se limitó a escuchar. Creo que lo que sucedió es que quienes más hablaron, en vez de preguntar, hicieron demasiadas propuestas. «Sabato habló mucho, y propuso el nombramiento de un consejo de notables que supervisara los programas de televisión. (…) Borges dijo que él no integraría jamás ese consejo de prohombres. Sabato, entonces, agregó que él tampoco. Yo pensé en ese momento para qué lo proponía entonces. O sea que ellos embarcaban a la gente pero se quedaban en tierra».

Por su parte, el presidente de la SADE, después de explicar que se tocó el tema de la censura y de los derechos de autor, destacó que cuando le entregó la lista de escritores «que estaban pasando por una situación muy lamentable» la respuesta del militar fue darle garantías: «Nos aseguró terminantemente que cada una de estas situaciones iba a ser analizada y aclarada de acuerdo con la ley, lo que nos tranquilizó bastante»(2).

Algo más que un error

Con el tiempo, muchos intentaron justificar la actitud de Sabato. El propio escritor explicó, ya en democracia, las razones de su asistencia. Lo cierto es que los que consideran la presencia del intelectual esa tarde en Casa de Gobierno como «un error», muchas veces aducen que ese «traspié» es el único que puede reprochársele. Nada más alejado de la realidad.

En junio de 1966, el general Juan Carlos Onganía derrocaba al presidente Arturo Illia, con el consentimiento tácito de gran parte de la sociedad argentina, y también con el respaldo exultante de parte de la intelectualidad. Entre los más entusiastas por la llegada del gobierno militar se encontraba el autor de la siguiente cita: «Creo que es el fin de una era. Llegó el momento de barrer con prejuicios y valores apócrifos que no responden más a la realidad. Debemos tener el coraje para comprender (y decir) que han acabado, que habían acabado instituciones en las que nadie creía seriamente. ¿Vos creés en la Cámara de Diputados? ¿Conocés mucha gente que crea en esa clase de farsas? Por eso la gente común de la calle ha sentido un profundo sentimiento de liberación. Hay en el pueblo (como en los chicos) una necesidad de verdad hondísima. (…) Se trata de que estamos hartos de mistificaciones, hartos de politiquerías, de comités, de combinaciones astutas para ganar tal o cual elección. Estamos avergonzados de lo que hemos llegado a ser, no ya en el mundo, sino en América Latina, al lado de potencias como Brasil y México. Qué, queremos seguir siendo una especie de burocracia cansada y decadente, en nombre de no sé qué palabras que no son nada más que eso, palabras. No se hace una gran nación con palabras, y mucho menos con palabras apócrifas y altisonantes».

Llama la atención en este párrafo la mención de ciertas «palabras», que el autor define como «apócrifas y altisonantes». ¿Se referirá, justo en tiempos de dictadura, de palabras tales como «democracia»?

La cita sigue y sorprende: «Falta ver, ahora, si los hombres que han tomado el gobierno están a la altura de la desesperación histórica del pueblo argentino. Si no responden como es debido, estaríamos ante la más grande catástrofe, quizá ya irremediable. Sé que hay personas que están en puestos claves y que piensan lúcidamente». Para terminar, el defensor de los golpistas se referirá particularmente al que sería el instigador de «la noche de los bastones largos», entre otras aberraciones de ese tipo, el general Onganía: «Ojalá la serenidad, la discreción, la fuerza sin alarde, la firmeza sin prepotencia que ha manifestado Onganía en sus primeros actos sea lo que prevalezca, y que podamos, al fin, levantar una gran nación»(3). El responsable de firmar semejante cheque en blanco al gobierno militar fue Ernesto Sabato, en julio de 1966.

En 1955 un golpe de Estado de la casta militar derroca a Juan Perón Y otra vez Ernesto Sabato, otra vez su simpatía por los uniformados golpistas, por la autodenominada «Revolución Libertadora»: «En toda revolución hay vencidos. En ésta los vencidos son la tiranía, la corrupción, la degradación del hombre, el servilismo. Son vencidos los delincuentes, los demagogos, los torturadores. Personalmente, creo que los torturadores deberían ser sometidos a la pena de muerte»(4). Como reconocimiento al apoyo recibido, el presidente de facto Pedro Aramburu designará a Sabato al frente de la revista Mundo Argentino.

No le importaba demasiado al autor de estas citas el perfil ideológico de los gobiernos constitucionales derrocados, lo que realmente importaba era manifestar, rápidamente y sin vacilaciones, sus simpatías por los uniformados que, como de costumbre, llegaban para salvar a la patria.

Pese al respaldo al gobierno golpista, un año más tarde el propio Sabato denunciaría torturas en los sótanos del Congreso, aunque se apuraría en calificar como «un hombre honesto»(5) al dictador Aramburu. Por tal motivo, se enemistaría con Jorge Luis Borges, quien -siempre a favor de los militares- criticó su doble discurso. Borges después reconocería su error, y la opinión de Sabato sobre aquel mea culpa borgeano no tiene desperdicio: «Sí, sí. Pero eso fue demasiado tarde. Mientras tanto ¡se estaba torturando gente!»(6). Lo extraño es que la anécdota salió a la luz en 1996, cuando el propio Sabato ya había asistido al almuerzo con Videla mientras se estaban vejando de indecibles maneras a cientos de desaparecidos. Demasiada hipocresía.

La fama de Sabato fue creciendo al compás del éxito editorial de su novela El túnel; aumentaba el interés de la prensa por reflejar las opiniones políticas del intelectual que definió siempre como su ideal el «socialismo con libertad», que admiró a Sartre y fue militante del Partido Comunista durante su juventud. «Qué es un intelectual para mí? Un hombre de ideas y de libros. ¿Para qué sirve? Entre otras cosas, como se ha visto, para convulsionar al mundo (como lo prueban dos libros: el Evangelio y el Manifiesto Comunista) y para levantar a las masas con alpargatas ¿Qué papel debe desempeñar el día que se arme? Luchar por las ideas que defendió antes en el papel. Luchar, si es necesario, con el fusil en la mano», dijo en 1961, después de haber renunciado como funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores del presidente Arturo Frondizi. El mismo hombre que practicaba el ejercicio de la simpatía hacia los uniformes, manifestaba en 1962 que «el mundo necesita una revolución y que es necesario echar abajo esa sociedad caduca que tiene a Norteamérica como modelo, aunque tengamos grandes dudas de la del otro lado»(8).

La coherencia parecía una asignatura pendiente para el escritor que ya gozaba del beneplácito de gran parte del «establishment». ¿Sorprendía a alguien, en los años setenta, que se desesperara por dar a conocer su satisfacción por el resultado electoral que llevó a Héctor Cámpora al gobierno en marzo de 1973? «Adecuada y necesaria» calificó Sabato la plataforma política del triunfador Frejuli, aunque no se privó de castigar con furia ciertas «ideologías foráneas» con un evidente toque macartista, muy de moda por esos tiempos: «Un gobierno que se proponga la gran transformación debe tener la convicción filosófica y la fuerza suficiente como para sacar a puntapiés a organizaciones extranjerizantes. La libertad absoluta no existe, no ha existido nunca ni existirá jamás. Si alguien entra en mi casa e intenta humillar o destruir o vejar a mi gente, yo no tengo el ‘derecho’ de impedirlo hasta con la fuerza, creo que tengo el ‘deber’ de hacerlo»(9).

fotoDictadura y democracia, ida y vuelta

Uno se pregunta cómo es posible que Sabato sea considerado un referente de coherencia y compromiso por la libertad y la democracia. Cómo es posible que el hombre que en 1981 -cuando la dictadura ya entraba en su patética parábola descendente y era necesario acomodarse a los tiempos que llegaban- llegó a decir que «en ciertos casos la rebelión armada ha sido necesaria, y seguramente seguirá siendo necesaria, si se tiene en cuenta la ferocidad con que los egoístas se aferran a sus privilegios»(10), defendiera con furia militante a la dictadura que tomó el poder en 1976. Cómo entender que el intelectual que sobre el fin del poder militar en 1982, habló de «la necesidad de pedir cuentas de todo lo que ha sucedido en estos seis años de desastre que paradójicamente llevan el nombre de Proceso de Reorganización Nacional. Un período en el que se produjeron horribles violaciones de derechos humanos», para después agregar que «lo único que han demostrado (los militares) es que son capaces de ejercer el terrorismo más atroz, de haber secuestrado y muerto a una enorme cantidad de la juventud más idealista del país»(11).

Hace falta recordar el papel funcional de Sabato a favor de la dictadura iniciada en 1976 para asombrarse de sus críticas posteriores al régimen asesino de Videla y compañía. Si no, cualquiera podría preguntarle porqué, durante la ceremonia donde fue condecorado como «Caballero de la Legión de Honor» en febrero de 1979, en la embajada francesa en Buenos Aires, transmitida por el canal oficial de la dictadura y con amplia repercusión en los medios europeos, el escritor guardó el silencio más miserable mientras en Argentina continuaba la cacería criminal de hombre, mujeres y niños, a metros de la misma embajada. Pero fue en 1978 cuando Sabato asumió su lugar de alfil de la dictadura para criticar las denuncias de los exiliados en el exterior: la patética «Campaña antiargentina», orquestada en sintonía con la organización del Mundial de fútbol.

El rol de Sabato en este hecho resulta patético: «Boicotear el mundial no sólo hubiera sido boicotear al gobierno, sino también al pueblo de la Argentina, que de veras, no se lo merece»(12), dijo. Después fue el invitado de lujo a la fiesta de los campeones del mundo, y tuvo el privilegio de cerrar el emotivo acto transmitido en cadena a todo el país entregándole una mención al técnico César Luis Menotti con palabras repletas de felicidad: «El fútbol no es un mero pasatiempo físico. Invoca grandes cualidades del hombre, como el desarrollo de la inteligencia, capacidad de improvisación, coraje, decisión, tenacidad, todo eso le inyectó este hombre excepcional al conjunto de muchachos. Yo quise aceptar esta invitación porque las penas de mi pueblo son mis penas. Y también las alegrías»(13). El estruendo de la ovación de genocidas y cómplices casi rebasó los límites del Hotel Sheraton.

Tres años más tarde Sabato criticaría el Mundial con una impunidad vergonzante: «Desaprobaba el despilfarro, el gigantesco aparato de publicidad, el nacionalismo barato que suscitaba y el olvido de los problemas gravísimos de la Nación. Para colmo lo ganamos. Si lo hubiéramos perdido, habría servido al menos para que dejáramos de creernos los mejores del mundo, ese viejo patrioterismo de los argentinos que tanto daño nos ha hecho. Nos hizo olvidar -y todavía dura ese olvido- de los angustiosos, de los trágicos acontecimientos que hemos vividos en estos últimos tiempos»(14). Increíble. Después, repetiría el mismo absurdo con la guerra de Malvinas, aunque eso sería adelantarse en la crónica.

La participación activa de Sabato contra la campaña antiargentina no se reduciría a aprovechar los generosos espacios cedidos por la revista Gente; su compromiso llegaría más lejos, como lo relata el poeta Juan Gelman: «Daniel Moyano, ese gran escritor argentino exiliado en Madrid, me mostró en 1978 una carta que le dirigiera Sabato en que éste le decía que su sola presencia en el exterior alimentaba la campaña antiargentina (…). Sabato invitaba a Moyano a regresar y -en plena dictadura militar- le ofrecía trabajo y seguridad personal, algo difícil de prometer sin alguna anuencia o caución militar previamente conversada. Moyano ha muerto, pero hay escritores argentinos vivos que pueden dar fe de lo que digo: recibieron una carta parecida»(15).

1978 fue el año clave para el afianzamiento de la dictadura y el momento en que comenzó a ser cuestionada en el exterior por organismos de derechos humanos. En tal sentido, la revista alemana GEO Magazin invitó a Sabato a participar de una entrevista con gran interés para los lectores europeos: el presente del gobierno militar en Argentina. «La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las fuerzas armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos», explicaba Sabato, para después comenzar a perfilar su teoría de los dos demonios, la coartada preferida por la Junta para evitar dar explicaciones:

«Desgraciadamente ocurrió que el desorden general, el crimen y el desastre económico eran tan grandes que los nuevos mandatarios no alcanzaban a superarlos con los medios de un estado de derecho. Porque entre tanto, los crímenes de la extrema izquierda eran respondidos con salvajes atentados de represalia de la extrema derecha. Los extremistas de izquierda habían llevado a cabo los más infames secuestros y los crímenes monstruosos más repugnantes». La concepción que intentaba definir el escritor, aquella que situaba al gobierno militar como «neutral» o «mediador» entre las violencias de ambos «extremos», quedaba expuesta en sus respuestas.

Después afirmaría: «(…) en nuestro país, muchas cosas han mejorado: las bandas terroristas armadas han sido puestas en gran parte bajo control». Para terminar Sabato no perdió la oportunidad de cerrar su panfleto en favor de la dictadura: «La democracia tiene que aprender su lección de la historia y debe saber que con los viejos métodos liberales heredados de tiempos menos problemáticos, no se pueden dominar los delirios del presente»(16). Es válido preguntarse si el responsable de estas opiniones es la misma persona que en 1984 expresó con dureza lo siguiente: «El pueblo ha experimentado por primera vez la atroz vivencia de una dictadura mortal, putrefacta, corrupta… No hay ninguna persona con dos dedos de frente, con sensibilidad en la Argentina que vaya a mover un día un solo dedo en favor de los militares»(17).

Los de «afuera»

La visita de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA fue el acontecimiento clave de 1979. La dictadura estaba consolidada desde lo económico por el plan de Martínez de Hoz, gozaba de los éxitos deportivos -ese año se ganó el Mundial Juvenil en Japón- y se preparó para recibir a la comitiva internacional sin inmutarse, contando incluso con un ejército de cómplices que se ocupaba de resguardar el otro flanco que presentaba riesgos: el exilio y la opinión pública europea.

En esa zona se ocupó de presentar batalla el señor Sabato, amparado en el supuesto «pluralismo» de la dictadura que le dejaba manifestar alguna crítica -como cuando se censuró la obra del filósofo Henri Lefebvre-. En ese momento de quiebre Julio Cortázar escribió su famoso artículo América Latina: exilio y literatura, instando a los intelectuales a asumir «la respuesta más activa y eficaz posible al genocidio cultural que crece día a día en tantos países latinoamericanos».
Sabato responderá indignado: «La inmensa mayoría de sus escritores, de sus pintores, de sus músicos, de sus hombres de ciencia, de sus pensadores, están en el país y trabajan», para después afirmar que «cometen una grave injusticia los que están fuera del país pensando que aquí no pasa nada y que todo es un tremendo cementerio»(18). Decir eso cuando cientos de artistas habían sido desparecidos, estaban perseguidos o exiliados parecía un argumento escrito por los propios genocidas. Otros siguieron sus pasos: «Los escritores más destacados no se han ido», dijo Manuel Mujica Laínez. Silvina Bullrich sostenía que «ni Borges, ni Mallea, ni Sabato se fueron», y Luis Gregorich se preguntará desde Clarín: «Después de todo, ¿cuáles son los escritores importantes exiliados?». La escritora Liliana Heker aprovecharía la volada para polemizar con Cortázar: «Ya que no se le puede atribuir mala fe, al menos puede suponérsele (…) una necesidad a ultranza de hacer causa común con los exiliados, aun a riesgo de dar una imagen maniquea de la realidad, valiéndose de recursos más pasionales que científicos». El escritor Abelardo Castillo también se debatía por ganar un espacio debajo del manto de cómplices e hipócritas que intentaron posicionarse ante los ojos de los genocidas con opiniones lamentables: «Espero no herir a algún compatriota que viva en el extranjero si afirmo que desconfío de algunos héroes intelectuales que postulan sus convicciones desde Calcuta o Afganistán», para después calificar como «falsa, corrompida e injuriosa» la imagen que del país intentaban transmitir los argentinos en el exterior»(19).

Después llegaría el fracaso del plan económico, el cambio de mando como recurso ridículo, la máscara de un régimen que comenzaba a descascararse. Muchos eligieron acomodarse a los nuevos vientos. Pero justo en ese proceso hacia ideas más democráticas, estalla la guerra en las islas Malvinas. ¿Habrá leído Galtieri la siguiente frase de Sabato sobre la guerra?: «Éste es un país que no pasó grandes sufrimientos. No tuvo terremotos, no padeció hambre… acá las cosas nunca estuvieron demasiado mal. (…) Y no tuvimos ni siquiera, a partir de 1870, una buena guerra. Las guerras unifican a una nación. Y, en cierto sentido, producen vitalidad. Sobre todo, las guerras de defensa nacional unifican y hacen que la agresividad que todos tenemos no se ejerza para la autodestrucción sino por una causa noble y positiva. (…) Yo no soy pacifista, yo creo en las guerras. Hay guerras que defienden cosas sagradas, muy importantes, y creo que hay que hacerlas»(20).

¿Habrá leído Galtieri, durante los primeros días de ocupación en las islas, las loas del intelectual sobre la decisión de enviar a la muerte en una guerra absurda a muchachitos de 19 años, desarmados y sin preparación?: «Mucha gente ha muerto detrás de dos metros cuadrados de tela. Pero es un error creer que dos metros cuadrados de tela son nada más que eso. Transformados en banderas, son un símbolo de una ideología, de una nación, de una causa sagrada. De manera que yo estoy convencido de que en este caso sí vale la pena. Hubiera sido un acto indigno de la Argentina, que es una pequeña potencia frente a las amenazas, a la soberbia, al desprecio de Inglaterra, agachar la cabeza una vez más. Eso no lo hemos hecho, y si los chicos de 19 y 20 años están muriendo allí, están muriendo por ese motivo»(21)(22). Las críticas las dijo cuando la dictadura tenía los días contados. Había que cambiar el discurso, borrar el pasado, aniquilar la memoria…

Sabato aclaró, mucho después, que aquellos que recordaban algunas de sus expresiones nada democráticas pertenecían a una «extrema izquierda» culpable de lanzar una y otra vez «frases calumniosas» contra su persona. En la misma nota extiendió sus ataque: «Sería aleccionador averiguar desde qué lugar del mundo esos infamantes hicieron críticas contra la dictadura militar. Que yo sepa procedían desde el extranjero, desde el Café de Flore, desde México, siempre bien lejos de la policía y de las fuerzas armadas. Aquí nos jugamos la vida, con las amenazas más terribles», señalaría. En ese mismo sentido, diría en 1994: «Es muy fácil acusar a alguien desde el exterior. Yo, en cambio, enfrenté a la dictadura sin moverme de mi casa de Santos Lugares». Curiosa forma de «enfrentarse» la de Sabato, cuando fue vox populi su papel como el intelectual de mayor presencia en los medios de comunicación durante los años del Proceso, incluyendo apariciones en televisión y en actos oficiales del gobierno de facto. El final es toda una sentencia: «Todavía quiero agregar algo que me indigna: esos detractores, la mayor parte estalinistas, incluyendo grandes escritores, jamás denunciaron los horrores de aquella dictadura en la Unión Soviética»(23).
Después, llegaría la democracia, el juicio a la Junta, los dos demonios, los aplausos, el papel de sabio o maestro que está más allá del bien y del mal, un país que se muere y otro que bosteza…

Sabato ¿y Argentina?

Osvaldo Bayer dice que Sabato es el intelectual que mejor refleja a la clase media argentina, esa clase que miró con simpatía el advenimiento de los dictadores, que salió a festejar el triunfo del mundial o el desembarco en Malvinas mientras en la esquina de su casa torturaban a sus vecinos y se apropiaban de sus hijos. La misma clase media que, ya en democracia, aplaudió de pie las privatizaciones, ignoró los indultos a los genocidas, defendió la convertibilidad, se indignó con la famosa «corrupción» y pidió a gritos el regreso de cierto ministro de Economía que después se fue echado a patadas por los mismos que lo veían como el último recurso. La misma clase media que sólo reaccionó cuando le tocaron el bolsillo, y después volvió en silencio a sus hogares, a sus autos, a insultar a todos aquellos que molestaran su tranquilo tránsito hacia lo más patético de nuestra historia.

Hablar de Sabato es hablar de una parte del país y de su gente. Y la realidad, lo que vemos y leemos, es patético Muchos siguen ovacionando a sus propios verdugos, perdonando «errores» -que tanto se parecen a los «excesos» de otros tiempos- y olvidando impunidades. Algo malo debe estar pasando.

Notas
(1) La Nación, 19-6-76.
(2) Los testimonios de Castellani y Ratti fueron publicados en la revista Crisis de julio de 1976.
(3) José Eliaschev, revista Gente, «Sabato: el fin de una era», 28-7-66.
(4) La entrevista, publicada en el diario El Líder de 1955, integra la recopilación de entrevistas al escritor llamada Medio siglo con Sabato, de Julia Constenla.
(5) Ana Larraín, Cosas de Chile, 1966.

(6) Ibídem.
(7) Franco Mogni, revista Che, 1961.
(8) Entrevista con la revista El escarabajo de oro, 1962.
(9) Entrevista con la revista Siete Días, 1973.
(10) Mona Moncalvillo, Humor, 1981.
(11) Germán Sopeña, Siete Días, 1983.
(12) Bernard Pivot, Le Monde, 1978.
(13) Osvaldo Bayer, Rebeldía y esperanza, 1993.
(14) Ibídem 10.
(15) Juan Gelman, Lesbianos, Página/12, 8-5-96.
(16) Ibídem 13.
(17) Roberto Mero, Caras y caretas, 1984.
(18) Clarín, 5-7-80.
(19) Todas las citas de los escritores pertenecen al libro Rebeldía y esperanza.
(20) Emilio Giménez, Gente, 1971.
(21) Ibídem 13.
(22) Sergio Ciancaglini, Gente, 1982.
(23) Carlos Ares, La Maga, 1995.

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* Periodista. El artículo fue nota de tapa de la revista argentina Sudestada en abril de 2004 (www.revistasudestada.com.ar).

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