Sanciones: la geopolítica del genocidio económico

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Las sanciones son la guerra de los cobardes: destruyen países sin mancharse las manos de sangre (Jeffrey Sachs).

Las sanciones económicas, ese látigo moderno esgrimido por Washington y Bruselas con la solemnidad de una cruzada moral, se han convertido en el arma preferida del siglo XXI: limpia en los discursos diplomáticos, sucia en sus consecuencias humanas. Bajo la retórica de proteger derechos humanos o garantizar seguridad internacional, lo que realmente despliegan es una violencia estructural metódica, casi tan letal como las bombas, pero con la ventaja de no manchar de rojo las portadas de los periódicos.

Los datos, fríos y contundentes, revelan un patrón: lejos de ser instrumentos quirúrgicos, las sanciones son martillos que aplastan economías enteras, desangran sistemas de salud y condenan a generaciones a la miseria, mientras los regímenes que pretenden derrocar —paradójicamente— se afianzan.

Quizás tengamos que comenzar examinando críticamente los objetivos políticos declarados por las sanciones. Las sanciones económicas se han convertido en un pilar de la política exterior moderna, empleadas por Estados y organismos internacionales para ejercer presión, disuadir acciones indeseables y promover el cumplimiento de las normas internacionales. Como su nombre lo indica, el primer objetivo de las sanciones se centra en el colapso económico.

Las consecuencias que las sanciones impuestas deben ser «casi tan letales como la guerra», el segundo objetivo perseguido una vez conquistado el colapso económico, es la desestabilización del régimen imperante en el país sancionado y su cambio eminente. Como la práctica histórica demuestra, las sanciones adoptan la forma de embargos comerciales integrales. Las consecuencias quedan ocultan en sanciones más «selectivas» o «inteligentes», como congelamientos de activos y prohibiciones de visas contra individuos y entidades específicas maximizar el impacto sobre las partes responsables (normalmente líderes políticos y militares) y minimizar los efectos humanitarios adversos sobre la población general. Lo cual contradice el objetivo de cambio de régimen si el colapso económico no tiene repercusiones sociales.

Para sostener esta lógica, las sanciones suelen ser indefinidas, permaneciendo vigentes hasta que se decida levantarlas porque el efecto de colapso económico tuvo éxito o, por el contrario, ampliarlas. Este alcance a menudo conduce a un tercer objetivo, la “extraterritorialidad”, como restricción a la soberanía política de terceros países. Es decir, los efectos extraterritoriales de las sanciones implican que también se espera que los ciudadanos y empresas de otros países acompañen y cumplan las sanciones, a menudo bajo amenaza de que ellos mismos sean sancionados.

La extraterritorialidad completa el cuadro. En 2015, el BNP Paribas fue multado con U$S 9.000 millones por comerciar con Cuba e Irán. La lección fue clara: la soberanía europea se doblega ante el dólar. Cuando Trump abandonó el acuerdo nuclear iraní en 2018, la UE —que pretendía mantenerlo— vio cómo sus empresas huían presas del pánico a las represalias de Washington. Esta asimetría de poder significa que la política estadounidense puede dictar efectivamente el espacio operativo de las entidades de la UE, incluso cuando la política de la UE apunta a un enfoque diferente.

El sistema SWIFT, esa red neuronal del capitalismo global, se convirtió en cómplice de una asfixia calculada. Cuándo se niega a un hospital iraní a comprar insulina o a Cuba importar jeringas —bajo amenaza de multas billonarias a bancos europeos— ¿es un castigo colectivo disfrazado de diplomacia?

Se nos vende la ficción de sanciones «inteligentes» o «selectivas», diseñadas para estrangular solo a las élites políticas y militares. Pero la realidad desnuda esta farsa. Tomemos el caso de Irán: tras el restablecimiento de las sanciones estadounidenses en 2018, su PIB se contrajo un 50%, las exportaciones de petróleo —el 80% de sus ingresos fiscales— se evaporaron en un 80%, y 55% de la población cayó en la pobreza. Las cifras de mortalidad cuentan otra historia: más muertes por falta de medicamentos y equipos médicos —gracias al bloqueo financiero— que en la guerra Irán-Irak.

El embargo estadounidense a Cuba, vigente desde 1960, es el experimento más largo de guerra económica. Un memorando del Departamento de Estado de 1960 lo dejó claro:  Seis décadas después, el «generar hambre y desesperación para provocar el derrocamiento del gobierno».El régimen sigue en pie, pero la isla acumula pérdidas por un billón de dólares. El resultado: 4,2 millones de cubanos (37,8% de la población) no alcanzan el mínimo calórico diario. ¿Es esto «presión pacífica» o un crimen de lesa humanidad por goteo?

Siria, otro laboratorio de sanciones, exhibe el cinismo de imponerlas en medio de una guerra. El 90% de su población vive en pobreza; el 66%, en pobreza extrema. Los hospitales destruidos por las bombas, que no pudieron reconstruirse porque las sanciones bloqueaban materiales de construcción; el resultado: casi 618.000 muertes y 113.000 desapariciones. Aquí la ecuación es perversa: primero se bombardea, luego se prohíbe reconstruir. Mientras, las farmacéuticas europeas —libres de vender vacunas a países en guerra— se negaban a enviar medicamentos a Damasco por miedo a las multas. La hipocresía tiene nombre: «derechos humanos» aunque lleguen degolladores al poder.

La obsesión por el «cambio de régimen» ignora un hecho incómodo: las sanciones rara vez lo logran, pero siempre consolidan el autoritarismo. En Irán, el gobierno atribuye cada fracaso económico al «enemigo externo», canalizando el malestar hacia un nacionalismo de trinchera. En Venezuela, Maduro usó las sanciones para militarizar la economía. Es un juego perverso: cuanto más sufren los civiles, más se legitima el discurso de «resistencia antiimperialista». Mientras, las élites —las supuestas «víctimas» de las sanciones selectivas— prosperan en mercados negros o lavando dinero en Dubai.

Y luego está el efecto geopolítico: al aislar a un país, se lo empuja a los brazos de rivales. Rusia y China han convertido a Irán, Venezuela y Siria en clientes de sus sistemas alternativos (SPFS para pagos, petroyuan, etc.). Las sanciones, pues, aceleran la erosión del orden occidental que dicen defender.

Las sanciones no son un mal necesario; son un fracaso ético y estratégico. Matan lentamente, pero matan: según la ONU, 40.000 venezolanos fallecieron entre 2017-2018 por falta de medicinas debido al bloqueo financiero. Son, en esencia, «genocidios de escritorio», ejecutados con informes técnicos y reuniones en Bruselas.

Si el objetivo real fuera proteger civiles, se exigirían mecanismos de evaluación humanitaria independientes antes de imponer sanciones. Pero no es así: el verdadero fin es la sumisión política, aunque eso signifique condenar a millones al infierno.

*Director ejecutivo del blog El Tábano Economista.

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