Se fue Mubarak, el pueblo festejó su derrocamiento y los militares se reparten el poder

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Robert Fisk*
En el mismo momento en que la renuncia de Mubarak se expandía como fuego entre los manifestantes, afuera de la estación de televisión estatal los militares se peleaban por los ministerios. En algunos países esto se llama “golpe de Estado”.

De pronto todos comenzaron a cantar. Y a reír y llorar y gritar y rezar, arrodillándose en la calle y besando el sucio pavimento justo en frente de mí, bailando y agradeciéndole a Dios por librarlos de Hosni Mubarak –un gesto generoso, pues fue su coraje más que la intervención divina lo que libró a Egipto de su dictador–. Era como si cada hombre y mujer se hubieran casado recién, como si la alegría pudiera borrar todas las décadas de dictadura y dolor y represión y humillación y sangre. Para siempre se conocerá como la Revolución Egipcia del 25 de enero –el día que comenzó la revuelta– y por siempre será la historia del pueblo que resucitó.

El viejo se había ido finalmente, entregándole el poder no al vicepresidente sino –curiosamente, aunque los millones de revolucionarios no violentos no estaban en condiciones de apreciar eso anoche– al consejo del ejército de Egipto, a un mariscal de campo y a un montón de brigadieres generales, garantes, por ahora, de todo por lo que los manifestantes prodemocracia habían luchado, y en algunos casos muerto. Y hasta los soldados estaban felices. En el mismo momento en que la renuncia de Mubarak se expandía como fuego entre los manifestantes afuera de la estación de televisión estatal en el Nilo, la cara de un joven oficial estalló de alegría. Todo el día, los manifestantes habían estado diciéndoles a los soldados que eran hermanos. Bueno, veremos si es verdad.

Hablar de un día histórico de alguna manera no expresa la verdad de lo que la victoria de anoche realmente quiere decir para los egipcios. Con mero poder de voluntad, con coraje frente a la odiosa policía de seguridad de Mubarak, con la comprensión de que a veces hay que luchar para derrocar a un dictador con algo más que palabras y facebooks, con el mismo acto de pelear con puños y piedras contra policías con armas y gas lacrimógeno y balas de plomo, lograron lo imposible: el fin –y deben rogarle a su Dios que sea permanente– de casi 60 años de autocracia y represión, 30 de ellos de Mubarak. Los árabes, difamados, maldecidos, abusados racialmente en Occidente, tratados como retrasados y sin educación por muchos de los israelíes que querían mantener el gobierno a veces salvaje de Mubarak, se habían levantado, abandonaron su temor y tiraron al hombre al que Occidente quiere como un líder “moderado” que haría lo que se les antojara por el precio de 1500 millones de dólares por año. No son sólo los europeos de Oriente los que pueden tolerar la brutalidad.

Que este hombre –menos de 24 horas antes– había anunciado en un momento de locura que todavía quería proteger a sus “hijos” del “terrorismo” y que se quedaría en funciones, hizo que la victoria de ayer fuera mucho más valiosa. El jueves a la noche, los hombre y mujeres que exigían democracia en Egipto blandían sus zapatos en el aire para mostrar su falta de respeto por el decrépito líder que los trataba como niños, incapaces de dignidad política y moral. Luego, ayer, simplemente huyó a Sharm el Sheik, un lugar de descanso estilo occidental sobre el Mar Rojo, un lugar que tiene tanto en común con Egipto como Marbella o Bali.

Por lo tanto –tristemente– Egipto es el ejército y el ejército es Egipto. O por lo menos eso quiere creer. Por eso desea controlar –o proteger, como reiteran constantemente los comunicados del ejército– a los manifestantes pidiendo que Mubarak se vaya. Pero los cientos de miles de revolucionarios democráticos de Egipto –furiosos por la negativa de Hosni Mubarak de abandonar la presidencia el jueves por la noche– comenzaron su propio golpe militar en El Cairo ayer, desbordando la plaza Tahrir, no sólo alrededor del edifico del Parlamento sino en el lado del Nilo, donde está la televisión estatal y las centrales de radios, y por donde pasa la carretera que lleva a la lujosa residencia de Mubarak en el caro suburbio de Heliopolis. Miles de manifestantes en Alejandría llegaron a las mismas puertas de uno de los palacios de Mubarak, donde la guardia presidencial entregaba agua y comida en un dócil gesto de “amistad” hacia la gente. Los manifestantes también tomaron la plaza Talaat Haab en el centro comercial de El Cairo, mientras cientos de académicos de las tres principales universidades de la ciudad marchaban hacia Tahrir a media mañana.

Después de la furia expresada durante la noche por el paternalista y profundamente insultante discurso de Mubarak –cuando habló largamente sobre él mismo y su servicio en la guerra de 1973 y se refirió sólo vagamente a los deberes que supuestamente debería reasignar a su vicepresidente, Omar Suleimán– las manifestaciones de ayer comenzaron en medio del humor y una extraordinaria civilidad.

Si los secuaces de Mubarak esperan que su casi suicida decisión del jueves provocaría la violencia en los millones de manifestantes por la democracia en todo Egipto, estaban equivocados: alrededor de El Cairo, los jóvenes hombres y mujeres que eran la base de la Revolución Egipcia se comportaron con la moderación que el presidente Obama pidió ayer. En muchos países, hubieran quemado edificios del gobierno después del discurso desmedido presidencial; en la plaza Tahrir, leyeron poesía. Y luego escucharon que su desgraciado antagonista se había ido.

Pero el verso árabe no gana revoluciones, y cada egipcio sabía ayer que la iniciativa no estaba más con los manifestantes que con la remota, ligeramente demente figura del ex dictador. Pues el futuro cuerpo político de Egipto está compuesto por hasta cien oficiales, cuya antigua fidelidad a Mubarak ahora ha sido abandonada totalmente. Un comunicado militar de ayer a la mañana –leído, curiosamente, por un presentador civil de la televisión estatal– pedía “elecciones libres y justas”, añadiendo que las fuerzas armadas egipcias estaban “comprometidas con las demandas del pueblo”, que debería “reasumir su forma normal de vida”. Traducido al lenguaje civil, esto significa que los revolucionarios debían empacar mientras un círculo de generales se divide los ministerios del nuevo gobierno. En algunos países esto se llama “golpe de Estado”.

* De The Independent de Gran Bretaña.
 

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