Robert Fisk*

¿Acaso no levantó el estado de emergencia? ¿Acaso no permitió a los ciudadanos manifestarse pacíficamente –siempre y cuando obtuvieran autorización 24 horas antes– y liberó a un número simbólico de prisioneros? ¿No desmanteló el odiado tribunal de seguridad del Estado? Pero no hay suerte.
En Damasco, en Hama –esa antigua ciudad que trató de destruir al padre de Bashar, Hafez, con una rebelión islámica en febrero de 1982–, y en Banias, Latakia y Deraa, salieron decenas de miles a las calles este sábado. Querían la liberación de otros 6 mil presos políticos, que se ponga fin a la tortura y a la policía de seguridad. Y querían que Bashar Assad deje el cargo.
Siria es una nación orgullosa, pero los sirios estudiaron a Túnez y Egipto (Bashar no: grave error). Si los árabes del norte de África pudieron tener su dignidad, ¿por qué los sirios no? Y de una vez, poner fin al monopolio del partido Baaz sobre el poder. Y liberar los periódicos: todas las demandas que creían que se les concederían hace 11 años, cuando Bashar caminaba detrás del ataúd de su padre y amigos del presidente nos decían que las cosas iban a cambiar. Con Bashar, Siria era un nuevo Estado, seguro de sí mismo, insistían.

Assad es un tipo correoso. Resistió la presión de Israel y de Estados Unidos. Apoyó a Hezbolá, a Irán y Hamas. Pero los sirios tenían otras demandas: les importaba más la libertad en su patria que las batallas en Líbano, la tortura en la prisión de Tadmor que luchar por los palestinos. Y ahora han marchado con esa demanda definitiva: el fin del régimen.
No estoy seguro de que vayan a obtenerla aún. El ministro sirio del Interior volvió a jugar la carta sectaria: los manifestantes son sectarios, afirmó. Puede que haya algo de verdad en eso, pero muy poca. Los manifestantes sirios quieren cambio. Su número no llega al de los egipcios que se libraron de Mubarak, y ni siquiera al de los tunecinos. Pero han empezado.
*Publicado en The Independent del Reino Unido
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