Situaciones. – LA MUJER Y EL SACERDOTE

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

No hay religión que se identifique a sí misma como patriarcalista o sexista. Por el contrario. Cada una de ellas les enseña a sus miembros que traten a las mujeres apropiadamente e, incluso, critican el trato a la que éstas están sujetas en otras religiones.

El mal trato femenino solo se encuentra en otras tradiciones religiosas, no en la nuestra.

La mayoría de sus integrantes crecen en la creencia de que las mujeres ocupan un estatus justo y apropiado en su propia religión. Incluso, si se les enseña que las mujeres son inferiores al hombre o que deben someterse a éste, tanto la mujer como el hombre son alentados a ver estas enseñanzas como una parte valiosa y práctica de sus tradiciones, más bien que como algo problemático. En la tradición hindú se cree en la Ley de Manu que dice… “en la niñez la mujer debe estar subordinada a su padre, en la juventud a su marido, y cuando este muere, a su hijo: una mujer nunca debe ser independiente”.

La investigación inter-cultural, aunque limitada por el momento, nos revela estereotipos y símbolos femeninos que reflejan presupuestos culturales acerca de como se concibe lo masculino y femenino y como se establecen relaciones jerárquicas de poder entre ellos.

Ninguna de las religiones mayores del mundo, tales como el judaísmo, cristianismo, islamismo, budismo, hinduismo o las tradiciones filosóficas del confucianismo y el taoísmo del Asia Oriental, tratan al hombre y la mujer en los mismos términos. Si aplicamos la definición estándar de patriarcalismo a cualquiera de ellas lo que se nos revela, muy pronto, son enseñanzas e instituciones sexistas.

Frecuentemente los hombres son caracterizados como espiritualmente superiores, lo que les permite representar mejor el ideal del creyente y justificar posiciones desde las cuales controlan y dictan las normas tradicionales para todas las mujeres. Las que en la mayoría de los casos no son invitadas o no se les permite participar en la interpretación o construcción de la doctrina, y su habilidad para participar y dirigir u oficiar en rituales claves es severamente limitada. En el ambito privado, el hombre posee la autoridad sobre la mujer y se la enseña a someterse a tal autoridad. Incluso algunas religiones culpan a la mujer por las limitaciones y miserias de la existencia humana.

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Las imágenes transcendentales son mayoritariamente masculinas, en tanto que las imágenes femeninas son escasas, prohibidas o condenadas como idolatrías. La descripción y discusión de estas prácticas sexistas ha sido uno de los logros de la teología femenina.

El primer desafió con el que se encuentran los estudios feministas es el de exponer y criticar el androcentrismo implícito en nuestras prácticas sociales. Bastante a menudo nos encontramos con frases tales como… “Los árabes le permiten (o no le permiten) a la mujer …” La estructura de esta frase es tan común que, incluso hasta el día de hoy, no vemos lo limitante que es, tanto para el que la enuncia como para el que la escucha. Los árabes reales son los hombres. Las mujeres árabes son objeto sobre los cuales el árabe real actúa.

¿No es justamente aquí, implícito dentro de este modelo de lenguaje habitual y común en todas las culturas, donde encontramos la naturaleza y limitación del androcentrismo? La noción humana es reducida a la norma masculina para luego ser vista como algo idéntico. El reconocimiento de que la masculinidad es solo un tipo de experiencia humana es mínima o no existente.

Simoine de Beavoir, en el Segundo Sexo, escribe que en el medio de una discusión abstracta no es raro escuchar a un hombre decir…“Tú piensas así porque eres mujer…” Aquí, la única defensa posible seria replicar… “Pienso así porque es verdad…” extrayendo con ello la auto-subjetividad del argumento. No seria apropiado replicar… “Y tu piensas lo contrario porque eres hombre…” ya que se da por entendido que el ser hombre no es una peculiaridad.

El hecho de que la mujer tenga ovarios y útero la encierra en su subjetividad, la circunscribe a los límites de su propia naturaleza. Con frecuencia se dice que ella piensa con sus glándulas. El hombre ignora el hecho de que su anatomía incluye glándulas tales como los testículos que segregan hormonas. Piensa que su cuerpo posee conexión directa y normal con el mundo que le permite aprehenderlo objetivamente, en tanto que considera el cuerpo de la mujer como una prisión, cargado con todas sus peculiaridades. ¿No es justamente aquí donde Simone de Beavoir expone con toda claridad el hecho de que cualquier distinción entre masculinidad y humanidad es ignorado y la feminidad es vista como excepción a la norma?

La respuesta estándar a esta argumentación es que el genero masculino incluye lo femenino haciendo innecesario los estudios femeninos. Obviamente, esta respuesta es la implicación lógica de la identificación de masculinidad con humanidad. El resultado de esta identificación es que las investigaciones acerca de la religión tienen mayormente como objeto la vida y el pensamiento de los hombres, en tanto que la vida de las mujeres religiosas es tratada solo periféricamente.

En su mayor parte estas investigaciones no reconocen que la vida y los pensamientos de los hombres son solo parte de la situación religiosa. Desde el momento en que las enseñanzas del hombre y la mujer difieren de cultura a cultura, el término genérico masculino no cubre lo femenino. Esto sólo seria posible en religiones o culturas que no tuvieran roles sexuales. Pero éstas no existen. La solución inevitable a este impase lógico del pensamiento androcentrico ha sido devastadora para la mujer ya que éstas, al desviarse necesariamente de las normas masculinas, obliga al androcentrismo a lidiar con ellas como objetos exteriores a la masculinidad (léase humanidad) que requieren ser explicados y clasificados en algún lugar.

Por tanto, en la mayor parte de los estudios y recuentos religiosos los hombres se presentan como sujetos religiosos y nombradores de la realidad, en tanto las mujeres solo son presentadas en relacion a ellos, nombradas por ellos y definidas por ellos.

Según Rita M. Gross, un modelo mas adecuado de la humanidad, en lugar del modelo androcentrico, que favorece solo a un sexo, seria un modelo bi-sexual capaz de reconocer que, a pesar de las diferencias sexuales, ambos sexos son igualmente humanos. La aspiración del feminismo moderno no es tanto la igualdad o eliminación de jerarquías, sino la libertad de los estereotipos sexuales que es la fuente de tanto problema y que hace que los hombres y mujeres tengan vidas mas separadas y diferentes de lo que biológicamente es determinado.

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Cualquier noción de igualdad presupone la existencia permanente de roles sexuales, con todas las limitaciones que su existencia implica. Decir que el rol femenino es distintivo y de igual valor que el masculino, todavía presupone que solo la mujer puede ejercerlo y que debe adecuarse a él.

Cuando tendemos a fundir la identidad sexual con el rol social lo que implicamos es que la anatomía es destino. Solo la liberación y el quiebre de ellos es una de las condiciones indispensables para imaginar la posibilidad de un orden pos-patriarcal.

El patriarcalismo depende, en gran medida, de la permanencia de los roles sexuales. Sin estos, nadie tendría acceso automático a uno u otro rol, como tampoco poder automático sobre otros por el simple hecho de poseer una determinada fisiología sexual. Este proyecto, dice Rita Gross, no garantiza por sí mismo jerarquías apropiadas, pero elimina los peores abusos del poder patriarcal.

La diferencia sexual es obvia y tan básica que es imposible ignorarla o negarla. Pero el sexo no implica inevitabilidad en relacion a decisiones reproductivas, económicas o roles sociales, como tampoco rasgos y tendencias psicológicas. Lo que tenemos que reconocer es que los términos femenino y masculino son productos culturales, no biológicos y que difieren ampliamente de cultura a cultura.

Es a través del lenguaje que nuestro mundo es socialmente construido, adquiere sentido y en donde las relaciones de poder son formalmente establecidas y recreadas. Si el discurso es, en verdad, el campo de batalla en el que las relaciones de poder entre los sexos se producen y reproducen, entonces la critica feminista del discurso patriarcal religioso se transforma, también, en una poderosa forma de acción política… Así como las palabras tienen consecuencias, ellas también tienen causas que se enraízan en la realidad material que sirve de marco a las relaciones de dominación.

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* Escritores y docentes. Residen en Canadá.

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