Socialismo en América Latina III: una lección histórica

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Jorge Gómez Barata*

"En todas sus versiones, el socialismo original fue un producto del desarrollo económico, social y cultural europeo que en circunstancias históricas sumamente específicas fue introducido en Iberoamerica"

Por primera vez en América Latina se abre paso una época histórica en la cual el socialismo no llegó de fuera sino que es producto de la maduración de circunstancias históricas que lo hacen viable.

 En todas sus versiones, el socialismo original fue un producto del desarrollo económico, social y cultural europeo que en circunstancias históricas sumamente específicas fue introducido en Iberoamerica, no sólo mediante el fenómeno de transculturación del pensamiento avanzado, sino como un hecho político, conscientemente impulsado por los bolcheviques como parte de un gesto defensivo en su temprana confrontación con la reacción mundial.
 
En los siglos XVIII y XIX las ideas socialistas debutaron en el Nuevo Mundo, como parte de una, aunque confusa rica amalgama del pensamiento de los socialistas utópicos, los liberales, los enciclopedistas franceses, los economistas clásicos, los grandes humanistas y literatos, los jesuitas, los calvinistas, los marxistas y los anarquistas.
 
En las poco evolucionadas colonias, aquellas ideas circulaban clandestinamente entre reducidas minorías y, aunque contribuyeron a la ilustración de las elites, influyeron poco en el diseño del sistema político de las repúblicas, dominado por la implantación de un pseudo capitalismo, mediatizado por los rezagos del colonialismo y la esclavitud, el dominio oligárquico, la vigencia del modelo agroexportador, el latifundio, la plantación y otras deformaciones estructurales que en conjunto darían lugar al status que luego conoceríamos como subdesarrollo.
 
Todo cambió cuando en la Europa del siglo XX se desató la Primera Guerra Mundial y en 1917, año en que Estados Unidos debutaba en la gran guerra europea, como principal potencia mundial, en Rusia triunfaban los bolcheviques encabezados por Lenin y Trotski.
 
En 1919 cuando ya los bolcheviques habían roto con la socialdemocracia europea por sumarse al clima patriotero que dio lugar a la Primera Guerra Mundial y cuando todavía prácticamente no existían partidos comunistas y ni los mismos bolcheviques, inmersos en la Guerra Civil y en la lucha contra la intervención extranjera, eran un aparato de poder debidamente estructurado, se organizó la III Internacional o Internacional Comunista que tampoco tenía claros su objetivos ni los medios ni modos de realizarlos.
 
En tiempos fundacionales, con todo por hacer, sin antecedentes ni experiencias, en medio de la guerra, el hambre y el caos, los bolcheviques no lograron precisar los objetivos y las reglas de la organización lo que creó el riesgo de que la Internacional fuera "penetrada" por elementos entonces llamados oportunistas, no comprometidos con la causa de la revolución socialista internacional que junto a los esfuerzos por salvar la criatura que había nacido en la Rusia soviética, era lo esencial.
 
Un año después, con el objetivo de preservar a la organización del contagio con las tendencias reformistas, situándose en otro extremo, el II Congreso adoptó las 21 Condiciones que debía reunir un partido para formar parte de la III Internacional. El remedio fue peor que la enfermedad, entre otras cosas porque criterios extremadamente radicales, aun para la lucha ideológica en el escenario europeo, se trasladaron mecánicamente a los virtualmente nonatos partidos comunistas latinoamericanos.
 
Las 21 Condiciones suponían un radicalismo y una madurez que ni los propios bolcheviques reunían y obligaban a los partidos a romper y expulsar a los elementos considerados reformistas, crear entidades clandestinas lo que, de hecho los colocaba fuera de la ley, y realizar labor de proselitismo dentro de los ejércitos. La Internacional exigía que los programas de los partidos afiliados fueran ratificados por ella, incluso todos los partidos debían cambiar de nombre y adoptar el de Partido Comunista, considerándose como secciones de la Internacional. Los sindicatos debían subordinarse a los partidos obligados a acatar la dictadura del proletariado y funcionar con arreglo al centralismo democrático. Lo más justo y razonable que era el apoyo a la Unión Soviética, a partir de 1924 se transformó en exigencia de respaldar incondicionalmente a Stalin. Quienes rechazaran tales condiciones debían ser expulsados.
 
Aquellos preceptos, con los cuales el mismo Stalin no fue consecuente y de los que se apartó por consideraciones políticas para, inteligente y honradamente, aliarse a Roosevelt y Churchill, hicieron excepcionalmente difícil la actividad política e incluso la supervivencia de los minúsculos partidos comunistas latinoamericanos, que no obstante el heroico desempeño y la lucidez de sus fundadores, no pudieron, como tampoco pudieron los de Europa, prevalecer en la batalla ideológica y política a que la reacción los obligó.
 
A pesar de la lucidez de sus forjadores, de su honradez y probada fidelidad, nunca pudieron los partidos comunistas de la primera generación, exorcizar el demoníaco estigma de que el socialismo era una ideología exótica importada y sus partidarios una secta antinacional formada por levas de vasallos de Moscú. Tal handicap que no pudo superarse hasta la Revolución Cubana cuya autenticidad, jamás pudo ser desestimada fue un obstáculo enorme para el socialismo latinoamericano.
 
No es leal renegar de la historia ni acertado juzgar épocas pasadas con la conciencia de ahora, pero tampoco es sensato olvidar sus lecciones por amargas que resulten. El socialismo hoy ya no es la fruta prohibida de ayer, sino una alternativa no sólo viable…

*Publicado en Telesur

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