Sociedad fósil y educación superior
No existe sociedad sin una organización, una jerarquía y por consiguiente una clasificación. En el “Estado estatal”, las cualidades que se escogen por selección, difieren del modo que se supone habrían designado a los individuos naturalmente más aptos: la fuerza reemplazada por la inteligencia, la intriga por la astucia, la destreza por la habilidad. Aunque cambie de miras, la desigualdad natural sobrevive en el estado social.
Los dones adquiridos sustituyen a las propiedades innatas, aunque ocultas en los mecanismos de la herencia y existan tales disposiciones, adecuadas para el aprendizaje y para la educación que tal situación de civilización llame o favorezca y que distingan a los individuos a pesar de las distorsiones y los impedimentos que le impongan los estatutos de una colectividad.
La democracia ha establecido la igualdad de los derechos, no el equilibrio de las capacidades. La demagogia que pervierte los gobiernos y, so capa de justicia, protege las situaciones adquiridas, proclama la equivalencia de las aptitudes. Niega toda diversidad natural y percibe en toda opción un abuso moral.
SOCIEDAD FÓSIL
Una colectividad esta sana o abierta cuando la elección que ella favorece es universal, permanente y diversificada. La preferencia general se opone a las desigualdades artificiales que resulten del hecho que los miembros de las clases desfavorecidas no encuentren siquiera la ocasión de hacer valer sus destrezas. La selección permanente se opone a los derechos adquiridos de una vez para siempre y a los monopolios de hecho. La clasificación variable se enfrenta a la doble homogeneidad que impone modalidades demasiado generales de formación.
Los institutos de educación universitaria no son responsables de la estrechez social de su reclutamiento. En general son raros los hijos de campesinos o de obreros que llegan a las máximas “Casas de Estudio”. Dudo que las reformas a menudo retóricas que se aplican o que se predican por oposición cambien este estado de cosas.
Diciendo que todos los adolescentes deben proseguir estudios avanzados y proclamando que todo ciudadano tiene derecho a la instrucción superior, se mantiene de hecho las situaciones adquiridas. Nadie quiere buscar realmente en las escuelas comunales y técnicas a las personas que, tomadas a su cargo por el Estado, ampliarían en el ámbito nacional el reclutamiento de los colegios, limitado en el medio de las clases beneficiarias.
Se puede por el contrario, acusar legítimamente a las universidades de frenar o de suprimir la clasificación permanente que es necesaria en una sociedad abierta. El problema de la selección es tal vez él más grave que hoy se plantea en Venezuela. Pero mientras toda la didáctica superior sea dirigida, organizada protegida, patrocinada, juzgada, sancionada y bendecida por la capital nada serio se habrá hecho.
Y, como en la China de los Song, todos apuntan a la capital, aunque muy pocos sean admitidos en el Palacio del Emperador.
QUÉ DEBEMOS ESPERAR DE LA UNIVERSIDAD
Ante la proliferación de conocimientos y la rapidez de su renovación, una vez comprendida bien la necesidad en que estará el hombre, en el transcurso de su vida profesional, de seguir estudiando, la escuela y la universidad deben resueltamente renunciar a transmitir un ínfimo de conocimientos –pues lo pequeño siempre es insuficiente– sea que se lo compare con la masa de lo que sabe la humanidad, o a lo que mañana deberá conocer y utilizar el estudiante de hoy. Y ese mínimo es al mismo tiempo siempre demasiado pesado, atestado de detalles parásitos, de supervivencias, de complacencias; abruma y desalienta, adormece a los más robustos en la ilusión de que saben.
Tanto la escuela como la universidad deben dar un lugar central y una importancia creciente a la formación del espíritu; no es tan necesario documentar como orientar a aprender, enseñar a expresarse y a comunicarse. Dar a los estudiantes un lenguaje, un instrumental, métodos y no “stocks” de productos terminados. Esto exige un esfuerzo de búsqueda y de experiencia pedagógica, una conversión y una formación de los maestros y profesores, una autonomía que permita ensayo y errores.
Conservamos en el fondo de nosotros la nostalgia de una universidad que acogiera generosamente a los estudiantes por centenares de millares y que los hiciera acceder a la cultura sabia, a las delicias del juego intelectual y de la reflexión gratuita. Puede ser que un día ese sueño se torne realidad. Sólo un número reducido accede al templo, o por lo menos, a eso que a nuestros ojos pasa por tal. La selección de los elegidos ¿es perfectamente equitativa? Ciertamente no: las desigualdades sociales y la incertidumbre de los juicios humanos lo prohíben.
La universidad, en democracia, es una institución abierta. Mas no a la manera de un parque público, donde cualquiera puede entrar. La enseñanza superior no es un privilegio, sino una exigencia óptima. Debería eliminarse el factor económico en la posibilidad de estudiar. La selección del ingreso tendría que ser en función de las aptitudes de cada cual; suprimir pura y simplemente la preocupación material a fin que los interesados gocen plenamente del tiempo libre necesario para los estudios. Y esta responsabilidad debería ser completa, pues no basta distribuir dinero suficiente, para abandonar después a cada uno a sus problemas.
La universidad no es sólo un conjunto de enseñanzas, sino un estilo de vida; una vida juntos en el dialogo y la amistad, digno de las altas realidades a las que debe servir. Nada tiene en común con nuestras fábricas de saber, nuestros cuarteles y nuestras comidas populares, donde se fabrican en serie desequilibrados que después se trata de recuperar mal que bien, multiplicando los consultorios de ayuda psicológica.
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Periodista.