Sociedad, violencia y seguridad pública
Oscar A. Fernández O.*
El sentimiento de inseguridad no es un fenómeno social simple. Nunca ha sido un mero reflejo de los índices del delito, de los cuales es relativamente autónomo: aumenta cuando se produce un incremento de la criminalidad, pero una vez instalado como problema social, no disminuye aunque las tasas de delito desciendan. Tampoco los niveles de temor entre los sexos, las franjas de edad y los niveles socioeconómicos son proporcionales a la probabilidad de victimización real que enfrenta cada grupo.
Un aumento brusco de las tasas históricas de delito suele generar un fuerte temor, aunque los índices sigan siendo comparativamente bajos, mientras que un importante descenso, aunque las tasas de delito sigan siendo elevadas, genera una renovada confianza y una disminución del miedo (Gabriel Kesller, Sociólogo argentino)
Es que la inseguridad conlleva un aspecto comparativo: es en parte la denuncia de una situación que, en el imaginario social, no era así en el pasado o que, en todo caso, debería ser distinta en el presente. El temor a la delincuencia, según las últimas investigaciones publicadas en varios países de la región sobrepasa el 50% del total de la población encuestada, mientras que las víctimas de un hecho delictivo fluctúan entre el 15% y 25%.
Según organismos que siguen la tasa de homicidios en El Salvador, incluyendo los datos policiales, rondamos los setenta homicidios por cien mil habitantes, lo cual indica que el problema se complica. De continuar esta tendencia, que se repite más o menos en todos los países de la región, el problema de la seguridad pública compite con el problema de la economía, para situarse en el primer lugar.
No obstante, en América Latina, existe una importante carencia de datos confiables y con valor comparativo a lo largo del tiempo, porque los datos se basan en fuentes poco íntegras y sus conclusiones adolecen de rigurosidad científica. Del mismo modo, el problema relacionado con el insuficiente número de denuncias es otro factor que complica la recopilación de datos. Y cuando se trata de violencia contra las mujeres, el problema es aún mayor.
Violencia social es un término que padece de un exceso de significados. Reiterados estudios serios demuestran que su génesis está en un sistema oligárquico, autoritario y violento que con diferentes matices, conocemos los salvadoreños desde hace mucho tiempo.
Cada vez nos convencemos de que es inútil buscar una respuesta categórica en la moral al problema que plantea la violencia y que proscribirla por medio de declaraciones políticas es absurdo e hipócrita. Una reflexión seria sobre la violencia no puede separarse del contexto, las circunstancias y los fines.
Las reglas del juego en El Salvador, históricamente han sido pautadas por una clase dominante dedicada exclusivamente a la acumulación de riquezas, ignorando que el acceso equitativo a la educación, la salud, la vivienda digna, la vigencia de la justicia y la libertad, brindan satisfacción, seguridad y estabilidad social. Cuando esto es precario se produce un desequilibrio entre aspiraciones y previsiones, engendrándose frustración e insatisfacción social, abriéndose así la puerta a la violencia.
Muchos expertos establecen la tipología de la desigualdad especialmente en la distribución del poder y la riqueza nacional, la cual se entiende como “violencia estructural” ya que está vinculada a la estructura social del país. Científicos y estudiosos señalan como ejemplo de violencia estructural, un sistema dónde se excluye y explota a las mayorías, profundizando la desigualdad de todo tipo. Así, cuando la igualdad surge cómo valor político la realidad de desigualdad se percibe como una violencia intolerable.
Castigar según la concepción medieval suele parecer la solución adecuada, sin embargo, la realidad tiene una lectura de conflictividad e impunidad muy alejada de esa pretensión.
En una perspectiva más amplia, a la base de la estructura del agravamiento del conflicto social y el crimen, se encuentra como lo hemos demostrado en varias ocasiones, en la imposición de un modelo económico que reduce las obligaciones del Estado ante la sociedad, incrementa la desigualdad entre los seres humanos y eleva el nivel de vida frente a la pérdida de la capacidad adquisitiva mínima del ciudadano. Se ha comprobado que las tasas de criminalidad son más elevadas en las sociedades donde la riqueza es repartida de forma desigual y donde existen sentimientos de privación y frustración.
La falta de planificación y ordenamiento en la creación de asentamientos humanos, la pérdida de la autonomía alimentaria frente a la cultura del consumismo brutal y la baja capacidad e inequidad de la justicia, son otras causas que hay que abordar.
Existe sin duda, una elevada necesidad de seguridad y demanda de justicia, pero las políticas tradicionales aún vigentes desde el siglo XIX en muchas sociedades, siguen siendo, a pesar de sus reiterados fracasos, más severidad en la pena y más cárcel, lo cual vuelve la justicia lenta y pesada, indulgente con el poder y severa con el descalzo, adoptando el sistema penal poses de una verdadera venganza clase.
En este contexto, la consolidación de los aparatos policiales y militares responde a la necesidad de reprimir el crimen y los conflictos sociales indiscriminadamente, derivada de un sistema penal castigador que termina convirtiendo al Estado en el verdugo social.
Por el contrario, la necesidad social actual se perfila en dirección de solucionar los conflictos por la vía del entendimiento y la justicia, en función de prevenir la comisión de delitos. Para ello es necesario repensar la seguridad pública en función de estos objetivos, dándole el carácter de “servicio público”, en el que la ciudadanía debe participar activamente velando por el cumplimiento de estrategias de seguridad administradas por el Estado, como una obligación inalienable, que le exige proteger los derechos humanos.
Mucho se repite que los problemas relacionados con la seguridad pública no deben “politizarse”, sobre todo en el discurso panfletario de algunos políticos reaccionarios cuando se cuestiona las estrategias ineficaces que ellos impulsan, en las que se conjugan prácticas autoritarias y violentas enraizadas en lo que llamo Estado gendarme de corte iusnaturalista y teológico, que pretende uniformar la moral en función de lo que definen las clases dominantes.
Desde nuestro punto de vista, sin embargo, los asuntos de seguridad pública son los cimientos del establecimiento del orden político, y éste es el fundamento del Estado que puede comprometer a la sociedad a crear el imperio de la ley, sustentado en la justicia y la democracia participativa. Por ello, hasta que tengamos un entendimiento más claro de la dinámica del crimen, la violencia, la corrupción y sus efectos en el Estado y la sociedad, nuestra comprensión de asuntos más amplios acerca de la construcción y consolidación de la democracia, serán limitados.
La corrupción por su parte, está ligada al sistema económico y en segundo, a las relaciones entre ese sistema y el ámbito de las instituciones públicas. Pero también hay que buscarlas en la esfera de los valores positivos y sus crisis, de la psicología social, y en definitiva en la ética colectiva.
En términos generales pues, el famoso tópico de que el poder corrompe, es cierto, lo que a su vez explica la lucha por afinar los instrumentos de control del pueblo hacia el Estado, cuyos resultados niegan o avalan el avance de la democracia y del derecho. Lo que parece cierto en la actualidad, es que hoy se acumulan condiciones que favorecen la extensión y profundidad de prácticas corruptas, demostrándose que el poder político no está separado de los poderes fácticos económicos, sino en íntima conexión.
La corrupción por su parte, está ligada al sistema económico y en segundo, a las relaciones entre ese sistema y el ámbito de las instituciones públicas. Pero también hay que buscarlas en la esfera de los valores positivos y sus crisis, de la psicología social, y en definitiva en la ética colectiva.
En términos generales pues, el famoso tópico de que el poder corrompe, es cierto, lo que a su vez explica la lucha por afinar los instrumentos de control del pueblo hacia el Estado, cuyos resultados niegan o avalan el avance de la democracia y del derecho. Lo que parece cierto en la actualidad, es que hoy se acumulan condiciones que favorecen la extensión y profundidad de prácticas corruptas, demostrándose que el poder político no está separado de los poderes fácticos económicos, sino en íntima conexión.
No olvidemos que la violencia posee una fecundidad propia, se engendra a sí misma. Hay que analizarla siempre en serie, como una red. Sus formas aparentemente más atroces y a veces mucho más condenables, ocultan ordinariamente otras situaciones de violencia, más brutales y menos escandalosas por encontrarse prolongadas en el tiempo, como parte “de un sistema” o de un orden de cosas que se asume como normal, protegidas por ideologías o instituciones de apariencia respetable. La violencia de los individuos y la de sectores sociales, debe ponerse en relación con la violencia de los Estados. La violencia de los conflictos con la violencia de los órdenes establecidos.
* Ensayista. Sus columnas son publicadas en distintos medios periodísticos de El Salvador y otros países.
En www.diariocolatino.com